Después de matar a Charlotte me tuve que plantear el problema práctico de qué hacer con el cadáver. Obviamente no lo puedo dejar podrirse pues el olor alarmaría a los vecinos, quien sabe con qué consecuencias. Y fue allí, cavando la fosa en medio de la noche, que apareció mi hija, Fabiana, que casi se desmaya del susto. Y no es para menos.
-Pero papá, qué
haces?
-Lo que ves. Una tumba.
Es una puta rata inglesa. Qué quieres que haga. Le reventé la cabeza y se le
salieron los sesos. Alli tiene su brexit.
-Ay Dios-.Dijo estupefacta.
Y que se note que
Dios no es una invocación frecuente en mi familia desde hace generaciones. Mi
hija es atea, yo también, su madre fue perdiendo la fe; mis padres furibundos
ateos y creo que dos de mis abuelos, por
no mencionar un bisabuelo que fue excomulgado.
-Ay Dios.-
Repitió, y miró al cadáver.
-A todo cochino
le llega su sábado. Y a esta rata inglesa también.- Le dije
-La mataste así
no más?- dijo horrorizada. -Te has vuelto racista, además.
-Se llamaba
Charlotte,- y le di un palazo en la cabeza, le dije para fastidiarla.
Hay cosas más
importantes que contar en esta historia, pero mientras voy cavando un hoyo en
el jardín para enterrar el cadáver, me pasa de todo por la cabeza y es que ya
es la segunda vez que me acusa de racismo. Y me da rabia. Igual me pregunto si
mi racismo es igual al de los blancos ingleses porque ocurre en una estructura
de poder donde estoy en el polo dominado. En fin, ser racista cuando eres de la
raza dominante es justificar una estructura de poder, ser racista y estar
segregado y explotado es otra cosa, pienso. Y lo pienso de nuevo y me digo que racismo es racismo, no importa lo
demás, ser víctima no justifica ser victimario. Los violadores fueron víctimas
de abusos sexuales de niños, se sabe, pero muchas víctimas se hacen resilientes
y bondadosas, así que el racismo retaliativo no vale, está mal, no se
justifica, pensaba, mientras terminaba
el hoyo rápidamente.
Llegó una ráfaga de viento frío, maldito clima
inglés, así que empujé el cadáver al hoyo, no me ocupé de taparlo. Me metí en
casa y me devolví al sofá, mi lugar de reflexión preferido. Recostado
horizontal en el sofá, con la cabeza en un posabrazo y los pies sobre el otro,
que es como toca acomodarse para reflexionar después de haber hecho algo
trascendente, sobre todo, después de haber acabado una vida, por pequeña y
irrelevante que fuera. Y me puse a pensar en el asunto.
Traté de
recordar donde empezó lo del racismo, y no fue de pronto. Ocurrió poco a poco,
pero el día del referéndum por el Brexit fue un momento crucial. Aquella mañana,
cuando supe los resultados del referéndum, salí a la calle, quería dar una
vuelta por el centro de la ciudad, y no podía evitar clavar mi mirada sobre
cada viejo que aparecía a mi vista. Si era gordo, había votado por Brexit. Ese
era mi estereotipo de los que votan por Brexit, son viejos gordos y diabéticos.
Y brutos. Pero poco a poco fue cambiando mi paradigma, ampliándose el rango de
los brexiteros hasta que cada inglés blanco que veía era un votante de Brexit.
Y que quede claro, para mí un votante de
Brexit no es una categoría social o una etiqueta sociológica sujeta a
verificación empírica. No. Para mí un votante de Brexit es un bicho que votó
para que yo me vaya de este país, para que no moleste su vista con mi presencia,
para que no trabaje aquí, para que no cobre por mi trabajo, para que no
califique a los trabajos que él quiere, para que no haga la cola en el médico,
ni en el supermercado, ni ante la luz roja del semáforo. En fin, el Brexit se
convirtió en la negación de mi existencia y en consecuencia convirtió mis
fracasos y frustraciones personales en rechazo y odio. Y seguía en el sofá,
recordando.
Antes,
cuando tenía un buen trabajo, iba camino a mi oficina a Leeds, y siempre me
topaba en la estación de tren con las portadas del Daily Mail, un periódico con
pocas simpatías hacia los extranjeros, excepto en su tiempo por Hitler y
Mussolini hasta que entraron en guerra. Yo
en mi camino al trabajo miraba los titulares de ese tabloide con la frialdad
del analista social y no con la pasión del explotado. Como un biólogo mira la
lucha entre una araña y una avispa, no más. En ese diario, un día leías un
titular que decía que los extranjeros eran unos vagos que vivían de la seguridad
social y al día siguiente el titular era que los extranjeros le roban los
trabajos a los ingleses aborígenes. Extranjero es malo, trabaje o no;
simplemente, por existir. Y tomaba nota de la disonancia. Pero para mí el Daily
mail no dejaba de ser algo más que una mera curiosidad antropológica.
Pero alguna
vez tragué el anzuelo. Y no es para menos. Todavía recuerdo un titular que me
obligó a detenerme a leer de que se trataba. “40 millones de polacos iban a
venir a Inglaterra, y no caben”. Vi el titular apenas bajé del tren y me sacó
de mis ensoñaciones matutinas. Yo pensé que había habido una explosión nuclear
en Rusia, o algo así, y ya empezaba a pensar cómo hacer para arreglar un cuarto
para recibir mi cuota de refugiados polacos. Me detuve en el siguiente kiosko y
leí el texto de la noticia: resulta que Polonia ingresaba a la Unión Europea, y
según el periódico, era el fin del país, pues 40 millones de polacos vendrían a
aprovecharse del sistema. Vaya si son exagerados!
Y yo, con la frialdad del
analista político, me preguntaba si tendría lectores ese periódico que promovía
una idea del mundo en el cual la raza humana se divide en dos, los que tuvieron
la suerte de nacer en Inglaterra y las hordas salvajes que esperan la
oportunidad para residenciarse en la campiña inglesa a costa de los
trabajadores británicos. Con el tiempo descubrí que sí tenía lectores, y vaya
que si no. Pero seguía viendo la noticia con el humor y la frialdad que permite
la distancia.
Pero los
años fueron pasando. Los trabajos profesionales fueron desapareciendo para mi,
quedé desempleado a los 50 años, que no es fácil. No me quedó más alternativa que ir a trabajar
a una fábrica, como obrero fabril, sin calificaciones. Tuve que aprender a
disimular que sabía varios idiomas, que tenía un título y demás, porque los
empleadores detestan a los sobrecalificados.
Y aprendí a
cortar uvas a toda velocidad. Un transportador trae unas cajas con racimos de
uvas y yo tengo que recoger la caja, de unos diez kilos, bajarla del
transportador, ponerla en la mesa, que debo haber previamente limpiado o
mantenido razonablemente limpia, abrir la caja, quitar los papeles de
protección de las uvas, echar el papel en los pipotes de papel reciclado, tomar
unas tijeras que están incómodamente atadas con una cadena a una mesa, levantar
un racimo de uvas, recortarlo. Tengo que tomar unas cajitas de plástico, y si
no hay cajitas irlas a buscar en un extremo del galpón, abrir la caja y traer
las cajitas, despegarlas, porque las muy malparidas a veces están pegadas, tomar
una cajita, meter un racimo de cuatrocientos gramos dentro de la cajita de
plástico, pesarla, esperar que un medida diga si pesa lo correcto, well done,
indica si pesa bien, y si pesa mas de de cuatrocientos gramos, quitar uvitas, y
si pesa menos, agregar uvitas, pero máximo tres racimos, porque ese es el
criterio de calidad. Y finalmente meter
la cajita de uvas en un transportador que a veces está lleno con otras cajitas
que han sido llenadas por otros obreros, en fin, esperar, como si esperar fuera
fácil en esa corredera, y luego meter la cajita con los racimos de
cuatrocientos gramos, empujarla en el
transportador y finalmente tomar las cajas grandes de uvas que están
vacías y ponerlas en otro transportador. En fin, toda esa tarea de lograr que
una cajita pese cuatrocientos gramos se debe lograr en algo así como 20
segundos. Y todo esto para que unos viejos mañosos se coman las uvas que vienen
metidas en cajitas de plástico que solo sirven para contaminar el ambiente. Y
los viejos mañosos, para rematar el colmo de los males, tal como vine a saber
después, votarían por Brexit tiempo después, para que yo no existiera.
Con todo y
eso, el primer día en aquella fábrica estaba feliz y asustado. Feliz porque por
fin podría pagar los costos de mi existencia, incluyendo una temible tarjeta de
crédito. Pero al ver la velocidad de los operarios entré en pánico pues pensé
que jamás podría ser tan veloz como ellos. Son jóvenes y yo viejo, así que aprenden
todos esos movimientos de la mano y el ojo a una velocidad que no puedo
reproducir, mucho menos durante tantas horas.
El primer
día estuve varias horas tratando de descubrir el algoritmo de la máquina para
lograr que mi velocidad fuera mayor. Tenía que hacerlo o perdía el trabajo, otro trabajo y terminaba mendigando en el metro de londres o de París. Échale pichón Fabrizio. Cosas sencillas como trucos de movimiento
para poder contar dos veces la misma cajita, cosa que solo tendría que hacer
cada 5 cajitas, según la cuenta que saqué no si dificultad, para mantener el
promedio de velocidad aceptable. El momento de cambiar las cajas era el momento
adecuado para la doble contabilidad. Estuve experimentando, y funcionaba.
Pero igual
miraba a los otros operarios y quedaba maravillado con la fluidez de sus
movimientos comparados con mis torpes procedimientos para tomar las tijeras,
cortar, contar y demás. Claro, pensaba, ellos se dedican a trabajar y no a
pensar cómo hacer trampa. Soy un ejemplo de profecía que se cumple a sí misma,
pienso que no voy a poder sobrevivir, y en lugar de aprender, observo, me
acomplejo y busco hacer trampa, educación venezolana, en fin, también observo y
busco ser eficiente, también educación venezolana, y qué voy a hacer en el metro de paris si no se cantar, y mientras pienso y tomo
decisiones retraso mis movimientos así que voy lento, luego me muevo a toda
velocidad para compensar, no como estos operarios que se mueven con
desenvoltura robótica a la velocidad de las máquinas, pobre de mí, pensaba, no
voy a poder pagar la tarjeta ni las cuotas de nada, pero pensaba y observaba más y es que también notaba
que son más jóvenes, por eso son tan ágiles, es como aprender un deporte de
viejo. Tranquilo Fabrizio, que los viejos tenemos menos inteligencia fluida
pero mejores estrategias metacognitivas, así que tengo que pensar bien, de algo
debe haber servido haber estudiado tanto y en fin, seguía observando y noté que
la máquina sacaba el promedio de la velocidad pero no hacía los ajustes
necesarios para descontar el tiempo perdido porque la máquina se detenía a cada
rato. Y se detenía al menos cinco minutos cada media hora porque se atascaban
las cajitas en alguna parte. Coño, como voy a ser tan veloz si la puta máquina
se detiene?. Qué abusadores los putos ingleses! Así que hice el amago de
recoger algo en el piso, me agaché y miré los cables debajo de la mesa y noté
donde estaba el enchufe y el interruptor así que si la pesa se apaga, saca la
cuenta de la velocidad de nuevo, que es como reducir el denominador de la
ecuación del algoritmo, y Eureka, cuando se atasque la maquina se me cae un
guante, recojo algo del piso y santo remedio. Santo remedio! Eso mejoró mi
promedio. Qué bien. Puedo trabajar aquí,
pagar la tarjeta y la comida. y nada de ir a cantar el alma llanera en el metro de París.
El segundo
día trabajando allí fue cuando vi por primera vez a la gerente de casco rojo
que me haría la vida imposible, Charlotte. La muy perra. Yo estaba concentrado
en lograr la velocidad requerida para cumplir con la meta que los cascos blancos
exigen de los cascos verdes. No es fácil concentrarse pues los casco blanco
caminan por los pasillos donde están las mesas de los cortadores de uvas y
gritan y gritan. Las fábricas del siglo XXI no son tan distintas a las del
inicio de la revolución industrial. Los capataces desdentados gritaban y gritaban.
Hoy, los maquinistas, de casco blanco, gritan que hay que apurarse, gritan “hurry
up”, gritan “come on” guys, vamos muchachos. El que grita manda, el que está
debajo, obedece y calla. Y el único
indicio de que no estamos en el siglo XIX es que de vez en cuando te dicen “well
done”, obviamente resultado de los cursitos de motivación que deben tomar, y yo
me pregunto si los que dan esos cursitos habrán estudiado algo de psicología de
la personalidad, o teorías cognitivas, supongo que no. A mi el
puto well done me humilla más que los gritos, sobra explicar el porqué, por qué
va a ser? Porque me recuerda adonde estoy. Andaba yo pensando en este tipo de
cosas cuando apareció Charlotte, la super generala, la que mencioné antes que
me hizo la vida imposible. Caminaba a paso lento, como para reafirmar que le
bastaba una mirada para notar los errores de nosotros los idiotas de casco
verde. A un lado caminaba un supervisor de casco azul, y al otro un casco
blanco, aterrados de lo que pudiera descubrir la generala. Se detuvo un segundo
frente a mi mesa, miró mi promedio, que por supuesto estaba infladito gracias a
mis trucos criollos, me dijo, you are good, well done.
Mi
respuesta fue obvia.
-“You are
good”, un coño, pendeja, que si yo valgo algo no es por cortar las uvas sino
por bacilarme tu maquinita de medición de productividad.- me provocó decirle,
pero yo no soy ni remotamente así de grosero, ni mucho menos así de ágil con la palabra, simplemente no se
me ocurrió nada, mi respuesta, la única que pude dar, fue solo osar mirarla una fracción de segundo, o menos, ya que un segundo después ella
ya había terminado con su supervisión de mi mesa y había iniciado su paso
triunfante hacia otra mesa, frente erguida y mentón levantado, en pose
mussoliniana, como para asegurarse que mirar desde arriba a los más altos, que eran muchos y de países nórdicos de los que nunca había oido nada como Estonia, Lituania.
Aliviado
por haber pasado la prueba de la velocidad promedio revisada por un casco rojo,
la máxima jerarquía de la fábrica, ya me podía dedicar a mi siguiente objetivo
en este trabajo, a saber, conservar mi maltrecha salud mental. Y por supuesto, mi
destartalado cerebro necesita recordatorios de que estoy escribiendo la novela
de Sofía, basada en la historia real de mi amiga venezolana que pidió asilo
aquí, en este país que desprecia a los extranjeros, en fin, que cada
experiencia me dice cómo pudieron ser sus experiencias. Me autoimpuse la tarea
de contar la historia de la diáspora venezolana, al menos de lo que me tocó
ver, y por más que corte uvas, aquí estoy, echando el cuento. Miré
cuidadosamente al trabajador que seguía concentrado en frente mío. El
seguramente era más rápido que yo, pero su promedio, el pobre, era apenas
suficiente para sobrevivir. Igual quise aprovechar la oportunidad para saber qué
clase de gente pudo conocer Sofía en su estadía en el mercado laboral. Estaba listo
pues para mi entrevista en profundidad, sociología en acción. Listo para
entender la vida del camarada obrero de enfrente. Busqué una frase para romper
el hielo.
-Hard job.-
Dije alto y me le quedé viendo.
Subió la
mirada, me miró y no dijo nada.
-Hard job,- repetí,- Isn´t it?
Me miró otra vez.
-How long have you been doing this job.- dije, intentando
otra vez abrir una conversación.
-Me coming tomorrow,
-me dijo muy seguro de si -Me English,no English. Me coming tomorrow, no English,
me sorry.
Las dificultades
comunicativas no mejoraron con mis siguientes intentos de hablar, así que me
puse a reflexionar, en medio de la cortadera de uvas, agarradera de cajas y demás,
en fin, pensé que tenía que practicar técnicas específicas para mejorar la
velocidad de mi trabajo, eso me permitiría tener conversaciones más fructíferas
cuando alguien hablara inglés y así entrevistar gente, aprender de sus vidas y
demás. Pero más que mejorar la velocidad para satisfacer la empresa lo que
ocurrió fue que recordé a Bandura, de cuando estudié procesos de
aprendizajes, y me vinieron a la mente
sus procesos de automatización cognitiva,
así que me quedó claro que si automatizaba movimientos eficientes entonces
tendría la mente libre para pensar, como cuando se maneja un carro. Y por más
que cuando uno aprenda a conducir y anda hecho un lío con embrague, luces de
cruce, no cruzar los brazos, frenar, poner velocidades y demás, cuando los
procesos se automatizan se puede salir a pasear en carro. Sí se puede,
tranquilo Fabrizio, vendrás a trabajar y cobrar por pensar en tu novela, que
escribirás después. Y lo más importante, nada de ir a declamar el alma llanera en el metro de Londres. A la literatura pues.
El primer paso
para escribir la novela es tener tiempo para pensar y lo primerísimo pues aprender a tirar las cajitas sobre los
transportadores. Así ahorro unos segundos. Empecé a tirarlas desde un
centímetro, luego dos, luego tres, luego cuatro. Ya al final de la noche del
día siguiente podía tirar, desde la mesa, la cajita llena de uvas con la fuerza
exacta para que cayera en el transportador sin derramar nada. Todo un arte. Lo que
hay que hacer en esta vida.
Igual hice con el
arte de agarrar las cajas del transportador. Aprendí a tomarlas al mismo tiempo
que las abría con los pulgares, con la fuerza mínima para que cayeran en la
mesa en el lugar exacto donde las necesitaba. Horas y horas de práctica. También
aprendí, con el mismo procedimiento a tirar los papeles en el pipote de
reciclaje. Más horas y horas de práctica, no sin cierta intelectualización del
procedimiento. Y lo más importante de todo, aprendí a reconocer, de solo verlo,
el tamaño de un racimo de uvas de cuatrocientos gramos. Eso me tomó una semana
entera, porque los racimos son a veces más frondosos, más ralos, las uvas con
más agua pesan más que las más fibrosas, en fin, aprendí un montón de
pistoladas que a nadie le interesan pero que me permitieron cortar las uvas con
más precisión y velocidad que los futuros robots japoneses que vendrán a
dejarme desempleado.
Fue así que por
fin logré ser el cortador más rápido que se haya visto en la historia de de
aquella fábrica. Aplicando la combinación de mis trucos criollos con la super
eficacia que había estado ensayando podía ser tan rápido como los que hacían
trampa descaradamente pesando varias veces la misma cajita. Solo que a ellos
los descubrían y la combinación de eficiencia y viveza me hacían imbatible.
De pronto pasó otra vez la generala con el casco rojo, Charlotte, con su pose mussoliniana que parecía decidida a hacerme la vida imposible. Se detuvo a ver cómo trabajaba. Yo sé muy bien que con el poder de su voto puede acabar con mi vida y con el poder de su cargo puede despedirme por cualquier minucia. Y allí estaba tratando de ver por qué era tan rápido. Se quedó casi diez minutos mirando mi velocidad. Imbatible, por supuesto. Los trucos criollos los usaba para tener algunos reposos, pues lo había ensayado todo, si crees que soy pendejo te equivocaste chirulí, y allí estaba ymantenía la velocidad promedio record, a la velocidad que lograba con eficiencias sin trampa. Estaba protegido para que no me descubrierarn. Y así fue. Se quedó allí y el indicador estaba firme. 3,6 cestas por minuto. Me miró a la cara y me dijo. Muy bien, muy rápido, well done.
De pronto pasó otra vez la generala con el casco rojo, Charlotte, con su pose mussoliniana que parecía decidida a hacerme la vida imposible. Se detuvo a ver cómo trabajaba. Yo sé muy bien que con el poder de su voto puede acabar con mi vida y con el poder de su cargo puede despedirme por cualquier minucia. Y allí estaba tratando de ver por qué era tan rápido. Se quedó casi diez minutos mirando mi velocidad. Imbatible, por supuesto. Los trucos criollos los usaba para tener algunos reposos, pues lo había ensayado todo, si crees que soy pendejo te equivocaste chirulí, y allí estaba ymantenía la velocidad promedio record, a la velocidad que lograba con eficiencias sin trampa. Estaba protegido para que no me descubrierarn. Y así fue. Se quedó allí y el indicador estaba firme. 3,6 cestas por minuto. Me miró a la cara y me dijo. Muy bien, muy rápido, well done.
Pero llegó un
lote de uvas nuevas. Era un lote que se había medio podrido. Y ahora no solo
había que cortar sino que quitar las uvas con moho y cortar las podridas. Obviamente
había que poner más atención y como consecuencia cortar más despacio. Obvio
digo yo, que no soy inglés pero otra cosa pasa por la mente de la gente que
pesa en libras, piedras y onzas.
Pasó un casco
blanco, mesa por mesa, a decirnos que tuviésemos cuidado, que las uvas con moho
había que quitarlas. Que revisaramos bien, que lo importante era la calidad. Yo
tomé nota y empecé a mirar con cuidado para hacer lo que me pedían y dejé de
prestarle atención al medidor de velocidad. Al rato pasó otro, de casco azul, y
gritaba que había que ir más rápido. Pues empecé a ir más rápido, al igual que
los otros trabajadores. Al rato pasó mesa por mesa otro de casco anaranjado,
que así se trajean los controladores de calidad, mostrándonos a todos un racimo
de uvas recortado y listo en su cajita, con moho por todas partes. “Inaceptable”.
Yo no podía estar más de acuerdo, así que le puse más atención a que no pasaran
las cajitas con uvas putrefactas, mohosas y envenenadas. No pasaron ni diez
minutos que vino otra vez el casco azul a decirnos que fuéramos más rápido. Yo
le pregunté si estaba consciente que el casco naranja nos había pedido poner más
atención. El me dijo que claro que había que poner atención e ir más rápido. Frente
a la disyuntiva decidí ir más rápido porque al fin y al cabo la velocidad la
miden y la atención no. Pero volvió a pasar el de casco blanco a decir que le pusiéramos
atención a la calidad de las uvas, que las uvas podridas no se pueden vender,
son inaceptables. Yo le hice caso, ya fastidiado, y le dije que su jefe pasaba
por aquí pidiendo más velocidad. Me dijo que sí, que ambas cosas. Seguí trabajando
a toda mecha. Pero luego pasó otra vez el casco anaranjado a regañarnos por la
calidad inaceptable. Iba mesa por mesa preguntando compraría ud unas uvas como estas?
En tono pedagógico preguntaba que es más importante la calidad o la cantidad? Decidí
hacerle caso, pues, ya es un tema de ética. Pero volvió a pasar el de casco
azul, esta vez con una variante, pues decía con tono de quien arrea ganado, que
había que mantener los estándares de velocidad si se quiere conservar el
trabajo. Vale, la ética pal carajo, ya me botaron de bastantes lados por andar
haciendo lo correcto, así que le hago caso al casco azul, pero no pude
resistirme. Le dije, oye, pero se tienen que poner deacuerdo, o vamos rápido o
ponemos más atención. El tipo respondió que ambas cosas. Yo, para entrar que
razonara, le pregunté, si manejas y ves una señal de conducir con cuidado aumentas
o disminuyes la velocidad? El me dijo que el pone más atención cuando va
rápido. La noche iba pasando entre los arreos de unos
y los regaños de los otros. A cierto punto el casco azul vino a mi mesa y me
preguntó:
- qué tal? o como sea que se traduzca como what´s up. Creo que estaba fastidiado de que le hubiese hecho el comentario, a lo mejor lo entendió varias horas después, qué se yo. Pero no pude resistirme y le dije que si querían que quitáramos las uvas malas, debían aceptar que tendríamos que trabajar más despacio. Rebuznó y dijo algo en el típico dialecto yorkshire y a la distancia vi que no tan lejos caminaba la generala. Tiempo de acabar con este absurdo, pensé.
- qué tal? o como sea que se traduzca como what´s up. Creo que estaba fastidiado de que le hubiese hecho el comentario, a lo mejor lo entendió varias horas después, qué se yo. Pero no pude resistirme y le dije que si querían que quitáramos las uvas malas, debían aceptar que tendríamos que trabajar más despacio. Rebuznó y dijo algo en el típico dialecto yorkshire y a la distancia vi que no tan lejos caminaba la generala. Tiempo de acabar con este absurdo, pensé.
Le hice el amago
a Charlotte, la generala, que quería hablar con ella. Me miró sorprendida y
miró rápidamente al casco azul como quien dice “qué querrá este plebeyo?” Le
comenté que estábamos recibiendo instrucciones contradictorias, unos nos pedían
de trabajar con rapidez y otros con cuidado, más lentamente. No me terminó de
escuchar. Le preguntó al casco azul qué pasaba, como si yo fuese incapaz de
expresarme.
Casco azul hizo su resumen ejecutivo, esto es, le
dijo que yo no quería seguir las instrucciones. Así que yo intenté explicarle
que las instrucciones no eran claras pero la generala me interrumpió y me
repitió exactamente el discurso del casco azul. Le dije que sí, que no tenía
problema en ser rápido y quería añadir que sin embargo no podría poner la
atención que pedían, pero no pude terminar la frase pues me interrumpió otra
vez para decirme que tenía que escuchar, no que hablar, que tenía que seguir
las instrucciones, no que andar respondiendo y siguió con el discurso,
repetido, que tuve que oír obedientemente. Luego le pregunté, cuales
instrucciones, las de ahora o las del casco blanco, quería decir, pero no pude
porque me interrumpió y con toda la insolencia me pidió que la siguiera.
Y la seguí por
pasillos y mas pasillos con propaganda institucional, instrucciones de cómo
limpiarse las manos, índices de productividad, empleados del mes, fotos de los
jefes sonriendo, que solo sonríen en esas fotos, por cierto, porque en el
trabajo solo gruñen y arrean ganado, pasé por mas pasillos, subí escaleras, vi
mas instrucciones de cómo se lavan las manos, hasta que llegué a la puerta, la
puerta para salir. Le pidió al portero que llamara al representante de la
agencia que me contrata y al jefe mayor del almacén. Hizo una llamada por
teléfono y el portero me comentó que cada vez que la generala llevaba a alguien
hasta allí y llamaban a los jefazos era para botar a alguien.
-Cada cuanto pasa?
Pregunté
-Un par de veces
por semana,
-Ok, estoy
botado, que carajo.
Cuando el jefe de
los jefes de casco rojo llegó, la generala le explicó brevemente que yo no
seguía instrucciones, ni quería hacerlo. El jefe de los jefes la escuchó
impaciente y me dijo que si no quería seguir instrucciones no podía trabajar en
la empresa. Traté de explicarle algo, pero me interrumpió para repetirme el
discurso de la generala. Traté de decir algo, pero no pude porque me pidieron
que hiciera caso. Luego el representante
de la agencia se hizo visible, creo que estaba tras de mi, y me repitió el
discurso de la generala, reforzando que no podría trabajar allí, y que tenía
que aprender a escuchar y yo con ganas de decirle que los había escuchado a
todos decir lo mismo pero ellos no me habían escuchado a mi, pero no dije nada,
todavía, simplemente no conseguí el espacio.
Ya me veía yo
incrementando otra vez el debito en mi tarjeta de crédito, jodido con todas las
cuentas por pagar, buscando trabajo a diestra y siniestra y sin ninguna
esperanza de poder defenderme en este juicio sumario en la puerta de la
empresa. Ya el jefe de los jefazos de casco rojo me indicaba la puerta y le
hizo el amago al representante de la agencia para que hiciera el papeleo y
logré decirle algo.
-Puedo hacer una
pregunta?
Se me ocurrió
hacer una pregunta podría permitirme hablar, y así fue. El jefe de los jefazos,
en tono magnánimo me dijo que por supuesto, como cree que no puede preguntar
nada.
Qué instrucciones
debo seguir si un jefe me dice una cosa y el otro jefe me dice lo contrario?
Que quieres decir?
Me preguntó mientras Charlotte rebuznaba con desprecio e incrementaba su expresión
mussoliniana.
Pues unos me
piden que vaya rápido y otros me piden que ponga atención a las uvas podridas.
Los del casco naranja y blanco son muy serios cuando nos piden que trabajemos
con cuidado.
El jefe de los
jefazos se volteó a mirar a Charlotte, la generala, y esta que se había puesto
casi tan roja como su casco. Inmediatamente respondió:
-Es que eso no es
lo único, es que este trabajador es el más lento de todos, nunca logra mantener
el ritmo.
-No es cierto
-dije firmemente- y puedo mantener la velocidad alta y eso está registrado en
el sistema.
Charlotte, la
generala, movió la cabeza de lado a lado y me pidió que no le gritara.
El agente de la
agencia también me dijo que no gritara, que aprendiera a respetar.
Y el jefe de los
jefazos me dijo que tenía que respetar pero que por esta noche me podría quedar
si mantenía la velocidad mínima. En fin, no me botaron. Y por fin vi la cara de
la derrota en Charlotte, la generala.
Volví al almacén
de las uvas. Mantuve la velocidad firmemente por encima del máximo, casi el triple
de lo normal y, gracias a todos mis experimentos, todo fue sin hacer trampa. Terminó
la noche y fui a casa. Victoria.
Pero la venganza
de la generala vendría después. Otro cuento. Por lo pronto ese día volví a casa
y Fabiana, mi hija, estaba despertándose para ir quien sabe adónde. Estaba aterrada
porque había vuelto a ver un ratón que se metía en nuestra cocina. Tenemos un
gato que no se molesta en atraparlo porque sale corriendo cuando lo ve. El
ratón se ve inofensivo y hasta simpático. Pero toca atraparlo porque se pasea
por toda la cocina y quién sabe si se mete entre los platos. Esa noche le conté
a Fabiana lo que me había pasado con la generala y ella bautizó al ratoncito como
la rata Charlotte. El apodo lo maldijo,
al pobre, y lo maté de un escobazo por la cabeza y lo enterré en el jardín,
para evitar los malos olores. Y allí fue cuando mi hija me llamó racista.