martedì 18 giugno 2019

Crimen sin castigo (cuento de la serie el maldito migrante)



Después de matar a Charlotte me tuve que plantear el problema práctico de qué hacer con el cadáver. Obviamente no lo puedo dejar podrirse pues el olor alarmaría a los vecinos, quien sabe con qué consecuencias. Y fue allí, cavando la fosa en medio de la noche, que apareció mi hija, Fabiana, que casi se desmaya del susto. Y no es para menos.
-Pero papá, qué haces?
-Lo que ves. Una tumba. Es una puta rata inglesa. Qué quieres que haga. Le reventé la cabeza y se le salieron los sesos. Alli tiene su brexit.
-Ay Dios-.Dijo estupefacta.
Y que se note que Dios no es una invocación frecuente en mi familia desde hace generaciones. Mi hija es atea, yo también, su madre fue perdiendo la fe; mis padres furibundos ateos  y creo que dos de mis abuelos, por no mencionar un bisabuelo que fue excomulgado.
-Ay Dios.- Repitió, y miró al cadáver.
-A todo cochino le llega su sábado. Y a esta rata inglesa también.-  Le dije
-La mataste así no más?- dijo horrorizada. -Te has vuelto racista, además.
-Se llamaba Charlotte,- y le di un palazo en la cabeza, le dije para fastidiarla.
Hay cosas más importantes que contar en esta historia, pero mientras voy cavando un hoyo en el jardín para enterrar el cadáver, me pasa de todo por la cabeza y es que ya es la segunda vez que me acusa de racismo. Y me da rabia. Igual me pregunto si mi racismo es igual al de los blancos ingleses porque ocurre en una estructura de poder donde estoy en el polo dominado. En fin, ser racista cuando eres de la raza dominante es justificar una estructura de poder, ser racista y estar segregado y explotado es otra cosa, pienso. Y lo pienso de nuevo y me digo que racismo es racismo, no importa lo demás, ser víctima no justifica ser victimario. Los violadores fueron víctimas de abusos sexuales de niños, se sabe, pero muchas víctimas se hacen resilientes y bondadosas, así que el racismo retaliativo no vale, está mal, no se justifica, pensaba, mientras  terminaba el hoyo rápidamente.
 Llegó una ráfaga de viento frío, maldito clima inglés, así que empujé el cadáver al hoyo, no me ocupé de taparlo. Me metí en casa y me devolví al sofá, mi lugar de reflexión preferido. Recostado horizontal en el sofá, con la cabeza en un posabrazo y los pies sobre el otro, que es como toca acomodarse para reflexionar después de haber hecho algo trascendente, sobre todo, después de haber acabado una vida, por pequeña y irrelevante que fuera. Y me puse a pensar en el asunto.
Traté de recordar donde empezó lo del racismo, y no fue de pronto. Ocurrió poco a poco, pero el día del referéndum por el Brexit fue un momento crucial. Aquella mañana, cuando supe los resultados del referéndum, salí a la calle, quería dar una vuelta por el centro de la ciudad, y no podía evitar clavar mi mirada sobre cada viejo que aparecía a mi vista. Si era gordo, había votado por Brexit. Ese era mi estereotipo de los que votan por Brexit, son viejos gordos y diabéticos. Y brutos. Pero poco a poco fue cambiando mi paradigma, ampliándose el rango de los brexiteros hasta que cada inglés blanco que veía era un votante de Brexit. Y que quede claro,  para mí un votante de Brexit no es una categoría social o una etiqueta sociológica sujeta a verificación empírica. No. Para mí un votante de Brexit es un bicho que votó para que yo me vaya de este país, para que no moleste su vista con mi presencia, para que no trabaje aquí, para que no cobre por mi trabajo, para que no califique a los trabajos que él quiere, para que no haga la cola en el médico, ni en el supermercado, ni ante la luz roja del semáforo. En fin, el Brexit se convirtió en la negación de mi existencia y en consecuencia convirtió mis fracasos y frustraciones personales en rechazo y odio. Y seguía en el sofá, recordando.
Antes, cuando tenía un buen trabajo, iba camino a mi oficina a Leeds, y siempre me topaba en la estación de tren con las portadas del Daily Mail, un periódico con pocas simpatías hacia los extranjeros, excepto en su tiempo por Hitler y Mussolini hasta que entraron en guerra.  Yo en mi camino al trabajo miraba los titulares de ese tabloide con la frialdad del analista social y no con la pasión del explotado. Como un biólogo mira la lucha entre una araña y una avispa, no más. En ese diario, un día leías un titular que decía que los extranjeros eran unos vagos que vivían de la seguridad social y al día siguiente el titular era que los extranjeros le roban los trabajos a los ingleses aborígenes. Extranjero es malo, trabaje o no; simplemente, por existir. Y tomaba nota de la disonancia. Pero para mí el Daily mail no dejaba de ser algo más que una mera curiosidad antropológica.
Pero alguna vez tragué el anzuelo. Y no es para menos. Todavía recuerdo un titular que me obligó a detenerme a leer de que se trataba. “40 millones de polacos iban a venir a Inglaterra, y no caben”. Vi el titular apenas bajé del tren y me sacó de mis ensoñaciones matutinas. Yo pensé que había habido una explosión nuclear en Rusia, o algo así, y ya empezaba a pensar cómo hacer para arreglar un cuarto para recibir mi cuota de refugiados polacos. Me detuve en el siguiente kiosko y leí el texto de la noticia: resulta que Polonia ingresaba a la Unión Europea, y según el periódico, era el fin del país, pues 40 millones de polacos vendrían a aprovecharse del sistema. Vaya si son exagerados! 
Y yo, con la frialdad del analista político, me preguntaba si tendría lectores ese periódico que promovía una idea del mundo en el cual la raza humana se divide en dos, los que tuvieron la suerte de nacer en Inglaterra y las hordas salvajes que esperan la oportunidad para residenciarse en la campiña inglesa a costa de los trabajadores británicos. Con el tiempo descubrí que sí tenía lectores, y vaya que si no. Pero seguía viendo la noticia con el humor y la frialdad que permite la distancia.
Pero los años fueron pasando. Los trabajos profesionales fueron desapareciendo para mi, quedé desempleado a los 50 años, que no es fácil.  No me quedó más alternativa que ir a trabajar a una fábrica, como obrero fabril, sin calificaciones. Tuve que aprender a disimular que sabía varios idiomas, que tenía un título y demás, porque los empleadores detestan a los sobrecalificados.
Y aprendí a cortar uvas a toda velocidad. Un transportador trae unas cajas con racimos de uvas y yo tengo que recoger la caja, de unos diez kilos, bajarla del transportador, ponerla en la mesa, que debo haber previamente limpiado o mantenido razonablemente limpia, abrir la caja, quitar los papeles de protección de las uvas, echar el papel en los pipotes de papel reciclado, tomar unas tijeras que están incómodamente atadas con una cadena a una mesa, levantar un racimo de uvas, recortarlo. Tengo que tomar unas cajitas de plástico, y si no hay cajitas irlas a buscar en un extremo del galpón, abrir la caja y traer las cajitas, despegarlas, porque las muy malparidas a veces están pegadas, tomar una cajita, meter un racimo de cuatrocientos gramos dentro de la cajita de plástico, pesarla, esperar que un medida diga si pesa lo correcto, well done, indica si pesa bien, y si pesa mas de de cuatrocientos gramos, quitar uvitas, y si pesa menos, agregar uvitas, pero máximo tres racimos, porque ese es el criterio de calidad.  Y finalmente meter la cajita de uvas en un transportador que a veces está lleno con otras cajitas que han sido llenadas por otros obreros, en fin, esperar, como si esperar fuera fácil en esa corredera, y luego meter la cajita con los racimos de cuatrocientos gramos, empujarla en el  transportador y finalmente tomar las cajas grandes de uvas que están vacías y ponerlas en otro transportador. En fin, toda esa tarea de lograr que una cajita pese cuatrocientos gramos se debe lograr en algo así como 20 segundos. Y todo esto para que unos viejos mañosos se coman las uvas que vienen metidas en cajitas de plástico que solo sirven para contaminar el ambiente. Y los viejos mañosos, para rematar el colmo de los males, tal como vine a saber después, votarían por Brexit tiempo después, para que yo no existiera.
Con todo y eso, el primer día en aquella fábrica estaba feliz y asustado. Feliz porque por fin podría pagar los costos de mi existencia, incluyendo una temible tarjeta de crédito. Pero al ver la velocidad de los operarios entré en pánico pues pensé que jamás podría ser tan veloz como ellos. Son jóvenes y yo viejo, así que aprenden todos esos movimientos de la mano y el ojo a una velocidad que no puedo reproducir, mucho menos durante tantas horas.
El primer día estuve varias horas tratando de descubrir el algoritmo de la máquina para lograr que mi velocidad fuera mayor. Tenía que hacerlo o perdía el trabajo, otro trabajo y terminaba mendigando en el metro de londres o de París. Échale pichón Fabrizio. Cosas sencillas como trucos de movimiento para poder contar dos veces la misma cajita, cosa que solo tendría que hacer cada 5 cajitas, según la cuenta que saqué no si dificultad, para mantener el promedio de velocidad aceptable. El momento de cambiar las cajas era el momento adecuado para la doble contabilidad. Estuve experimentando, y funcionaba.
Pero igual miraba a los otros operarios y quedaba maravillado con la fluidez de sus movimientos comparados con mis torpes procedimientos para tomar las tijeras, cortar, contar y demás. Claro, pensaba, ellos se dedican a trabajar y no a pensar cómo hacer trampa. Soy un ejemplo de profecía que se cumple a sí misma, pienso que no voy a poder sobrevivir, y en lugar de aprender, observo, me acomplejo y busco hacer trampa, educación venezolana, en fin, también observo y busco ser eficiente, también educación venezolana, y qué voy a hacer en el metro de paris si no se cantar, y mientras pienso y tomo decisiones retraso mis movimientos así que voy lento, luego me muevo a toda velocidad para compensar, no como estos operarios que se mueven con desenvoltura robótica a la velocidad de las máquinas, pobre de mí, pensaba, no voy a poder pagar la tarjeta ni las cuotas de nada, pero  pensaba y observaba más y es que también notaba que son más jóvenes, por eso son tan ágiles, es como aprender un deporte de viejo. Tranquilo Fabrizio, que los viejos tenemos menos inteligencia fluida pero mejores estrategias metacognitivas, así que tengo que pensar bien, de algo debe haber servido haber estudiado tanto y en fin, seguía observando y noté que la máquina sacaba el promedio de la velocidad pero no hacía los ajustes necesarios para descontar el tiempo perdido porque la máquina se detenía a cada rato. Y se detenía al menos cinco minutos cada media hora porque se atascaban las cajitas en alguna parte. Coño, como voy a ser tan veloz si la puta máquina se detiene?. Qué abusadores los putos ingleses! Así que hice el amago de recoger algo en el piso, me agaché y miré los cables debajo de la mesa y noté donde estaba el enchufe y el interruptor así que si la pesa se apaga, saca la cuenta de la velocidad de nuevo, que es como reducir el denominador de la ecuación del algoritmo, y Eureka, cuando se atasque la maquina se me cae un guante, recojo algo del piso y santo remedio. Santo remedio! Eso mejoró mi promedio. Qué bien.  Puedo trabajar aquí, pagar la tarjeta y la comida. y nada de ir a cantar el alma llanera en el metro de París.
El segundo día trabajando allí fue cuando vi por primera vez a la gerente de casco rojo que me haría la vida imposible, Charlotte. La muy perra. Yo estaba concentrado en lograr la velocidad requerida para cumplir con la meta que los cascos blancos exigen de los cascos verdes. No es fácil concentrarse pues los casco blanco caminan por los pasillos donde están las mesas de los cortadores de uvas y gritan y gritan. Las fábricas del siglo XXI no son tan distintas a las del inicio de la revolución industrial. Los capataces desdentados gritaban y gritaban. Hoy, los maquinistas, de casco blanco, gritan que hay que apurarse, gritan “hurry up”, gritan “come on” guys, vamos muchachos. El que grita manda, el que está debajo, obedece y calla.  Y el único indicio de que no estamos en el siglo XIX es que de vez en cuando te dicen “well done”, obviamente resultado de los cursitos de motivación que deben tomar, y yo me pregunto si los que dan esos cursitos habrán estudiado algo de psicología de la personalidad, o teorías cognitivas, supongo que no.   A mi el puto well done me humilla más que los gritos, sobra explicar el porqué, por qué va a ser? Porque me recuerda adonde estoy. Andaba yo pensando en este tipo de cosas cuando apareció Charlotte, la super generala, la que mencioné antes que me hizo la vida imposible. Caminaba a paso lento, como para reafirmar que le bastaba una mirada para notar los errores de nosotros los idiotas de casco verde. A un lado caminaba un supervisor de casco azul, y al otro un casco blanco, aterrados de lo que pudiera descubrir la generala. Se detuvo un segundo frente a mi mesa, miró mi promedio, que por supuesto estaba infladito gracias a mis trucos criollos, me dijo, you are good, well done.
Mi respuesta fue obvia.
-“You are good”, un coño, pendeja, que si yo valgo algo no es por cortar las uvas sino por bacilarme tu maquinita de medición de productividad.- me provocó decirle, pero yo no soy ni remotamente así de grosero, ni mucho menos así de ágil con la palabra, simplemente no se me ocurrió nada, mi respuesta, la única que pude dar,  fue solo osar mirarla una fracción de  segundo, o menos, ya que un segundo después ella ya había terminado con su supervisión de mi mesa y había iniciado su paso triunfante hacia otra mesa, frente erguida y mentón levantado, en pose mussoliniana, como para asegurarse que mirar desde arriba a los más altos, que eran muchos y de países nórdicos de los que nunca había oido nada como Estonia, Lituania.
Aliviado por haber pasado la prueba de la velocidad promedio revisada por un casco rojo, la máxima jerarquía de la fábrica, ya me podía dedicar a mi siguiente objetivo en este trabajo, a saber, conservar mi maltrecha salud mental. Y por supuesto, mi destartalado cerebro necesita recordatorios de que estoy escribiendo la novela de Sofía, basada en la historia real de mi amiga venezolana que pidió asilo aquí, en este país que desprecia a los extranjeros, en fin, que cada experiencia me dice cómo pudieron ser sus experiencias. Me autoimpuse la tarea de contar la historia de la diáspora venezolana, al menos de lo que me tocó ver, y por más que corte uvas, aquí estoy, echando el cuento. Miré cuidadosamente al trabajador que seguía concentrado en frente mío. El seguramente era más rápido que yo, pero su promedio, el pobre, era apenas suficiente para sobrevivir. Igual quise aprovechar la oportunidad para saber qué clase de gente pudo conocer Sofía en su estadía en el mercado laboral. Estaba listo pues para mi entrevista en profundidad, sociología en acción. Listo para entender la vida del camarada obrero de enfrente. Busqué una frase para romper el hielo.
-Hard job.- Dije alto y me le quedé viendo.
Subió la mirada, me miró y no dijo nada.
-Hard job,- repetí,- Isn´t it?
Me miró otra vez.
-How long have you been doing this job.- dije, intentando otra vez abrir una conversación.
-Me coming tomorrow, -me dijo muy seguro de si -Me English,no English. Me coming tomorrow, no English, me sorry.
Las dificultades comunicativas no mejoraron con mis siguientes intentos de hablar, así que me puse a reflexionar, en medio de la cortadera de uvas, agarradera de cajas y demás, en fin, pensé que tenía que practicar técnicas específicas para mejorar la velocidad de mi trabajo, eso me permitiría tener conversaciones más fructíferas cuando alguien hablara inglés y así entrevistar gente, aprender de sus vidas y demás. Pero más que mejorar la velocidad para satisfacer la empresa lo que ocurrió fue que recordé a Bandura, de cuando estudié procesos de aprendizajes,  y me vinieron a la mente sus  procesos de automatización cognitiva, así que me quedó claro que si automatizaba movimientos eficientes entonces tendría la mente libre para pensar, como cuando se maneja un carro. Y por más que cuando uno aprenda a conducir y anda hecho un lío con embrague, luces de cruce, no cruzar los brazos, frenar, poner velocidades y demás, cuando los procesos se automatizan se puede salir a pasear en carro. Sí se puede, tranquilo Fabrizio, vendrás a trabajar y cobrar por pensar en tu novela, que escribirás después. Y lo más importante, nada de ir a declamar el alma llanera en el metro de Londres. A la literatura pues.
El primer paso para escribir la novela es tener tiempo para pensar y lo primerísimo pues aprender a tirar las cajitas sobre los transportadores. Así ahorro unos segundos. Empecé a tirarlas desde un centímetro, luego dos, luego tres, luego cuatro. Ya al final de la noche del día siguiente podía tirar, desde la mesa, la cajita llena de uvas con la fuerza exacta para que cayera en el transportador sin derramar nada. Todo un arte. Lo que hay que hacer en esta vida.
Igual hice con el arte de agarrar las cajas del transportador. Aprendí a tomarlas al mismo tiempo que las abría con los pulgares, con la fuerza mínima para que cayeran en la mesa en el lugar exacto donde las necesitaba. Horas y horas de práctica. También aprendí, con el mismo procedimiento a tirar los papeles en el pipote de reciclaje. Más horas y horas de práctica, no sin cierta intelectualización del procedimiento. Y lo más importante de todo, aprendí a reconocer, de solo verlo, el tamaño de un racimo de uvas de cuatrocientos gramos. Eso me tomó una semana entera, porque los racimos son a veces más frondosos, más ralos, las uvas con más agua pesan más que las más fibrosas, en fin, aprendí un montón de pistoladas que a nadie le interesan pero que me permitieron cortar las uvas con más precisión y velocidad que los futuros robots japoneses que vendrán a dejarme desempleado.
Fue así que por fin logré ser el cortador más rápido que se haya visto en la historia de de aquella fábrica. Aplicando la combinación de mis trucos criollos con la super eficacia que había estado ensayando podía ser tan rápido como los que hacían trampa descaradamente pesando varias veces la misma cajita. Solo que a ellos los descubrían y la combinación de eficiencia y viveza me hacían imbatible. 
De pronto pasó otra vez la generala con el casco rojo, Charlotte, con su pose mussoliniana que parecía decidida a hacerme la vida imposible. Se detuvo a ver cómo trabajaba. Yo sé muy bien que con el poder de su voto puede acabar con mi vida y con el poder de su cargo puede despedirme por cualquier minucia. Y allí estaba tratando de ver por qué era tan rápido. Se quedó casi diez minutos mirando mi velocidad. Imbatible, por supuesto. Los trucos criollos los usaba para tener algunos reposos, pues lo había ensayado todo, si crees que soy pendejo te equivocaste chirulí, y allí estaba ymantenía la velocidad promedio record, a la velocidad que lograba con eficiencias sin trampa. Estaba protegido para que no me descubrierarn. Y así fue. Se quedó allí  y el indicador estaba firme.  3,6 cestas por minuto. Me miró a la cara y me dijo. Muy bien, muy rápido, well done.
Pero llegó un lote de uvas nuevas. Era un lote que se había medio podrido. Y ahora no solo había que cortar sino que quitar las uvas con moho y cortar las podridas. Obviamente había que poner más atención y como consecuencia cortar más despacio. Obvio digo yo, que no soy inglés pero otra cosa pasa por la mente de la gente que pesa en libras, piedras y onzas.
Pasó un casco blanco, mesa por mesa, a decirnos que tuviésemos cuidado, que las uvas con moho había que quitarlas. Que revisaramos bien, que lo importante era la calidad. Yo tomé nota y empecé a mirar con cuidado para hacer lo que me pedían y dejé de prestarle atención al medidor de velocidad. Al rato pasó otro, de casco azul, y gritaba que había que ir más rápido. Pues empecé a ir más rápido, al igual que los otros trabajadores. Al rato pasó mesa por mesa otro de casco anaranjado, que así se trajean los controladores de calidad, mostrándonos a todos un racimo de uvas recortado y listo en su cajita, con moho por todas partes. “Inaceptable”. Yo no podía estar más de acuerdo, así que le puse más atención a que no pasaran las cajitas con uvas putrefactas, mohosas y envenenadas. No pasaron ni diez minutos que vino otra vez el casco azul a decirnos que fuéramos más rápido. Yo le pregunté si estaba consciente que el casco naranja nos había pedido poner más atención. El me dijo que claro que había que poner atención e ir más rápido. Frente a la disyuntiva decidí ir más rápido porque al fin y al cabo la velocidad la miden y la atención no. Pero volvió a pasar el de casco blanco a decir que le pusiéramos atención a la calidad de las uvas, que las uvas podridas no se pueden vender, son inaceptables. Yo le hice caso, ya fastidiado, y le dije que su jefe pasaba por aquí pidiendo más velocidad. Me dijo que sí, que ambas cosas. Seguí trabajando a toda mecha. Pero luego pasó otra vez el casco anaranjado a regañarnos por la calidad inaceptable. Iba mesa por mesa preguntando compraría ud unas uvas como estas? En tono pedagógico preguntaba que es más importante la calidad o la cantidad? Decidí hacerle caso, pues, ya es un tema de ética. Pero volvió a pasar el de casco azul, esta vez con una variante, pues decía con tono de quien arrea ganado, que había que mantener los estándares de velocidad si se quiere conservar el trabajo. Vale, la ética pal carajo, ya me botaron de bastantes lados por andar haciendo lo correcto, así que le hago caso al casco azul, pero no pude resistirme. Le dije, oye, pero se tienen que poner deacuerdo, o vamos rápido o ponemos más atención. El tipo respondió que ambas cosas. Yo, para entrar que razonara, le pregunté, si manejas y ves una señal de conducir con cuidado aumentas o disminuyes la velocidad? El me dijo que el pone más atención cuando va rápido.   La noche iba pasando entre los arreos de unos y los regaños de los otros. A cierto punto el casco azul vino a mi mesa y me preguntó:
- qué tal? o como sea que se traduzca como what´s up. Creo que estaba fastidiado de que le hubiese hecho el comentario, a lo mejor lo entendió varias horas después, qué se yo.  Pero no pude resistirme y le dije que si querían que quitáramos las uvas malas, debían aceptar que tendríamos que trabajar más despacio. Rebuznó y dijo algo en el típico dialecto yorkshire y a la distancia vi que no tan lejos caminaba la generala. Tiempo de acabar con este absurdo, pensé.
Le hice el amago a Charlotte, la generala, que quería hablar con ella. Me miró sorprendida y miró rápidamente al casco azul como quien dice “qué querrá este plebeyo?” Le comenté que estábamos recibiendo instrucciones contradictorias, unos nos pedían de trabajar con rapidez y otros con cuidado, más lentamente. No me terminó de escuchar. Le preguntó al casco azul qué pasaba, como si yo fuese incapaz de expresarme.
Casco azul  hizo su resumen ejecutivo, esto es, le dijo que yo no quería seguir las instrucciones. Así que yo intenté explicarle que las instrucciones no eran claras pero la generala me interrumpió y me repitió exactamente el discurso del casco azul. Le dije que sí, que no tenía problema en ser rápido y quería añadir que sin embargo no podría poner la atención que pedían, pero no pude terminar la frase pues me interrumpió otra vez para decirme que tenía que escuchar, no que hablar, que tenía que seguir las instrucciones, no que andar respondiendo y siguió con el discurso, repetido, que tuve que oír obedientemente. Luego le pregunté, cuales instrucciones, las de ahora o las del casco blanco, quería decir, pero no pude porque me interrumpió y con toda la insolencia me pidió que la siguiera.
Y la seguí por pasillos y mas pasillos con propaganda institucional, instrucciones de cómo limpiarse las manos, índices de productividad, empleados del mes, fotos de los jefes sonriendo, que solo sonríen en esas fotos, por cierto, porque en el trabajo solo gruñen y arrean ganado, pasé por mas pasillos, subí escaleras, vi mas instrucciones de cómo se lavan las manos, hasta que llegué a la puerta, la puerta para salir. Le pidió al portero que llamara al representante de la agencia que me contrata y al jefe mayor del almacén. Hizo una llamada por teléfono y el portero me comentó que cada vez que la generala llevaba a alguien hasta allí y llamaban a los jefazos era para botar a alguien.
-Cada cuanto pasa? Pregunté
-Un par de veces por semana,
-Ok, estoy botado, que carajo. 
Cuando el jefe de los jefes de casco rojo llegó, la generala le explicó brevemente que yo no seguía instrucciones, ni quería hacerlo. El jefe de los jefes la escuchó impaciente y me dijo que si no quería seguir instrucciones no podía trabajar en la empresa. Traté de explicarle algo, pero me interrumpió para repetirme el discurso de la generala. Traté de decir algo, pero no pude porque me pidieron que hiciera caso.  Luego el representante de la agencia se hizo visible, creo que estaba tras de mi, y me repitió el discurso de la generala, reforzando que no podría trabajar allí, y que tenía que aprender a escuchar y yo con ganas de decirle que los había escuchado a todos decir lo mismo pero ellos no me habían escuchado a mi, pero no dije nada, todavía, simplemente no conseguí el espacio.
Ya me veía yo incrementando otra vez el debito en mi tarjeta de crédito, jodido con todas las cuentas por pagar, buscando trabajo a diestra y siniestra y sin ninguna esperanza de poder defenderme en este juicio sumario en la puerta de la empresa. Ya el jefe de los jefazos de casco rojo me indicaba la puerta y le hizo el amago al representante de la agencia para que hiciera el papeleo y logré decirle algo.
-Puedo hacer una pregunta?
Se me ocurrió hacer una pregunta podría permitirme hablar, y así fue. El jefe de los jefazos, en tono magnánimo me dijo que por supuesto, como cree que no puede preguntar nada.
Qué instrucciones debo seguir si un jefe me dice una cosa y el otro jefe me dice lo contrario?
Que quieres decir? Me preguntó mientras Charlotte rebuznaba con desprecio e incrementaba su expresión mussoliniana.
Pues unos me piden que vaya rápido y otros me piden que ponga atención a las uvas podridas. Los del casco naranja y blanco son muy serios cuando nos piden que trabajemos con cuidado.
El jefe de los jefazos se volteó a mirar a Charlotte, la generala, y esta que se había puesto casi tan roja como su casco. Inmediatamente respondió:
-Es que eso no es lo único, es que este trabajador es el más lento de todos, nunca logra mantener el ritmo.
-No es cierto -dije firmemente- y puedo mantener la velocidad alta y eso está registrado en el sistema.
Charlotte, la generala, movió la cabeza de lado a lado y me pidió que no le gritara.
El agente de la agencia también me dijo que no gritara, que aprendiera a respetar.
Y el jefe de los jefazos me dijo que tenía que respetar pero que por esta noche me podría quedar si mantenía la velocidad mínima. En fin, no me botaron. Y por fin vi la cara de la derrota en Charlotte, la generala.
Volví al almacén de las uvas. Mantuve la velocidad firmemente por encima del máximo, casi el triple de lo normal y, gracias a todos mis experimentos, todo fue sin hacer trampa. Terminó la noche y fui a casa. Victoria.
Pero la venganza de la generala vendría después. Otro cuento. Por lo pronto ese día volví a casa y Fabiana, mi hija, estaba despertándose para ir quien sabe adónde. Estaba aterrada porque había vuelto a ver un ratón que se metía en nuestra cocina. Tenemos un gato que no se molesta en atraparlo porque sale corriendo cuando lo ve. El ratón se ve inofensivo y hasta simpático. Pero toca atraparlo porque se pasea por toda la cocina y quién sabe si se mete entre los platos. Esa noche le conté a Fabiana lo que me había pasado con la generala y ella bautizó al ratoncito como  la rata Charlotte. El apodo lo maldijo, al pobre, y lo maté de un escobazo por la cabeza y lo enterré en el jardín, para evitar los malos olores. Y allí fue cuando mi hija me llamó racista.

giovedì 13 giugno 2019

Uvas y desventuras { 1 } (Cuento de la serie el maldito migrante)

Conrad Felixmuller, workers returning home. Pinterest
Uno de los aprendizajes más curiosos que he tenido en Inglaterra ha sido identificar un racimo de uvas de 400 gramos. Soy venezolano y esto es lo que me toca. Cortesía de Chávez y Maduro, los venezolanos nos esparcimos por el mundo aprendiendo oficios para los que no nos preparamos y andamos despilfarrando el talento que cultivamos en nuestro país. Y con el humor del que me dotó la vida, se me impone decir que  a mí me tocó, entre otras cosas, reconocer racimos de uvas de menos de medio kilo. Miro al racimo y de solo verlo lo sé, y no importa si las uvas son grandes o pequeñas, o si los racimos son frondosos o ralos. Simplemente lo sé. Sé si el peso es correcto, así como un dietólogo sabría que hay sobrepeso de solo ver un ser humano y la forma de su panza. Yo descifro si un racimo pesa 400 gramos.
En fin, es cierto que no escogemos las circunstancias de nuestra vida, como decía un filósofo famoso, que repiten por todos lados los twitteadores y blogueadores de perogrulladas. Pero también decía el mismo filósofo, que ya nadie cita porque es pavoso, que aunque no escojamos las circunstancias, sí escogemos los modos de enfrentarlas, y a mí se me antoja confrontar las circunstancias mías echando el cuento, y por supuesto, siguiendo con mi plan de escribir la novela, la historia de Sofía, una refugiada venezolana en Inglaterra. Sería mejor escribir sobre otra Sofía, profesora de física en Caracas que terminó como prostituta en Quito, pero yo nunca la conocí, y solo puedo contar sobre la Sofía que conocí, que no se llamaba Sofía y que sí tocaba violín, y que por caer tras las garras de los subalternos de Diosdado  se vino a Inglaterra a sufrir la indiferencia de este país arrogante y sabelotodo.
Eso es lo que me toca, pues. Contar historias, en fin, eso es lo que me queda, porque eso es lo que hacen los viejos desde que el mundo es mundo. Y, sobre todo, escribir un libro y contar historias es lo que uno hace si uno es un emigrante educado y fracasado, esto es, para decirlo en criollo, si uno no la pega profesionalmente. O abre un negocio, como hacen otros migrantes. No es casualidad que las comunidades de extranjeros terminen montando tiendas adondequiera que vayan, los pakistaníes en Inglaterra son un ejemplo, los vietnamitas en Estados Unidos, otro. Y los portugueses en Venezuela, cuando la gente venía a nuestro país, son más que un ejemplo en nuestro país de cómo los migrantes terminan dominando un negocio. Mi país, ahora foragido, donde panadero y portugués era casi equivalente, hasta que llegaron los paramilitares colectivos y acabaron con las panaderías, los panaderos y el pan.
En fin, que yo para sobrevivir a la indignidad a la que nos condenan los ingleses, cortesía del chavismo,  me refugio en la literatura, así que sigo y sigo con la novela, y ahora agrego esta serie de cuentos, la serie del maldito migrante, porque tengo que descargar lo que siento desde que los ingleses votaron por el maldito Brexit. Sigo y sigo, por más que las circunstancias me sean adversas, por más que las uvas me maten, en fin, por más que me humillen unos ingleses desdentados y monolingües, algún día echaré el cuento de Sofía y los cuentos míos. Y así como Dante salvó del olvido a los poderosos de su tiempo mandándolos al inferno, yo salvaré a los monoglotas ingleses de pasar desapercibidos en mi destartalado país y su creciente diáspora, y alguien se reirá de su orgullo por haber tomado un curso de forklift driver que vale más que una licenciatura lationamericana, más que muchos años en la Universidad Católica Andrés Bello, más que las consultorías, más que promover proyectos comunitarios con Fe y Alegría, mas que mis suscripciones a revistas de renombre, mas que todo. Mi único título valido aquí es el de conducir, y eso porque me lo saqué aquí. No importa. No me importa un coño. Yo aquí a seguir escribiendo, y a seguir viviendo, y seguir contando.  Y si las circunstancias me han sido adversas, vaya que si no, y si no salgo de un lío para caer en otro, como si existiera dios y la tuviera cogida conmigo, por más que se me atraviesen todo tipo de monstruos, yo seguiré contando. Pero todo se convierte en material de una narración, unas veces lo escribo, otras lo cuento, y otras me lo callo. Y aquí me descargo con cuentos, con fantasías con cosas que no pasan, que no pasan yo te aviso chirulí, todos saben que nunca Inglaterra vivió de traficar con esclavos, que nunca envenenó las vacas del mundo volviéndolas locas con prones, no nunca jamás, nunca vivió de seguros que no pagan lo que deben, ni le prestó fortunas a gobiernos que no fueron legítimos, nunca jamás, nunca yo te aviso chirulí, jamás armaron hasta los dientes a torturadores y tiranos de toda clase.
En lo que a mí me toca,  el año anterior a mi incorporación al gremio de los cortadores de uvas tuve que sobrevivir a la estafa y destrucción de mi casa por parte de los granjeros de mariguana, que no fue fácil, y que está relatado en otro cuento, que no es cuento nada, pero ya publicaré. Y el que quiera entender como Inglaterra se volvió en el epicentro del lavado de dinero de las mafias del mundo, que empiece por allí antes de seguir a Saviano. Y luego tuve que sobrevivir al año de intensas terapias para enfrentar mi cáncer de vejiga y las dificultades que esto acarrea para echar una simple meada. Y aprendí a disfrutar las galletas de mantequilla. Pero es que además a mí me tuvo que pasar todo esto en la ruina, pelando bolas, habiendo perdido varios trabajos y llevando mi deuda en la tarjeta de crédito hasta la estratósfera, y el rollo es de 6000 libras en una tarjeta y 2000 en otra. Y por eso tuve que aprender a identificar racimos de uvas de 400 gramos, y ya verán el porqué, y cómo se vincula a mi deuda en la tarjeta.
“Fabrizio, cómo puedes endeudarte tanto con la tarjeta, una persona inteligente como tú” oigo decir a mis amigos y familiares. Bueno, no los oigo, pero estoy seguro que lo piensan, que es lo mismo o aún peor… Yo no me molesto en rebatirles nada, obvio, dirán mis lectores, como les vas a responder a lo que crees que piensan, pero no les respondo en mis pensamientos porque allí también estoy seguro que tienen la respuesta y ellos saben qué habrían hecho en mi lugar, en lugar de endeudarse con la tarjeta. Yo, en cambio, cuando me botaban de un trabajo o de otro, tuve que sobrevivir varias semanas sin ingresos. Mis despidos, algunas veces vinculados a mis escapadas al baño debido a mi vejiga maltrecha o a mi intestino destartalado, me obligaban a estar sin ingreso pero aún tenía que vivir y gastar.
Y nuevamente mis pensamientos se pueblan con familiares y amigos que me preguntan: “no hay protección en Inglaterra si tienes cáncer o tienes una discapacidad?” Qué ingenuos! Claro que hay protección en la Ley, y hay un montón de ONGs, y todas tienen sus gerentes que cobran suficiente para esquiar en los Alpes, pero la Ley se cumple para los ingleses y otros privilegiados no para los polacos, eslovacos y otras razas inferiores que trabajan en los almacenes de producción, como yo, que nos afanamos en cumplir los objetivos que “la computadora” establece para nosotros en las fabricas. A ver si me explico, si no hago todo a la velocidad de la máquina, no me llaman para trabajar mañana. Y con el Brexit, me dan una patada por el mismísimo culo.
 Y esto me pasa a pesar  de que mi exilio fue distinto al que padecen otros venezolanos que salieron corriendo, como le pasó a las dos Sofías, a la de Cúcuta y a la de Bradford.  Yo no salí corriendo. A mí no me perseguían los colectivos, ni el SEBIN, que ni existía. Yo a los colectivos los vi actuar antes de que se hicieran famosos y sabía lo que venía, eso sí, porque me tocó conocer a algunos. Y salí del país por la puerta grande, legal, y llegué en mejores condiciones que la diáspora que me siguió, pero poco a poco me fui hundiendo en un círculo vicioso de fracaso laboral. Así que me voy asentando a la realidad de que me he convertido en un obrero manual, sin otra habilidad que articular el ojo, la mano y una máquina. En fin, un proletario por vocación, ejerciendo la libertad que me ofrece el capitalismo de ser libre de ser consecuente con el precio de proletarizarme, que siempre es mejor que terminar en un Gulag o en un campo de concentración camboyano.
La historia de las uvas empezó el día que llegué a una empresa grande, Morrisons, una de las mayores cadenas de supermercados británica. Tenía que presentarme en un galpón. Y allí fui. La llegada fue un poco traumática porque nadie te recibe y te explica cómo funcionan las cosas, tal como me imaginé que las cosas serían en un país tan organizado como en Inglaterra. En fin, en el primer mundo. Vi que los obreros entraban por una puerta lateral y entré por esa puerta. Ya están lejos los tiempos en que ni notaba que había puertas laterales, pues solo usaba las principales. Caminé por una cantidad de pasillos llenos de propagandas y afiches de la empresa, tablas de eficiencia de los trabajadores que nadie lee. Yo seguía la marejada humana. Luego pasé por una cantina donde le venden comida a los empleados, comida infame de cafetería inglesa, unas vainas que durante la Venezuela saudita le darían solo a los presos en cadena perpetua. Pasé más y más puertas, y al finalizar los pasillos llegué a una especie de vestuario lleno de lockers que después me tocó descubrir que son solo para los privilegiados que tienen un contrato permanente. En el vestuario uno se imagina que allí hay que cambiarse. Yo no podía, porque no tenía el disfraz de trabajador. Y el primer asunto a resolver fue lo de los cascos. Yo, tal como me tocó descubrir después, soy un obrero de los temporales, es decir, de los que usa un casco verde con capucha blanca, pero lo de la capucha lo descubrí mucho después. En aquel momento yo solo veía al enjambre de humanos convirtiéndose en piezas del engranaje productivo poniéndose cascos y batas verdes y blancas. Yo observaba cuidadosamente para tratar de identificar la señales de lo que tendría que hacer. En ese vestuario con lockers para la casta de los trabajadores permanentes, los operarios se protegen con cascos verdes y unos pocos blancos. Muchos verdes.

Allí en el vestuario llegó la hora de averiguar, no de observar. Le pregunté a uno que otro qué tenía que hacer, porque era nuevo, pero mi primer interlocutor no hablaba inglés sino polaco, “me english no good”, decía, otro lituano “me no english, me sorry”, y otro yo que sé, quizás húngaro. Busqué uno que no fuera blanco, en fin, un pakistaní, que ese seguro que habla inglés. Este me respondió que tenía que buscar el gerente del día, hasta allí la asesoría. Y como la mayoría tenían cascos verdes, pensé hablar con alguien de casco blanco, que habían desaparecido y obviamente tenían un status superior. Y por fin conseguí a una mujer con casco blanco y efectivamente hablaba inglés, si es que a ese dialecto se le puede llamar inglés, y respondía a las preguntas. Me enteré que no era gerente, sino empleada de limpieza, y allí fue que pensé que el casco blanco solo significa que es una empleada fija, una especie privilegiada, una casta superior a la mía. Estaba en lo cierto en la superioridad de la jerarquía, por la autoridad con la que me hablaba, pero aún estaba lejos de descubrir que yo estaría aún por debajo de los obreros de cascos verdes y blancos, pues yo tendría una casco verde con capucha blanca debajo y los cascos verdes superiores tienen una capucha azul. “Sigue adelante, eres lo más bajo, pero todo esto será un cuento, el de Sofía o uno de los tuyos, pensaba, sigue adelante”. En fin, gracias a un poco de intuición sociológica y humor orweliano pude inducir que los cascos blancos están a dos escales sobre mí. Ella, la del casco blanco, me pidió que la siguiera y después de mucho caminar por más pasillos con mas lockers, mas afiches, más propagandas y más gráficos con información de esa que los gerentes y departamentos de recursos humanos creen que le interesan a los empleados, en fin, como venía diciendo, ella me llevó hasta donde un hombre de un estatus aún mayor, algo así como un general, pensaría quien lee esto, pero era un inglés y desdentado que tenía casco azul, casi un mandarín comparado conmigo, un supervisor, alguien que hay que ver con gran respeto y reverencia. El señor del casco azul, primer inglés que me tocó ver, me dijo que me iba a explicar el trabajo y me hizo caminar por más pasillos, subir más escaleras, caminar más pasillos, todos con sus afiches y demás parafernalia empresarial, bajar escaleras y un largo etcétera hasta que llegamos a una sala con una televisión para ver un vídeo. El video. Y me dejó allí, instruyéndome, mirando en el vídeo los detalles de mi rol. Cómo es fácil de adivinar, mi trabajo tiene que ver con el asunto de los racimos de uvas de 400 gramos. Pero todavía no sabía lo que vendría después.
Sabía que lo que vendría sería duro. Ante todo me cuestan mucho las tareas simples, y mientras más simples más me aterran, porque me aburro y las hago mal y lo que es peor, porque sé que lo que viene es alguien a decirme cómo hacerlas. Y a mí se me ocurren otras maneras de hacer las cosas, eso me pasa desde el kínder. Y, en efecto, en eso consistía el vídeo, detalles de cómo se corta un racimo de uvas de una manera perfecta, con la tijera, de cómo no cortarse las manos, en fin, un montón de instrucciones para hacer algo que ya la gente sabe desde el kindergarten o antes. Pero así es Inglaterra, te explican todo. En los baños explican cómo lavarse las manos con dibujitos para saber cuáles son las partes mas sucias de las manos, en fin, perfecto para un marciano. Y seguía viendo el video, aburrido como la peor clase de matemática con dolor de cabeza, y sin el consuelo de poder dormirme, porque el video había que verlo de pie. Al gerente de casco azul, se le olvidó poner el volumen suficiente para que pudiera oir, lo cual fue una suerte, porque si entendía todo sería aún mas aburrido. Solo me atemorizaba la idea de que me volvieran a poner el video con un volumen normal.  Y apenas terminó el video, esperé solo un instante hasta que apareció de nuevo el operario de la mayor jerarquía, esto es, de casco azul, que vino a buscarme, me invitó a preguntarle aclaratorias, si no entendí algo, no me obligó a que viera el video otra vez y así tuve mi primera victoria en mi batalla por preservar mi salud mental. El casco azul  me llevó al galpón de trabajos forzados, o al menos a mi me recordó un campo de de exterminio nazi. Allí hay unas ventanas desde donde salen unos transportadores automáticos donde, como un trencito, llegan unas bandejas llenas de cajas con racimos de uva que van a ser distribuidas por toda Inglaterra. Y encima de esos transportadores hay otros transportadores automáticos que se llevan las cajas vacías.
Mi trabajo, al igual que el de otras 70 personas con cascos verdes, consiste en agarrar una de esas cajas de los transportadores, ponerla en una especie de las mesas muy pequeña que están bajo los transportadores y sacar racimos de uva que sean más o menos del tamaño de un envase de plástico donde van a ser metidas para que los consumidores ingleses consuman uvas metidas dentro de cajitas transparentes de plástico. Yo no sé por qué los ingleses no pueden comprar las uvas en racimos, tal como vienen bellamente preparados por la naturaleza sino en racimillos metidos en cajas transparentes de plástico. En fin, pienso, no todo lo que llaman desarrollo es desarrollo. A lo mejor cuando recién llegué de Venezuela hubiese pensado “guao, que civilizados compran uvas en cajitas de plástico”. Pero ahora no tengo duda que algunas cosas que parecen de país desarrollado son pajuatadas totales. Veo con terror cómo todos están trabajando disciplinadamente y me pregunto si seré capaz de hacer ese trabajo. Sobre todo cuando recuerdo que cada cajita tiene que pesar 418 gramos. 18 gramos pesa la caja vacía. 400 gramos las uvas. Me sentía incompetente aún antes de empezar.
Por supuesto, los racimos naturales no son del tamaño de las cajitas rectangulares concebidas por mentes cuadriculadas y por lo tanto hay que quitarle unos pedazos a los racimos para que las uvas quepan en las cajitas. Allí, por supuesto, es donde empieza el problema porque cuando mochas los racimos quitas demasiadas uvas, o demasiado pocas, y luego cuando pones la cajita en un peso se prenden unas luces de colores que te indican si la caja es muy pesada o muy liviana. La vaina tiene que pesar 400 gramos en uvas, como ya dije. Y el margen de error es una uva. Y para poner la vaina más jodida, la pesa no pesa en gramos que puedes ver sino en unidades de luces, que es lo que uno ve, y las luces son de colores pedagógicos, porque todo está diseñado para gente sin habilidades numéricas y yo, en este exilio absurdo, me pregunto para qué carajo habré aprendido logaritmos e integrales o la demostración del teorema de Pitágoras.  Por lo pronto, con el tiempo, se me ocurre, podré coordinar las lucecitas con los movimientos míos, mi memoria kinética se ajustará, sigo pensando, y dejo de preocuparme por el hecho de que a cualquier trabajador que veo noto que es mucho más rápido y eficaz de lo que yo puedo aspirar y de alguna manera los de los cascos blancos se deben dar cuenta si uno es rápido o no con lo cual me quedo sin poder pagar los intereses de las tarjetas, el alquiler y demás. Y si pierdo todo eso me quedo sin casa, sin trabajo y me botan del país con esto del brexit y me tengo que ir a mendigar a Francia o me devuelvo a Venezuela a morirme por falta de medicamentos. En fin, tengo que alcanzar las mismas destrezas de cortar a toda velocidad y satisfacer las expectativas que el general  del casco azul, que no deja de verme con desprecio por mi evidente falta de competencia. Y en menos de una hora descubriré que aún mas importante es satisfacer las expectativas de los del casco verde, capucha azul, que tienen derecho de gritarnos a los imbéciles de casco verde y capucha blanca y acusarnos por nuestra falta de competencia.
Uf. Y esa no es la única complicación. La mayor complicación es la calidad del trabajo. “You have to keep the standards”. Y ésta no es seleccionar las uvas buenas y ricas, ni poner juntas las que estén igual de maduras para que cada cajita sea homogénea para satisfacer a un cliente que sabe adivinar si un racimo es bueno o no, como yo. No. Nooo! La calidad consiste en que sólo se pueden poner un racimo grande y dos racimitos pequeños. Y los racimitos pequeños pueden tener hasta dos uvas. Dos. Y por supuesto los jefes te están mirando si por alguna casualidad quieres hacer trampa y meter o quitar uvita por uvita, para que la vaina te cuadre bien y te salga la luz que dice “well done”. La operación se repite cada minuto unas dos o tres veces y cada minuto se repite 60 veces por hora y cada hora se repite 12 veces durante la noche. Sí, el trabajo es de doce horas diarias.
Estoy tentado de decir que es una ladilla horrorosa, pero la verdad es que el trabajo está lo suficientemente organizado y cronometrado como para que sea estresante. Mientras meto las uvas invento vainas para descubrir cómo engañar a la máquina y que contabilce más paquetes de los que hago, para cambiar la velocidad, así como pequeñas tácticas para lograr lo mismo con menos esfuerzo. El ambiente es frío, el termómetro siempre en 11 grados, la mayor parte de la gente habla idiomas que no entiendo y quizás eso es una suerte porque se me pegan las malas mañas del inglés malhablado. No me da tiempo de deprimirme porque apenas pienso en algo se me olvida que tengo que voltear los racimos de manera que se vean las uvas desde la parte de arriba de la caja, otro de los criterios de calidad.
Todas estas tareas, por supuesto, las miden con un reloj automático que dice cuántas cajitas haces por minuto, y como se podrán imaginar yo tiendo a hacer todo a una velocidad por debajo del promedio. El primer día, durante los primeros 10 minutos estaba requete convencido de que no podría durar ni siquiera una hora en este trabajo, pues traté de identificar cómo medían la velocidad de mi trabajo que por supuesto tiene que ver con la cantidad de veces que la pesa titilaba su "well done". Pero la hora pasó y pensé que en la próxima vendría mi inminente despido, y ya había pensado mecanismos para pesar dos veces la misma cajita, pero no sabía cuál usar sin hacer mi trampa evidente y mejorar mis chances de supervivencia. Y las dos horas las sobreviví pero igual estaba convencido que no llegaría al final del día, sobre todo considerando que la jornada, es decir, la noche laboral es de 12 horas. A cierto punto noté que venía un supervisor y anotaba el indicador de velocidad así que ya sabía que miden mi productividad con los números que veo y no con una vaina escondida que tiene un gerente en su computadora. Empecé a experimentar cómo pesar dos veces la misma cajita para mejorar el indicador y también a observar con cuánta anticipación tengo que hacer trampa confundiendo al algoritmo de la máquina para que yo parezca eficaz cuando se aparezca de nuevo el supervisor. Por supuesto lo tengo que hacer con cuidado, quitando el racimo grande y pesando la cajita con los racimos pequeños y poniendo el racimo mayor arriba para que parezca al ojo ingenuo que simplemente estoy arreglando la estética cuando lo que estoy haciendo es pesando dos veces la cajita hasta llegar al peso correcto. Y ya aprendí a hacer eso practicando el arte de ser bizco pues tengo que mirar con un ojo a ver si me descubre el supervisor mientras con el otro ojo veo lo que estoy haciendo. No puedo creer que haya desarrollado esta habilidad extraordinaria. Pero es que tengo que conservar este trabajo hasta que tenga uno nuevo y si me botan no puedo pagar la deuda de la tarjeta y me muero sin medicamentos en Venezuela. Pasaron las horas del primer día y me di cuenta que de nada valía hacer trampa, lo único era aprender a visualizar un racimo de 400 gramos a ojo, y fui desarrollando esa destreza tan peculiar.
Pero llegué al final de la noche y el único entretenimiento extra laboral que tuve fue leer el texto que me mandó Leila, mi hermana, y que logré ver por el WhatsApp, durante la media hora de receso no remunerado al que tengo derecho. Me contaba de las finanzas familiares y me quedó claro que nuestros progenitores se las arreglaron para quebrar otra vez. Tengo que apretar el culo y sobresalir en este trabajo mientras consigo otro, y la novela irá más lento. Lo siento, Sofía, quería acompañarte un rato más en tu aventura, pero yo sigo aquí atrapado en esta desventura. Me prometí ponerme a buscar un trabajo profesional con urgencia y en lugar de eso me puse a escribir este post, no sé, porque necesito saber que tengo una habilidad más allá de identificar el peso de los racimos de uvas que es mucho más eficiente que buscar el modo de vencer los  algoritmos con los cuales la empresa mide la productividad.

domenica 7 aprile 2019

El impostor y su farsa (Cuento de la serie "el maldito migrante")




Muchos años después, cortando las uvas, todavía recuerdo aquella tarde de Julio, cuando salía de la oficina, completamente convencido que mi farsa habría terminado durante ese fin de semana. Lo que no me imaginaba era en qué tipo de lío estaba metido, y mucho menos su extensión. Me imaginaba lo obvio, que me habrían descubierto, pues. Había mentido para conseguir el trabajo, y ahora me tocaba pagar con la mayor de las humillaciones: la deshonra.
Aquella tarde, que aún recuerdo como si fuera ayer, andaba con la mente extraviada y reflexionaba sobre cómo había llegado allí. A mí que me da ansiedad cualquier cosa, hasta ver una película donde el protagonista inocente puede ser malinterpretado y arriesga una discusión con su amada esposa.  Me dan palpitaciones y apago el televisor para no sentir esa angustia.  La detesto. Y en aquella tarde de Julio, cuando sentía que la mentira con la que conseguí el trabajo saldría por fin a la luz se me trancó el pecho en plena vía quedándome casi sin respirar. Primero sentí las palpitaciones, luego el conato de infarto, como me toca desde que me volví hipocondríaco y finalmente sentí que el corazón se me salía por el pecho, cuando casi me ahogo. Pensé que para calmarme tenía que asumir que la farsa podría llegar a su desenlace y lo que único que tenía que hacer era reflexionar.   “Cuándo me convertí en un farsante?”, pensaba.  Sé muy bien qué día fue, fue cuando escuché al asesor, al chino, a ese asesor de refugiados que hablaba como si supiera todo.
Efectivamente, fue ese chino que me convenció que una farsa era el único camino. En fin, no me quedaba otra que ser un impostor, un poquito impostor pues, pero farsante al fin. Pensaba y pensaba y no notaba si el día era soleado y maravilloso, cosa rara en Inglaterra o si el día era otro más de esos con  la sempiterna llovizna inglesa. Qué iba a notar yo nada! Estaba tan absorto en las pesadillas que soñaba despierto que se me olvidó por cuál lado circulan los carros en Inglaterra y al cruzar la calle casi me mata una furgoneta que venía conduciendo de modo perfectamente normal,  y, por supuesto, por el lado que le toca. Escuché sus insultos británicos, nada que ver con las groserías y mentadas de madre venezolanas, pero seguí adelante porque el conductor no lograba proferir un insulto decente que me sacara de mis pensamientos y temores, y  tampoco me amenazó con matarme, que también hubiese sido una solución.
Yo no soy estrafalario por vocación, que conste. Mis circunstancias lo son, y me adapto. Todos lo que me conocen saben que básicamente yo he sido siempre una persona correcta, o mejor dicho, lo había sido, excepto una excentricidad por aquí, otra por allá, nada mayor. Y todo empezó cuando hablé con el chino, bueno, ni tan chino era, eso es otro cuento, el era otro farsante, el mismo me lo dijo, pero eso lo cuento otro día. El chino, que por cierto no era chino, me dijo que aquí en Inglaterra no cuenta lo que seas capaz de hacer, lo que hayas hecho o estudiado en tu país. Eso me dijo, y eso yo de alguna manera lo había empezado a entender. No a entender como lo entiendo hoy, porque conocer un país es un proceso largo. Pero ya había superado esa fase inicial, donde uno conoce al país como un turista, es decir, como alguien que cree que entiende todo y todo está más o menos bien.

No era muy largo el camino del trabajo a la estación de tren, pero de algún modo se me hizo largo entre infarto hipocondríaco, atropellamientos reales, insultos británicos, pesadillas soñadas despiertas, recuerdos de la conversación con el chino,  y las miradas inquisidoras de los transeúntes que estaban fuera de sospecha pero que ya parecían acusarme de ser el gran farsante. Me ponía las manos en el bolsillo para palpar el celular, porque el celular de la oficina era el medio de mi destrucción, para ver si por suerte no lo tenía y me lo había imaginado todo, pero allí estaba, en el bolsillo. Y podría sonar en cualquier momento. Y mi incapacidad de resolver el problema me iba a delatar. Y la verdad se sabría. Quien me manda a aceptar un trabajo que no puedo hacer por falta de competencias. Quien más se puede meter en estos líos, yo y mi vida estrafalaria. Qué dirían mis panas venezolanos si supieran en lo que me he metido aquí en Inglaterra, mejor que no sepan.
 Y el chino tenía razón, pero yo todavía no había vivido lo suficiente en este país para entender la profundidad de sus aseveraciones. Pero había sufrido lo suficiente para entender que tenía razón y tenía que vivir la farsa, la gran impostura, si quería progresar y seguir adelante. De lo contrario seguiría con trabajos a destajo sin cualificación, con sueldo mínimo y demás, así que tuve que hacerlo. Tuve que mentir. Mis habilidades de Venezuela no servían, así que tenía que reinventarme. Y eso hice.
La verdad es que, pensándolo bien, cualquier persona razonable aceptaría una pequeña mentirilla, si por lo menos escondiera alguna verdad detrás. Algo así como decir que uno tiene experiencia de trabajo con un programa de computadora pero en realidad tiene experiencia con otro parecido y conoce el programa en cuestión. Una mentirita, pues. Pero la mentira que tenía que decir es la mentira más grande que se puede decir en Inglaterra. Tenía que decir que entendía el inglés. Vaya, peor no se puede. Pero yo me las arreglé para que fuese peor, claro.
Aclaro que sí entendía cierto inglés, pero solo el inglés lento, culto y pausado de los extranjeros, no el inglés vivaz, cotidiano y con acentos locales. También entendía, a medias,  el inglés escrito, científico, latinizado. Pero cómo iba yo a entender este dialecto de Yorkshire, Lancaster o Liverpool.  Ese inglés no lo entendía para nada, en fin, no entendía el inglés verdadero. Solo entendía el inglés de curso de inglés intermedio, pues. Poco más del inglés de bachillerato venezolano, de a dos horas por semana, y que además lo metían como un descanso entre las clases serias, demandantes y cansonas de física, química y demás. Maldije mil veces mi educación venezolana. Y es que en Venezuela en el colegio aprendemos a pasar exámenes en inglés, algo de gramática, algo de ortografía. Un par de meses de Centro Venezolano Americano me soltó un poco y todos tenemos el reto de aprender algo en algún momento, aunque sea viendo películas con subtítulos. En el postgrado algo aprendí cuando nos daban bibliografía en inglés. Diccionario en mano las lecturas las hacía, sin importarme para nada como se pronunciaban las cosas.
En fin, podía leer, escribir algo, decir algunas cosas. Y hasta podía entender al chino que no era chino, que resultó ser vietnamita, podía entender a un alemán, o a un ruso, pero no a un inglés. Cada dos frases de un inglés verdadero contenía una palabra que me despistaba, justo la palabra mágica para entender el todo. Y eso era cuando tenía suerte. Cuando la suerte me desfavorecía, entonces no entendía nada de nada. Ni siquiera entendía donde terminaba una palabra y donde empezaba la otra.
Fue así que cuando conseguí la planilla para entrar al Refugee Council, en la sección de idiomas, descaradamente puse español, además de inglés. Como iba a llenar una solicitud de trabajo y escribir algo así como que por cierto, no entiendo el idioma de este país pero vale la pena que me contraten igual. Me daba risa pensar que el jurado que evaluaba las solicitudes, si es que había un jurado, se desternillaría de la risa con semejante nota. Me los imaginaba gritando: este quiere un puesto de ingeniero pero no sabe restar ni entiende de ecuaciones. Vaya pendejo.
Me estudié cuidadosamente la descripción del cargo así como el perfil del candidato que buscaban. Anoté todas las posibles preguntas que me podían hacer. Y me aprendí las palabras claves, no para entender las preguntas, tarea imposible, sino para poder atisbar posibles respuestas ante los temas de las preguntas, sin aspirar propiamente a responder. Con algunas palabras claves me las arreglaría, pensaba yo.  Todo eso lo hice, no porque sea particularmente osado, sino porque el chino me había recomendado que lo hiciera. No para obtener el trabajo, por supuesto, sino para ir aprendiendo a usar el vocabulario de la entrevista. Luego poco a poco aprendería a descifrar el inglés y podría hasta tener un trabajo de portero en una organización con el calibre y reputación del British Refugee Council. Poco a poco me insertaría y algún día podría hasta a aspirar a ser consejero para los refugiados. Vaya plan.   
Y fue así que introduje mi solicitud de empleo y competí por la posición de portero que me pareció un paso razonable. Como puedo ser portero sin entender ni pío, eso se verá. Ya me imaginaba que alguien me preguntaba dónde estaba el buzón del correo y yo le respondía que los sábados estaba cerrado, que desastre. “Pero por ahora, basta con entender a los que me hagan la entrevista”. Y luego aprenderé poco a poco. Fui a la entrevista, respondí a lo que pudieron ser las preguntas y no me salió el trabajo. Y me fui acostumbrando a la respuesta…”unfourtunately for this occasion your application was not successful…Claro, de a bola que no podía ser successful nada.
Pero la persistencia es una de las claves del triunfo, así que siguiendo la recomendación del chino, pedí el feedback. Y resultó ser que no tenía nada que ver con el hecho de que no entendí un comino de lo que me preguntaron, porque no se sorprendieron por las respuestas, sino que no tenía experiencia porteril en Inglaterra. Vaya, pues. Necesitaba haber sido portero por dos años en Inglaterra. Nada más. Como que si todo lo demás no contara.
Pocos meses después apareció otro anuncio del Refugee Council. Buscaban Project Workers, así con mayúscula lo escriben ellos, y cuando leí la descripción del cargo era requete evidente de que no podría ejercer ese oficio, pues tenía que dar asistencia y apoyo a solicitantes de asilo en Inglaterra. La descripción del cargo era bien específica, nada que ver con lo que nos dicen en Venezuela, y estuve fantaseando sobre cómo ejercería ese cargo si pudiera entender bien el inglés. Algún día será. Pues bien, decidí enviar mi solicitud. Mi intención era sobrevivir a la entrevista, ir practicando pues, y así podría tener éxito en mi posición de portero si vuelve a aparecer.
Para mi sorpresa me seleccionaron para una entrevista. Una entrevista para un cargo donde tebdrías que asesorar y abogar por la gente, ¡Qué susto! Después de muchos titubeos decidí ir, y, por supuesto, fui con el terrible miedo de hacer el gran ridículo, pero me preparé. Preparadísimo. Fui a hablar con el chino y me felicitó. Aprendí una palabra nueva, bold, osado. El mundo es de los osados, todavía pasarán dos años para que trabajes en un sitio como ese, pero por allí se empieza. Había llenado todas las planillas, escrito con detalle cada respuesta y por supuesto, mentí otra vez con lo del idioma. Y agregué otra mentira más, esto es, que tenía experiencia con solicitantes de asilo en Inglaterra. No es que fuera una mentira absoluta, pero era una exageración cósmica pues sí, sí  tenía una experiencia muy precaria, era voluntario en una organización para asilados, un poco para practicar el inglés, pero lo único que hacía allí era limpiar platos sucios, y solo lo hice un par de meses, y solo un día a la semana, y solo una media hora. Pero después de algunas reflexiones éticas y filosófica decidí que no importaba mentir, total el trabajo no me lo darían. Un entrevistador era árabe, que suerte, a ese lo pude entender. A los otros dos, no. Me hicieron 9 preguntas, entendí solo tres. Las otras las descifré un poco gracias a las palabras clave y mi estudio de la descripción del cargo y perfil de los candidatos, todo por internet, que todavía era algo novedoso.
Al llegar para la entrevista puse en práctica todas mis habilidades histriónicas probadas solo en el grupo de teatro del colegio. Efectivamente, llegué a la entrevista diciendo que me dolían los oídos porque estaba en recuperación de una condición tropical. Los entrevistadores se vieron preocupados pero les añadí en seguida que no era grave, que solo necesitaba que hablaran despacio porque oía de manera confusa, pero eso duraría solo 3 semanas. En fin, logré que me hablaran ridículamente pausado, casi con subtítulos, y de algún modo justifiqué que me repitieran las preguntas varias veces sin sentirme bobo.
La entrevista terminó, me fui a casa y me olvidé del caso. Primera entrevista para un trabajo serio y profesional. Un engaño total, pero había logrado mi objetivo. Volví a casa tomando el mismo tren que meses después tendría que tomar en esa tarde de julio cuando reconstruía toda la historia en mente. Recordaba que cuando llegué a casa me eché a reír. Risa y risa. Pensaba en lo loco que había sido al presentarme a una entrevista de trabajo sin entender el idioma y me daban ataques de carcajadas.
Pocas horas después me llamó alguien. No estaba seguro quién. Decía que era del Refugee Council. Qué angustia. Me di cuenta que era el entrevistador árabe. No lo entendía. Pero parecía que me había dicho que me ofrecían el trabajo. Obviamente no podía ser cierto. Y seguía  hablando. Qué ansiedad. No cabía duda de lo que entendía: me habían ofrecido el trabajo, cosa imposible. Le dije que iría, porque no entendía lo que me decía debido a mi dolor de oídos.
Fui. Y sí. Me ofrecieron el trabajo. Si hubiese entendido lo que me decía por teléfono, hubiera podido decir que no podía aceptar por razones personales, y ya. Pero no entendía nada y como un tonto me comprometí a ir para entender qué decía. Y sí, me ofreció el trabajo. Inmediatamente le dije que no podía porque mi comprensión del inglés era limitada. Traté de sincerarme pero el esfuerzo por ser honesto fue en vano pues me dijo que no importaba, que ya se me quitaría el problema del oído y volví a intentar la honestidad y lo corregía diciendo que el dolor no era para tanto, que el problema era que no entendía y él me dijo que si contesté bien entendiendo poco quería decir que tenía las competencias para el trabajo. No tenía remedio, o era brutalmente explícito con mi farsa o aceptaba el trabajo. La otra opción era gritar no, no y no y salir corriendo con las manos en la cabeza y pasar por loco. Tampoco podía hacer eso así que decidí aceptar mi destino. Y así fue que empecé a trabajar como asesor en un país donde no entendía lo que la gente decía. Me salté la fase de portero.
Desde el día que me nombraron Project Worker hasta el día que tenía que empezar a trabajar pasaron dos semanas. Para poder asistir a los solicitantes de asilo tenía que identificar qué problema los aquejaba y, siguiendo las regulaciones del sistema británico de asistencia a los refugiados, recomendar una solución y, con el permiso del solicitante de asilo, abogar por su resolución ante la organización gubernamental, privada o caritativa que pudiera ayudar. Así que en esas dos semanas me aprendí casi de memoria el manual con las regulaciones, leyes y listado de organizaciones con las que tenía que interactuar. La tarea no era imposible si hubiese entendido lo que la gente decía, claro. Pero yo no entendía casi nada, y no servía ni para portero o para atender un teléfono. O, como ya he dicho, solo entendía a los que hablaban el inglés tan mal  o peor que yo. Y así fue como me fui convirtiendo en impostor profesional.
El dolor de los oídos y mis dificultades auditivas lo fui extendiendo por la mayor cantidad posible de días. El entrevistador árabe, que resultó ser mi jefe, me dio un plan de entrenamiento que básicamente consistía en observar lo que un experto hacía. Yo asistía a las sesiones, escuchaba al refugiado hablar en su idioma, en aquella época normalmente kurdo o lingala, una lengua del Congo, un traductor traducía al inglés, y yo medio entendía. De allí en adelante no tenía ni idea de lo que pasaba. El project worker contestaba algo que yo no entendía, que venía traducido al kurdo, idioma que fui aprendiendo también, y luego ocurrían unas llamadas por teléfono donde el project worker hablaba del problema con alguien de alguna oficina del gobierno, quien sabe cuál. Yo ni me enteraba. Cuando tenía suerte, no me explicaban nada. Cuando tenía muy mala suerte, el project worker me explicaba y yo asentía con la cabeza, como si hubiese entendido, solo para disimular mi impostura. Que desastre.
Los días fueron pasando, y estudiando de noche qué podría haber pasado en el día, poco a poco fui descifrando algo, pero no mucho, de lo que tenía que hacer. Pero llegó el primer día que tenía que hacer algo solo. Y era por teléfono. Y era en casa. Y esa fue la tarde que caminaba hacia la estación.
La tarea era sumamente simple. Si algún policía de Leeds o de otra ciudad de esta región conseguía una persona indocumentada y potencialmente en necesidad de pedir asilo, la policía llamaría al teléfono de la oficina que ahora yo cargaba en el bolsillo. Yo lo único  tenía que hacer era atender el teléfono, llamar a un taxi, de una lista de taxis que estaban disponibles  y darle la dirección de donde estaba la persona, y el taxi recogería la persona y los llevaría a la ciudad de Liverpool a pedir asilo. Y al volver al trabajo el lunes, reportaría el suceso así el taxista venía pagado. En fin, una tontería. Una tontería para el que entiende, claro.
Así que mientras caminaba hacia la estación, tras los conatos de infartos, atropellamientos y demás trataba de convencerme que llamar a un taxi no es una tarea titánica para alguien que habla inglés por más que no entienda nada. En fin, sólo tenía que dar la dirección, no pasa nada. Y al final esperar un yes o un no, tarea no siempre fácil con el sentido del humor inglés, eso lo sabía, pero se puede sobrevivir a eso.  El problema era entender la dirección que me daba la policía en ese momento de la prehistoria, hace pocos años, cuando los GPS todavía no existían. Cómo haría?
Nasser, el entrevistador árabe que resultó ser mi jefe se reía de mí. “Claro que vas a poder, yo también lo hice”. A este punto ya él se había dado cuenta de que yo entendía muy poco, todavía no sabía que no entendía casi nada y yo había descubierto que él tampoco entendía mucho, aunque él entendía mucho más que yo, por supuesto. Se formó una cierta solidaridad de criptosordos lingüísticos. Pero yo sabía que tenía menos oportunidades que él de tener éxito en esta tarea que él logró con éxito en sus tiempos. Yo estaba seguro, en parte por mi suerte, que me tocaba uno de esos taxistas que no se les entiende nada de nada, y uno de esos policías que todavía no había descubierto los sonidos consonantes y que gritaba si uno no entiende, en lugar de hablar más despacio y cambiar las palabras que usa…
Así que caminando hacia la estación, como decía, pensaba en cómo haría para sobrevivir  y cómo enfrentaría las eventualidades que podrían pasar. Ya el jefe me había dicho que cuando mucho llamarían una o dos veces durante todo el fin de semana, y que normalmente no llamaba nadie. Tocaba el teléfono, estaba allí, y la farsa quedaría al descubierto cuando se comprobara que no era capaz ni siquiera de atender una llamada telefónica.
Pasó el viernes, y tuve suerte. Pasó el sábado y tuve suerte, y empezaba a sentir que la suerte estaba de mi lado. Y mucha suerte, porque cada hora con ese teléfono me la pagaban. Vaya.
Y el teléfono repico el domingo en la madrugada. Respondí con temor. Apenas dije el temido “good afternoon”, alguien soltó una retahíla de frases que yo sabía que eran en inglés, pero de haber sido en una película hubiera pensado que era noruego, danés o algo así. Sólo entendí una cosa y fue un “good morning”, bien acentuado, después de mi “good afternoon” mañanero , como para recordarme que todo sale mal a veces.  Cálmate, me dije, y pide la dirección. Lo hice y el tipo subió la voz, como era de esperarse, pero siempre dentro de los límites de lo que permite el decoro inglés. Emitió unos sonidos que supuse que significaban lo mismo, con las mismas palabras, pero seguía sin saber qué me decía.
Ya me había preparado para esta eventualidad. Ya había investigado cómo se decía que la línea de teléfono no estaba bien y que hablara más despacio. La frase en inglés la ensayé varias veces, pero me costó terminarla porque el tipo tenía algo que comentar, quien sabe qué. Trancó el teléfono y ni me acordé del cuento de los oídos estropeados.
Cogí aire. “Llamará de nuevo”. Al repicar, contesté de nuevo y otra vez dijo algo que yo no entendía. Seguramente me preguntaba si ahora podía oír. Así que repetí que la línea estaba mala, pero que intentara hablar despacio. Y se me olvidó de nuevo lo de los oídos. Con tono contrariado dijo algo y cortó.
Tercer intento, igual. Cuarto. Igual. Al enésimo intento, cuando ya tenía la autoestima por el suelo, pasó algo diferente. Y no fue que se me ocurrió recordar el cuento de los oídos destrozados por la lepra, sino que pensé algo un poco menos práctico. A lo mejor no era la policía, pensé, podría ser un vendedor de seguros o de planes funerarios, así que pregunté si era la policía. El policía perdió la compostura, claro, después de todas estas llamadas le pregunté si era de la policía, y claro, por primera vez oí un oficial de policía británico soltar el equivalente de una mentada de madre, a su manera, y luego, según entendí después, me dijo que era de la policía de Hull, una ciudad en el extremo oriental de Inglaterra. Yo ni sabía que esa ciudad existía así que entendí que era la policía de wool, lana. Yo no le pregunté por qué habría una policía de la lana, porque seguramente me diría que cuidaban ovejas, o algún otro chiste sarcástico, y yo ya estaba que tendría un suicidrómetro en rojo, si existiera tal aparato,  pero no me quedaba otra que flagelarme con la culpa  y encubrir mi ignorancia como estupidez,  que más remedio, quién me manda a andar de impostor, mejor me voy a otro país, y demás.
Pero todavía no había tocado fondo en mi desgracia. Cuando le pregunté a quién tenía que buscar el taxi, me dijo que eran 18, sí, 18 personas. O sea que tenía que arreglar varios taxis. Me dio la dirección y fue allí, cuando deletreaba letra por letra, que entendí que había un sitio llamado Hull.  Al terminar la llamada, miré el mapa. Todavía no existía el google maps así que fue una proeza. Y si, Hull no estaba nada cerca. Era otra ciudad, y estaba en el extremo oriental del país. Y a los presuntos refugiados había que llevarlos al extremo occidental. No es que Inglaterra sea tan grande, que no es, pero una caravana de taxis es demasiado costosa para estar cruzando el país. Y si contrataba todos esos taxis, agotaría el presupuesto anual del Refugee Council, o eso pensé. Así que tenía que improvisar una solución. Mi ascendencia latina me ayudaría. Nada de rigideces británicas de las que hablaba el chino, ahora sí que voy a mostrar mi creatividad y mi capacidad de resolver problemas.
Y fue allí que se me ocurrió que en lugar de un taxi, alquilaría un autobús aunque no tuviera dinero ni acreditación oficial. Sólo con mi teléfono y capacidad de persuasión. Cualquiera que conozca Inglaterra sabe que eso es imposible. Hoy en día ni lo intentaría. Pero la ignorancia es osada así que lo intenté y lo logré.  El cuento entero de cómo logré hacerlo sería una historia larga como una novela de Tolstoi. Me encantaría escribir la novela de cómo contraté el autobús, pero estoy escribiendo otra novela, de una refugiada venezolana, y este relato es solo un pasatiempo. Pero cuando por fin logré contratar la furgoneta-bus, a avanzadas horas de la noche, me sentí por fin orgulloso.  Todas las amarguras anteriores se endulzaron y ahora mi vida sabía al fondo azucarado de un café amargo. Y allí fue que recordé el chino con todo mi agradecimiento.
El autobús había sido alquilado y a la mañana siguiente temprano arreglaría el papeleo. El autobús costó menos que dos taxis. No sólo le ahorré el dinero a la organización de la flotilla de taxis, sino que le facilité el trabajo a la policía de Hull que no tuvo que mandar una flotilla de patrullas a seguir los taxis. Así que salí temprano de casa porque no podía esperar la hora para contar mi victoria al jefe. Tamaña victoria, pues.
Cuando venía de vuelta, desde la estación de tren hacia la oficina, puse especial atención al cruzar las calles, ahora si valía la pena preservar la vida. Mi farsa con la comprensión del inglés se compensaba con mi habilidad de negociación. Las pesadillas del viernes se cambiaron por fantasías relatando el cuento de mi éxito. Tenía razón el chino, bastaba fingir hasta hacer valer tu audacia y profesionalismo. Ya aprendería a entender mejor. El fin de semana fue un curso intensivo de inglés, pero al final le ahorré a la organización el valor de un mes de mi salario.
 Me sentí tan orgulloso que hasta me puse arrogante y, ya sin infartos ni sofocos, pensé que al pobre chino le había costado más tiempo que a mí lograr algo en Inglaterra, pero mi situación no se podía comparar. Soy un privilegiado. Pensé en la gran suerte de provenir de una familia italiana culta, con espíritu empresarial, de haber estudiado en la Universidad Católica y de tener estándares altos en la vida. Por fin dejé se sentirme como el pobre migrante que apenas entiende el idioma, sino como el depositario de una cultura milenaria y tomaba posesión de mi puesto en esta sociedad nueva. Los mismos pasos que caminé llenos de angustia el viernes, los caminaba a la inversa con orgullo y plenitud.
Cuando el jefe llegó, a la hora en punto, le conté la historia y le dio risa, pero entendí por su expresión que no le gustó. Estaba un tanto confundido. Pensé que a lo mejor su experiencia en un país árabe, sin compromiso por la eficiencia, le nublaba la capacidad de entender mi éxito. Hoy, cortando las uvas, me doy cuenta que fui un racista y me avergüenzo. El jefe me dijo que seguro yo  estaba en problemas con su jefa, Margot Cooper, quien normalmente llegaba tarde a la oficina, con su ropa de gimnasio.
Efectivamente la jefa llegó a las diez de la mañana. Salió de su oficina furiosa hacia mí, blandiendo, como si fuera una bandera, la prueba del crimen, la hoja donde estaban anotados los teléfonos de las líneas de taxi que se suponía que yo tendría que haber llamado. Me dijo, “no te dijeron que mandaras un taxi de la lista?” La pude entender gracias a la gesticulación, la hoja de papel y, como de costumbre, algunas palabras clave.

Así fue que empecé a entender que el lío en el que estaba metido no era ser un farsante, sino que la organización donde estaba era la farsante, donde no importaba hacer las cosas bien, sino hacerlas de acuerdo a las normas. No importaba lo que uno entendiera, sino lo que uno dijera. No importaba el éxito, sino el procedimiento. Y la única manera de integrarme era corrompiéndome, cosa que solo hice a medias, hasta que no lo hice más,  pero eso es tema otros cuentos. Por ahora sigo con Sofía, que es la refugiada de mi novela.

lunedì 18 marzo 2019

Susto y gusto de galleta. (Cuento de la serie "el maldito migrante")


Hoy me compré el último paquete de galletas de mantequilla por mucho tiempo. Adquirí el hábito de comprar esas galletas hace más de un año, justo cuando me diagnosticaron cáncer.

El oncólogo, en mi primera cita, había acabado con mis esperanzas de que la cosa no fuera tan grave. Me respondió claramente a mis preguntas atropelladas: “la vejiga no la vas a perder, pero la configuración del ADN del cáncer que tienes es del tipo 3, el peor. Las probabilidades de curarse son del 30%”.

Bueno, algo es algo, pensé. En realidad estaba algo contento que me dijeran que no estaba en una fase incurable, con metástasis y todo lo demás. Como buen hipocondríaco estaba preparado para lo peor. Y la idea de andar con una bolsa guindando de la correa, con todos mis meados, me asustaba y sabía que, de poder vivir así, estaría siempre solo; sin vida sexual, además, porque quién se va a calar a un viejo quecarga con una bolsa con su meado.

La tristeza era de todos modo profunda. Por supuesto que tenía esperanzas de que no fuera cáncer, pero el examen del urólogo indicaba que tenía unos hongos en la vejiga a los que les tomaron unas fotos. Yo vi los hongos de la muerte. El peor cáncer de todos, no me pregunten el nombre. Pero “podría ser otra cosa” dijo el primer médico, pero en su mirada pude leer el escepticismo de su aseveración. Fue ese día, al salir del hospital, que compré las galletas de mantequilla por primera vez. Me encantan. Y solo las compro allí.

Al hablar con el oncólogo, uno de los consuelos que tuve fue pensar que no me consiguieron esto en Venezuela, donde seguro que me moriría pronto, o ya me hubiese muerto, por falta de medicamentos para la presión alta y demás. Otro fue que no emigré a los Estados Unidos, donde esto me costaría una fortuna o tendría que batallar con los seguros, que como se sabe, son unas empresas delincuenciales y rapaces. Pero ningún consuelo me quitaba la opresión del pecho que da la tristeza de creerme listo para morir. La palabra morir es horrible. Así que las galletas de mantequilla estaban más que justificadas, sin importar que cuan alto fuera su nivel de azúcar y mi decreciente tolerancia a los lácteos.

La quimioterapia fue un paseo porque localizada. Pasé por un tratamiento horroroso donde me metían una manguera por el piripicho. Digo piripicho y no falo, o pene o pinga o machete porque el pobre era solo un piripicho atemorizado. Por allí se metía la manguera hasta llegar a la vejiga donde me inyectaban una vaina llamada BCG, en inglés, que es una especie de diablo rojo, el mismo que se usaba en Vzla para destapar cañerías. Al mearlo, dos horas después de inyectado, tenía que limpiar la poceta con cloro porque, según me explicaron, si el BCG salpica y toca a la piel de alguien se puede quemar. Vaya, y yo cargando con eso en mi vejiga por dos horas. La verdad es que en la vejiga el diablo rojo apenas se siente. Pero de allí tiene que salir y les ahorro el cuento de lo que quema esa vaina en el glande. Y ya se imaginarán como quema eso cuando pasa por las tuberías que van de la vejiga hasta afuera, pues además están maltratadas con la manguera y demás. En fin, las galletas estaban super justificadas después de reverendo abuso.

Tuve varias sesiones con esos tratamientos a lo largo de un año. Una cada semana, salvo unas semanas de reposo, por motivos que desconozco. Cada vez que veía las malévolas mangueras, catéteres en lengua médica, me aterrorizaba al pensar que me iban a pene-entrar con eso. La parte más jodida es cuando te atraviesan la próstata. Al finalizar el procedimiento me iba a la tienda de las galletas de mantequilla y las disfrutaba en camino a casa, donde tenía que esperar por hora y media hasta que podía mear y sufrir el diablo rojo recorriendo el camino inverso de las mangueras. No les sigo describiendo porque a alguno de mis panas puede que le toque esta tortura y a lo mejor termina creyendo que es peor de lo que es. Tranquilos, pan comido.

Pan comido nada. Después de varios meses de hostigamiento permanente a mi pobre falo guerrero , me avisaron que ya era hora de detener el ataque al cáncer. Los hongos se murieron, no se reprodujeron y tengo la vejiga de un bebé. Yo mismo la vi cuando me hicieron la última citoscopy, quien sabe como se dice en español. No tengo cáncer, en fin.

Por suerte no perdí el tiempo escribiendo oraciones en facebook, ni malgasté dinero en velitas, ni le rezé a ningún santo, ni a Jesusito, ni al padre, ni a la Virgen. El ateísmo mío sigue intacto. Por suerte para mis amigos no le pedí a nadie que compartiera pendejadas en facebook que solo sirven para deprimir a los demás y sobre todo no tuve la soberbia de pedirle a nadie que probara su amistad conmigo leyéndose toda la parafernalia supersticiosa que suele acompañar a estas cosas y que pasara la vergüenza de escribir amén o algo peor en los comentarios.

Tampoco me dio por meterme a comer zanahorias o limones con miel que curan el cáncer. Ni ninguna otra excentricidad esotérica. Sólo conté con la eficiente ayuda médica que es posible gracias a la ciencia que a pasos agigantados nos devela los secretos del cuerpo y la vida. La única cosa rara que hice fue disfrutar de las galletas de mantequilla en el festival diabético que me permití después de cada violación a mi pobre soldado maltrecho.

Poco a poco me fui acostumbrando al abuso a mi genitalidad que impone este tratamiento médico, así que casi que me alegraba al ir al hospital a comprar las galletas. Así que al salir del hospital hoy, cuando me dijeron que estaba curado y que solo tengo que chequerame cada seis meses, casi que me puse triste y me compré dos paquetes de galletas de mantequilla. Las más simples de todas. Me encantan.

venerdì 7 marzo 2014

¿Para donde vamos con las protestas?

La oposición venezolana tiene que entender una cosa: a este régimen hay que derrotarlo por paliza electoral, de lo contrario seguirá haciendo trampa. Y es que cualquier victoria que se logre ahora, si es que se logra alguna, tendrá que pasar, tarde o temprano, por la prueba de las elecciones nacionales, donde no parece que la oposición tenga una mayoría significativa.

Un poco de historia. La oposición ganó las últimas elecciones, por un margen muy pequeño. Pero la oposición no pudo hacer valer su mayoría debido al control férreo de las instituciones por parte gobierno. Y esto tenemos que metérnoslo en la cabeza: o es paliza o nos hacen trampa. Y hace trampa y seguirá haciéndola porque no cree en la democracia y va a usar todos los subterfugios posibles para asirse del poder.
 Así que, después de las elecciones,  Capriles se retiró a acumular fuerzas, por una parte agotando los recursos legales de la denuncia, y por otra parte consolidando los espacios de poder ya conquistados para poder avanzar en el afianzamiento de los liderazgos locales. La estrategia es la correcta para enfrentar esta dictadura de fachada democrática y electoral. A partir de allí, el problema principal ya no es el gobierno, sino la oposición.
Por una parte hay una oposición que quisiera una solución militar. El sector militarista de la oposición, que no tiene expresión en el liderazgo de la oposición,  no ofrece una solución y son solo un estorbo en la lucha política.  Ellos tienen que entender que los militares son, en este país de 1800 generales, la clase dominante del país, junto a la burocracia del gobierno. En consecuencia,  una solución militarista sería solo capaz de substituir la burocracia bolivariana por una burocracia  tecnocrática en el mejor de los casos. Ya para ganar apoyo popular, la tecnocracia militarista probablemente sería significativamente similar a la chavista. La ceguera anticomunista de sectores de la oposición militarista no les permite intuir esta realidad que nadie quiere. Muy pocos quieren substituir el madurismo por el pinochetismo.
Hay otro sector opositor, democrático incontinente, que quiere inmolarse en las calles hasta que cambie el régimen. La estrategia de la salida tiene un rol fundamental que la oposición moderada no suele reconocer: al mostrarle los dientes al gobierno, hace la represión difícil. Sí, hay represión contra los manifestantes, pero no hay la represión sistemática que existe en países como Cuba o anteriormente en el cono Sur,  donde el estado se mete en la casa de noche y te desaparece.  Pueden disparar, pueden encarcelar a algunos, pueden incluso montar un sistema de espionaje masivo, pero la gente en la calle desacredita la capacidad represiva del Estado, pierde el miedo, y por lo tanto es posible que la oposición se organice , exista y avance.
A pesar de las virtudes que tiene, el problema de esta forma de resistencia radical es que no se da cuenta de algo muy fundamental. La Venezuela urbana se divide en dos clases subjetivas: los que se autocalifican pueblo, y viven en barrios, y los que se autocalifan clase media, y viven en urbanizaciones.Y la resistencia cívica en las urbanizaciones no suma respaldo en los barrios, porque las banderas que levanta no provienen del barrio. Y los barrios son, y seguirán siendo, la mitad de la población. Por lo tanto sus avances no conducen a una batalla electoral victoriosa que consolide la victoria que se logre ahora. A menos que se logre consolidar la libertad de los presos políticos, que no es poco pedir, y es una precondición para que la lucha democrática continúe.
Y esta lucha democrática  tiene que nacer del barrio, desde donde se aspira a la modernidad. No se trata de llegar a los barrios, como dicen, sino de respaldar la emergencia del deseo de participar en una sociedad moderna, con acceso tanto a empleo, educación  y vivienda como  a bienes y servicios de calidad. 

domenica 17 gennaio 2010

Encuentro con la diosa (cuento)





Cuando la vi en el ascensor, entendí que mi vida sería miserable a partir de ese momento. Era ella. La primera vez que la vi fue una semana antes, cuando todavía no sabía en qué líos me metería. Estaba allí, justo en la acera de enfrente de mi edificio, en pleno casco urbano donde vivo, despachando risas contagiosas, mientras caminaba alegre con unas amigas. Bella, sensual y vivaz a más no poder. Se detuvo a comprar algo, verduras, frutas en un abasto. Yo me quedé en la acera de enfrente, viéndola. Todavía no sabía lo que me pasaría a partir de la semana siguiente.
Mi problema es la mandíbula asimétrica que tengo, la nariz un poco doblada, qué se yo. Es algo que se ve, y que está mal. O a lo mejor es algo que no se ve, pero debería verse. No sé. Las mujeres se fijan en tipos con más músculos, con la mandíbula más masculina, con la nariz derecha, y sobre todo, sin cerebro y con dinero. Y por eso me quedé viéndola desde la acera de enfrente, de lejos, tratando de no molestar. Yo estaba embelesado con su piel tostada. Con las caderas anchas de mulata y piernas carnosas y fuertes de tenista. Cintura era impecablemente estrecha y sus pechos medianos y naturales. Su rostro delgado y elegante y facciones de la misteriosa India contrastaba con su risa sonora y expresión pícara.
Miraba de lejos porque mi problema es que no soy galán, como mi amigo Gonzalo. El dice “qué bella estás hoy” y la bella, y me refiero a cualquier mujer bella de este planeta, se siente venerada y responde. Yo, en cambio, si digo “que bella estas hoy” entonces la bella me mira con cara de “ocupa tu puesto”, si es que me mira. Si el piropo se lo suelto a una amiga entonces el “ocupa tu puesto” es aún más descorazonador. Me dice, “gracias amigo”. Lo de “amigo” significa, que quede claro: “no se toca”. Amigo significa, tienes la boca torcida y te quiero mucho, muchísimo pero “contigo no”. Lizmary, Isabel, Ana Isabel, Ana María, todas amigas. Ninguna se podía tocar. Todas me dijeron, en algún momento, “amigo”. Por eso no puedo empezar una conversación con un cumplido. Tengo que hacer una pregunta. ¿Pero cuál?
Nunca sé por dónde empezar. Siempre he sido un tipo convencional, nunca rompo las normas. Me adapto para no molestar, y hago un gran esfuerzo para no llamar la atención. Me aterra decir cosas tontas en las fiestas y asiento cuando no sé qué me dicen porque igual sé que nadie dice nada interesante, pero yo sé que yo tampoco. No llego tarde para no disculparme, porque mis excusas pueden ser horrorosamente embarazosas. Y no soporto que se burlen de mí y por eso intento no discutir: me sumo a la mayoría y permanezco en silencio. Soy cobarde, además. Tan cobarde que hasta me asusto cuando veo una película y un personaje osa hacer algo indebido y podría ser descubierto por su amante. Lo mío serían los amores seguros, si existieran. Por eso cuando la vi y noté lo que sentí, me sentí perdido, era la hora de la perdición. No me podía pasar como en todos mis amores pasados. Esta vez algo tenía que pasar o seguiría hasta la muerte en este apartamentico caraqueño con vista al Avila.
Este tipo de cosas ocupaban mi mente. No por casualidad cuando la vi en el ascensor perdí la respiración como me pasa siempre cuando tengo una mujer hermosa en frente mío. No sé si soy un pervertido, un imbécil, un enfermo, un morboso. Así soy yo. No sé bien lo que digo, si es que digo algo, tampoco sé lo que pienso, porque no sé ni siquiera sé si pienso. Sólo siento el corazón acelerado, el pecho caliente, las ideas confusas, el miembro preparándose para un ataque que no ocurrirá. Un desperdicio de energía. Pero esta vez fue algo diferente. Me armé de fuerza y, cuando la vi en el ascensor, logré decir una frase. Esta vez sí, por fin, una pregunta heroica:
“¿A qué piso vas?”
“Al quinto….me acabo de mudar”.
Ya sé que a Gonzalo se le habría ocurrido algo mejor, más varonil. Pero eso me bastó. De hecho, me clavó la mirada. Con ternura, amor, deseo. El ascensor se detuvo en el cuarto piso. Me bajé y dije “hasta luego”. “Hasta luego”, dijo.
Le hablé. Me atreví. A la mismísima mujer más bella del mundo, a la mas divina. A la de la mirada pícara. “Al quinto…me acabo de mudar”. El momento se repitió una y otra vez en mi recuerdo. Mientras conseguía las llaves de mi apartamento. Mientras abría la puerta. Mientras entraba. Cuando entré. Y todo el resto de la noche: “al quinto…me acabo de mudar”. La mirada intensa, eso fue lo que me desconcertó. No fue mirada de “amigo”, no. Había fuego. ¿Habrá sido producto de mi imaginación? me pregunté, pero no, no pude ser. Nadie mira así sin querer decir algo. Y además ¿qué quiso decir con me acabo de mudar? ¿Que la visite? ¿Que le suba unos limones, que le pida azúcar? ¿Que simplemente le diga, hola, estoy a la orden vivo abajo, apartamento 42?
si, eso es”, pensaba, “voy arriba, le toco el timbre y le digo, hola, vivo abajo y estoy a la orden”. Y allí es donde empieza el problema, porque en vez de pensar lo que iba a hacer, empezaba a imaginarme lo que quería que ocurriera, esto es, me regodeaba pensando que me decía, “sí, que amable, pasa adelante, tómate un café….y al rato se me desnuda enfrente y me invita a un polvo. No joda, eso es lo que me pasa siempre, tengo una mente fantasiosa, no hago planes, me monto unas películas de cosas que no pasan. Pura imaginación. Nada.”
Allí di con el gran paso. “Eso es. Subo y le digo que estoy a la orden. A lo macho… porque de pronto no es la mandíbula desencajada, ni la nariz ladeada, sino ese modo de ser tan poco agresivo, tan respetuoso, tan poco viril. No tiene sentido biológico. La hembra busca la determinación del macho y yo vengo con estas mariconerías y por eso las mujeres se espantan, me salen con el <> o peor aún con el <>, especialmente las bellas, porque son las que pueden escoger y no me van a escoger a mi si ando babeado, tartamudo y demás”.
Busqué las llaves, la billetera, me puse colonia, no mucha, mi mejor camisa, pantalón recién planchado. Abrí la puerta con energía. “Ahora soy otro. A partir de hoy, duro. Determinado. Fuerte. Seguro. Macho. O cambio o me quedo célibe para siempre. O le echas bolas o no tiras nunca”. Salí. Cerré la puerta. Me volteé y miré con confianza de triunfador el pasillo que terminaba en las escaleras hacia el quinto piso. Di tres pasos y me sentía un triunfador, y justo cuando iba a subir, uff, me entró un calorón de pronto. “Verga subir así como así a la casa de la diosa, así como si nada, como se me ocurre. Y menos sudando. En fin, que subiría pero no si el cuerpo no me responde y me pongo a sudar. Y me dan palpitaciones, además. Mejor me regreso. Un pajazo y se me quita esta angustia. Eso es”. Y volví a casa.
Me fui a la ducha directo. Descargué el exceso de energía. Traté de ver la televisión y no pude concentrarme en nada. “Eres un estúpido, un güevón, un pajúo. Tienes 25 años y no has tocado mujer. Increíble. Y seguirás así. Mejor me tiro por la ventana y me mato. O me tiro a los rieles del metro. No joda. Mejor me voy a la casa de la diosa, ahora mismo. Tomé llave, billetera, colonia, todo igual que antes. Llegué hasta las escaleras”. Subí. “Y ahora me tocaba tocar el timbre”. Pensé un rato. “Toco el primero, si no es entonces el otro, y el otro, hasta que doy con el que es”.
Justo en ese momento, qué más podía esperarse, me entró otra vez el calor en el pecho, la taquicardia. El sudor. “Uff, así no se puede, mejor espero un poquito”. Me regresé a la escalera y decidí esperar a que por un milagro se abriera la puerta.
Y de pronto ocurrió. Empecé a escuchar el ruido de las llaves contra la cerradura. Me escondí un poco un poco debajo de las escaleras para ver la escena, y aparentar que subía por accidente. “Eso sería perfecto, ella sale y yo me le aparezco ocupado en otra cosa pero la veo y aparento sorpresa, sorpresa agradable claro, y le digo hola, otra vez, que casualidad, por cierto vivo debajo de ti y estoy a la orden. Si necesitas algo me dices. Coño, otra vez el calor, el pecho, la taquicardia. Me voy a morir de un infarto, no joda y todavía sin tirar. Nada. La cerradura se desbloqueó. Abrió la puerta, y escuché el rechinar de las bisagras. Se cerró. La taquicardia iba a ritmo de infarto pero sin infarto porque era muy joven para eso y total que miré bien. No era ella. Era otro vecino. “Nada. Esperaré más.”
Esperé casi una hora. Pensé de todo y de pronto escuché el ruido inconfundible que hace nuestro ascensor cuando se detiene. “a lo mejor es ella, quien sabe, a lo mejor salió a comprar frutas y vuelve y ahora va a su casa, justo ahora. Yo aparento que vengo subiendo por casualidad y digo hola, que tal, otra vez nos cruzamos, que casualidad. Y ella me invita, y entro a su casa”. Más taquicardia y calorón. Se abrió el ascensor”. No era ella.
Seguí esperando en las escaleras. “Ya la veré. No puede ser a la primera. Todos los amores tienen sus historias, y a lo mejor la que me toca es esta”. Pensaba, es decir, fantaseaba cosas, porque eso es lo que me pasa, que en vez de pensar cosas, fantaseo, y las fantasías sustituyen a la realidad y entonces no me encargo de cambiar la realidad porque no me siento terriblemente frustrado al imaginarme la realidad distinta. “Pero las cosas no pueden seguir siendo así, tengo ya 25 años y no he tocado mujer alguna y es verdad que las fantasías están disponibles siempre, pero quiero una mujer real, que me quiera de verdad, que pueda hacer de todo con ella y sobre todo, que me pida que le haga de todo”.
Al despertarme al día siguiente decidí que el acecho iba con todos los hierros. Compré galletas de soda, leche de larga duración, unas botellas de agua y puse todo en el pasillo ya que no podía perder tiempo entrando en la casa para buscar comida. Esos minutos eran valiosísimos. Además decidí no preocuparme si los vecinos me veían allí, con un montón de bolsas. Pero igual consideré conveniente que no me notaran acampado para que no me preguntaran. “No vaya a ser que justo en ese momento aparezca ella y algún inoportuno me pregunte si me he mudado al pasillo o a las escaleras”. Del resto, todo igual con los vecinos, los calorones y las taquicardias. Y ella nada. Así son las diosas, pensaba, justo voy al baño y ella se va….o viene.
El jueves decidí que no iría al baño. Bueno, la necesidad fisiológica no se puede evitar pero ir al baño es otra cosa. Así que tenía varias botellas de gaseosas donde podía rápidamente orinar y luego echar por el bajante de la basura. “Caben cinco litros de meado. Perfecto”. Pensé que había ganado un tiempo valiosísimo en guardia. Y la diosa no aparecía.
El lunes por la mañana llamé a la oficina. “Tengo una infección gravísima, les llevo el parte médico: Me dieron reposo de una semana”. Me creyeron así que la semana siguiente se repitió, al menos de lunes a sábado. Al domingo siguiente todo cambió. Bajé a comprar jamón, queso y pan, mi nueva dieta de comida rápida que me permitía seguir con mi acecho. Al entrar al edificio noté que ella venía. Caminaba desenvuelta, contoneándose. Miraba hacia los lados sin detener su atención por nada. Dos semanas de cacería y ella se aparece por accidente, y así. Mejor, pensé. Me hice el que buscaba las llaves para darle tiempo a que llegara. Y al llegar, no conseguí las llaves, ni las palabras. Ella simplemente abrió la puerta y entró. La seguí hasta el ascensor donde entró ella también y rápidamente le dije:
Al quinto piso ¿verdad?”
Sí. ¿Cómo lo sabes?
Me contaste hace dos semanas que te acababas de mudar…”
Ahh si…es verdad. Pero no estuve en casa estas dos semanas. Qué divino”.
Divino… ¿Y por qué? le pregunté.
Mi luna de miel” me dijo.
Me pareció injusto. Ella me miró y dijo: no hay nada que hacer: está escrito. A mí esos comentarios esotéricos me parecen tontos, pero le seguí el juego y me explicó: todo lo que hacemos está escrito en un cuento que escribió Fabrizio. El está chiflado y quiso que el cuento termine así. No hay nada que hacer.
Entró a su casa y me quedé afuera pensando que si ella tenía razón entonces lo único que tenía que hacer era seguir esperando en el pasillo. A lo mejor la historia tiene otro final. El tal Fabrizio podría estar chiflado, pero a lo mejor se apiadaba de mí.
Esperé y esperé y nada. Quise tocarle la puerta e invitarla a escaparse de esta historia, decirle que si no salía de su apartamento desaparecería de allí, sin ni siquiera morirse. Pero no pude. Algo superior me lo impidió.