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martedì 18 giugno 2019

Crimen sin castigo (cuento de la serie el maldito migrante)



Después de matar a Charlotte me tuve que plantear el problema práctico de qué hacer con el cadáver. Obviamente no lo puedo dejar podrirse pues el olor alarmaría a los vecinos, quien sabe con qué consecuencias. Y fue allí, cavando la fosa en medio de la noche, que apareció mi hija, Fabiana, que casi se desmaya del susto. Y no es para menos.
-Pero papá, qué haces?
-Lo que ves. Una tumba. Es una puta rata inglesa. Qué quieres que haga. Le reventé la cabeza y se le salieron los sesos. Alli tiene su brexit.
-Ay Dios-.Dijo estupefacta.
Y que se note que Dios no es una invocación frecuente en mi familia desde hace generaciones. Mi hija es atea, yo también, su madre fue perdiendo la fe; mis padres furibundos ateos  y creo que dos de mis abuelos, por no mencionar un bisabuelo que fue excomulgado.
-Ay Dios.- Repitió, y miró al cadáver.
-A todo cochino le llega su sábado. Y a esta rata inglesa también.-  Le dije
-La mataste así no más?- dijo horrorizada. -Te has vuelto racista, además.
-Se llamaba Charlotte,- y le di un palazo en la cabeza, le dije para fastidiarla.
Hay cosas más importantes que contar en esta historia, pero mientras voy cavando un hoyo en el jardín para enterrar el cadáver, me pasa de todo por la cabeza y es que ya es la segunda vez que me acusa de racismo. Y me da rabia. Igual me pregunto si mi racismo es igual al de los blancos ingleses porque ocurre en una estructura de poder donde estoy en el polo dominado. En fin, ser racista cuando eres de la raza dominante es justificar una estructura de poder, ser racista y estar segregado y explotado es otra cosa, pienso. Y lo pienso de nuevo y me digo que racismo es racismo, no importa lo demás, ser víctima no justifica ser victimario. Los violadores fueron víctimas de abusos sexuales de niños, se sabe, pero muchas víctimas se hacen resilientes y bondadosas, así que el racismo retaliativo no vale, está mal, no se justifica, pensaba, mientras  terminaba el hoyo rápidamente.
 Llegó una ráfaga de viento frío, maldito clima inglés, así que empujé el cadáver al hoyo, no me ocupé de taparlo. Me metí en casa y me devolví al sofá, mi lugar de reflexión preferido. Recostado horizontal en el sofá, con la cabeza en un posabrazo y los pies sobre el otro, que es como toca acomodarse para reflexionar después de haber hecho algo trascendente, sobre todo, después de haber acabado una vida, por pequeña y irrelevante que fuera. Y me puse a pensar en el asunto.
Traté de recordar donde empezó lo del racismo, y no fue de pronto. Ocurrió poco a poco, pero el día del referéndum por el Brexit fue un momento crucial. Aquella mañana, cuando supe los resultados del referéndum, salí a la calle, quería dar una vuelta por el centro de la ciudad, y no podía evitar clavar mi mirada sobre cada viejo que aparecía a mi vista. Si era gordo, había votado por Brexit. Ese era mi estereotipo de los que votan por Brexit, son viejos gordos y diabéticos. Y brutos. Pero poco a poco fue cambiando mi paradigma, ampliándose el rango de los brexiteros hasta que cada inglés blanco que veía era un votante de Brexit. Y que quede claro,  para mí un votante de Brexit no es una categoría social o una etiqueta sociológica sujeta a verificación empírica. No. Para mí un votante de Brexit es un bicho que votó para que yo me vaya de este país, para que no moleste su vista con mi presencia, para que no trabaje aquí, para que no cobre por mi trabajo, para que no califique a los trabajos que él quiere, para que no haga la cola en el médico, ni en el supermercado, ni ante la luz roja del semáforo. En fin, el Brexit se convirtió en la negación de mi existencia y en consecuencia convirtió mis fracasos y frustraciones personales en rechazo y odio. Y seguía en el sofá, recordando.
Antes, cuando tenía un buen trabajo, iba camino a mi oficina a Leeds, y siempre me topaba en la estación de tren con las portadas del Daily Mail, un periódico con pocas simpatías hacia los extranjeros, excepto en su tiempo por Hitler y Mussolini hasta que entraron en guerra.  Yo en mi camino al trabajo miraba los titulares de ese tabloide con la frialdad del analista social y no con la pasión del explotado. Como un biólogo mira la lucha entre una araña y una avispa, no más. En ese diario, un día leías un titular que decía que los extranjeros eran unos vagos que vivían de la seguridad social y al día siguiente el titular era que los extranjeros le roban los trabajos a los ingleses aborígenes. Extranjero es malo, trabaje o no; simplemente, por existir. Y tomaba nota de la disonancia. Pero para mí el Daily mail no dejaba de ser algo más que una mera curiosidad antropológica.
Pero alguna vez tragué el anzuelo. Y no es para menos. Todavía recuerdo un titular que me obligó a detenerme a leer de que se trataba. “40 millones de polacos iban a venir a Inglaterra, y no caben”. Vi el titular apenas bajé del tren y me sacó de mis ensoñaciones matutinas. Yo pensé que había habido una explosión nuclear en Rusia, o algo así, y ya empezaba a pensar cómo hacer para arreglar un cuarto para recibir mi cuota de refugiados polacos. Me detuve en el siguiente kiosko y leí el texto de la noticia: resulta que Polonia ingresaba a la Unión Europea, y según el periódico, era el fin del país, pues 40 millones de polacos vendrían a aprovecharse del sistema. Vaya si son exagerados! 
Y yo, con la frialdad del analista político, me preguntaba si tendría lectores ese periódico que promovía una idea del mundo en el cual la raza humana se divide en dos, los que tuvieron la suerte de nacer en Inglaterra y las hordas salvajes que esperan la oportunidad para residenciarse en la campiña inglesa a costa de los trabajadores británicos. Con el tiempo descubrí que sí tenía lectores, y vaya que si no. Pero seguía viendo la noticia con el humor y la frialdad que permite la distancia.
Pero los años fueron pasando. Los trabajos profesionales fueron desapareciendo para mi, quedé desempleado a los 50 años, que no es fácil.  No me quedó más alternativa que ir a trabajar a una fábrica, como obrero fabril, sin calificaciones. Tuve que aprender a disimular que sabía varios idiomas, que tenía un título y demás, porque los empleadores detestan a los sobrecalificados.
Y aprendí a cortar uvas a toda velocidad. Un transportador trae unas cajas con racimos de uvas y yo tengo que recoger la caja, de unos diez kilos, bajarla del transportador, ponerla en la mesa, que debo haber previamente limpiado o mantenido razonablemente limpia, abrir la caja, quitar los papeles de protección de las uvas, echar el papel en los pipotes de papel reciclado, tomar unas tijeras que están incómodamente atadas con una cadena a una mesa, levantar un racimo de uvas, recortarlo. Tengo que tomar unas cajitas de plástico, y si no hay cajitas irlas a buscar en un extremo del galpón, abrir la caja y traer las cajitas, despegarlas, porque las muy malparidas a veces están pegadas, tomar una cajita, meter un racimo de cuatrocientos gramos dentro de la cajita de plástico, pesarla, esperar que un medida diga si pesa lo correcto, well done, indica si pesa bien, y si pesa mas de de cuatrocientos gramos, quitar uvitas, y si pesa menos, agregar uvitas, pero máximo tres racimos, porque ese es el criterio de calidad.  Y finalmente meter la cajita de uvas en un transportador que a veces está lleno con otras cajitas que han sido llenadas por otros obreros, en fin, esperar, como si esperar fuera fácil en esa corredera, y luego meter la cajita con los racimos de cuatrocientos gramos, empujarla en el  transportador y finalmente tomar las cajas grandes de uvas que están vacías y ponerlas en otro transportador. En fin, toda esa tarea de lograr que una cajita pese cuatrocientos gramos se debe lograr en algo así como 20 segundos. Y todo esto para que unos viejos mañosos se coman las uvas que vienen metidas en cajitas de plástico que solo sirven para contaminar el ambiente. Y los viejos mañosos, para rematar el colmo de los males, tal como vine a saber después, votarían por Brexit tiempo después, para que yo no existiera.
Con todo y eso, el primer día en aquella fábrica estaba feliz y asustado. Feliz porque por fin podría pagar los costos de mi existencia, incluyendo una temible tarjeta de crédito. Pero al ver la velocidad de los operarios entré en pánico pues pensé que jamás podría ser tan veloz como ellos. Son jóvenes y yo viejo, así que aprenden todos esos movimientos de la mano y el ojo a una velocidad que no puedo reproducir, mucho menos durante tantas horas.
El primer día estuve varias horas tratando de descubrir el algoritmo de la máquina para lograr que mi velocidad fuera mayor. Tenía que hacerlo o perdía el trabajo, otro trabajo y terminaba mendigando en el metro de londres o de París. Échale pichón Fabrizio. Cosas sencillas como trucos de movimiento para poder contar dos veces la misma cajita, cosa que solo tendría que hacer cada 5 cajitas, según la cuenta que saqué no si dificultad, para mantener el promedio de velocidad aceptable. El momento de cambiar las cajas era el momento adecuado para la doble contabilidad. Estuve experimentando, y funcionaba.
Pero igual miraba a los otros operarios y quedaba maravillado con la fluidez de sus movimientos comparados con mis torpes procedimientos para tomar las tijeras, cortar, contar y demás. Claro, pensaba, ellos se dedican a trabajar y no a pensar cómo hacer trampa. Soy un ejemplo de profecía que se cumple a sí misma, pienso que no voy a poder sobrevivir, y en lugar de aprender, observo, me acomplejo y busco hacer trampa, educación venezolana, en fin, también observo y busco ser eficiente, también educación venezolana, y qué voy a hacer en el metro de paris si no se cantar, y mientras pienso y tomo decisiones retraso mis movimientos así que voy lento, luego me muevo a toda velocidad para compensar, no como estos operarios que se mueven con desenvoltura robótica a la velocidad de las máquinas, pobre de mí, pensaba, no voy a poder pagar la tarjeta ni las cuotas de nada, pero  pensaba y observaba más y es que también notaba que son más jóvenes, por eso son tan ágiles, es como aprender un deporte de viejo. Tranquilo Fabrizio, que los viejos tenemos menos inteligencia fluida pero mejores estrategias metacognitivas, así que tengo que pensar bien, de algo debe haber servido haber estudiado tanto y en fin, seguía observando y noté que la máquina sacaba el promedio de la velocidad pero no hacía los ajustes necesarios para descontar el tiempo perdido porque la máquina se detenía a cada rato. Y se detenía al menos cinco minutos cada media hora porque se atascaban las cajitas en alguna parte. Coño, como voy a ser tan veloz si la puta máquina se detiene?. Qué abusadores los putos ingleses! Así que hice el amago de recoger algo en el piso, me agaché y miré los cables debajo de la mesa y noté donde estaba el enchufe y el interruptor así que si la pesa se apaga, saca la cuenta de la velocidad de nuevo, que es como reducir el denominador de la ecuación del algoritmo, y Eureka, cuando se atasque la maquina se me cae un guante, recojo algo del piso y santo remedio. Santo remedio! Eso mejoró mi promedio. Qué bien.  Puedo trabajar aquí, pagar la tarjeta y la comida. y nada de ir a cantar el alma llanera en el metro de París.
El segundo día trabajando allí fue cuando vi por primera vez a la gerente de casco rojo que me haría la vida imposible, Charlotte. La muy perra. Yo estaba concentrado en lograr la velocidad requerida para cumplir con la meta que los cascos blancos exigen de los cascos verdes. No es fácil concentrarse pues los casco blanco caminan por los pasillos donde están las mesas de los cortadores de uvas y gritan y gritan. Las fábricas del siglo XXI no son tan distintas a las del inicio de la revolución industrial. Los capataces desdentados gritaban y gritaban. Hoy, los maquinistas, de casco blanco, gritan que hay que apurarse, gritan “hurry up”, gritan “come on” guys, vamos muchachos. El que grita manda, el que está debajo, obedece y calla.  Y el único indicio de que no estamos en el siglo XIX es que de vez en cuando te dicen “well done”, obviamente resultado de los cursitos de motivación que deben tomar, y yo me pregunto si los que dan esos cursitos habrán estudiado algo de psicología de la personalidad, o teorías cognitivas, supongo que no.   A mi el puto well done me humilla más que los gritos, sobra explicar el porqué, por qué va a ser? Porque me recuerda adonde estoy. Andaba yo pensando en este tipo de cosas cuando apareció Charlotte, la super generala, la que mencioné antes que me hizo la vida imposible. Caminaba a paso lento, como para reafirmar que le bastaba una mirada para notar los errores de nosotros los idiotas de casco verde. A un lado caminaba un supervisor de casco azul, y al otro un casco blanco, aterrados de lo que pudiera descubrir la generala. Se detuvo un segundo frente a mi mesa, miró mi promedio, que por supuesto estaba infladito gracias a mis trucos criollos, me dijo, you are good, well done.
Mi respuesta fue obvia.
-“You are good”, un coño, pendeja, que si yo valgo algo no es por cortar las uvas sino por bacilarme tu maquinita de medición de productividad.- me provocó decirle, pero yo no soy ni remotamente así de grosero, ni mucho menos así de ágil con la palabra, simplemente no se me ocurrió nada, mi respuesta, la única que pude dar,  fue solo osar mirarla una fracción de  segundo, o menos, ya que un segundo después ella ya había terminado con su supervisión de mi mesa y había iniciado su paso triunfante hacia otra mesa, frente erguida y mentón levantado, en pose mussoliniana, como para asegurarse que mirar desde arriba a los más altos, que eran muchos y de países nórdicos de los que nunca había oido nada como Estonia, Lituania.
Aliviado por haber pasado la prueba de la velocidad promedio revisada por un casco rojo, la máxima jerarquía de la fábrica, ya me podía dedicar a mi siguiente objetivo en este trabajo, a saber, conservar mi maltrecha salud mental. Y por supuesto, mi destartalado cerebro necesita recordatorios de que estoy escribiendo la novela de Sofía, basada en la historia real de mi amiga venezolana que pidió asilo aquí, en este país que desprecia a los extranjeros, en fin, que cada experiencia me dice cómo pudieron ser sus experiencias. Me autoimpuse la tarea de contar la historia de la diáspora venezolana, al menos de lo que me tocó ver, y por más que corte uvas, aquí estoy, echando el cuento. Miré cuidadosamente al trabajador que seguía concentrado en frente mío. El seguramente era más rápido que yo, pero su promedio, el pobre, era apenas suficiente para sobrevivir. Igual quise aprovechar la oportunidad para saber qué clase de gente pudo conocer Sofía en su estadía en el mercado laboral. Estaba listo pues para mi entrevista en profundidad, sociología en acción. Listo para entender la vida del camarada obrero de enfrente. Busqué una frase para romper el hielo.
-Hard job.- Dije alto y me le quedé viendo.
Subió la mirada, me miró y no dijo nada.
-Hard job,- repetí,- Isn´t it?
Me miró otra vez.
-How long have you been doing this job.- dije, intentando otra vez abrir una conversación.
-Me coming tomorrow, -me dijo muy seguro de si -Me English,no English. Me coming tomorrow, no English, me sorry.
Las dificultades comunicativas no mejoraron con mis siguientes intentos de hablar, así que me puse a reflexionar, en medio de la cortadera de uvas, agarradera de cajas y demás, en fin, pensé que tenía que practicar técnicas específicas para mejorar la velocidad de mi trabajo, eso me permitiría tener conversaciones más fructíferas cuando alguien hablara inglés y así entrevistar gente, aprender de sus vidas y demás. Pero más que mejorar la velocidad para satisfacer la empresa lo que ocurrió fue que recordé a Bandura, de cuando estudié procesos de aprendizajes,  y me vinieron a la mente sus  procesos de automatización cognitiva, así que me quedó claro que si automatizaba movimientos eficientes entonces tendría la mente libre para pensar, como cuando se maneja un carro. Y por más que cuando uno aprenda a conducir y anda hecho un lío con embrague, luces de cruce, no cruzar los brazos, frenar, poner velocidades y demás, cuando los procesos se automatizan se puede salir a pasear en carro. Sí se puede, tranquilo Fabrizio, vendrás a trabajar y cobrar por pensar en tu novela, que escribirás después. Y lo más importante, nada de ir a declamar el alma llanera en el metro de Londres. A la literatura pues.
El primer paso para escribir la novela es tener tiempo para pensar y lo primerísimo pues aprender a tirar las cajitas sobre los transportadores. Así ahorro unos segundos. Empecé a tirarlas desde un centímetro, luego dos, luego tres, luego cuatro. Ya al final de la noche del día siguiente podía tirar, desde la mesa, la cajita llena de uvas con la fuerza exacta para que cayera en el transportador sin derramar nada. Todo un arte. Lo que hay que hacer en esta vida.
Igual hice con el arte de agarrar las cajas del transportador. Aprendí a tomarlas al mismo tiempo que las abría con los pulgares, con la fuerza mínima para que cayeran en la mesa en el lugar exacto donde las necesitaba. Horas y horas de práctica. También aprendí, con el mismo procedimiento a tirar los papeles en el pipote de reciclaje. Más horas y horas de práctica, no sin cierta intelectualización del procedimiento. Y lo más importante de todo, aprendí a reconocer, de solo verlo, el tamaño de un racimo de uvas de cuatrocientos gramos. Eso me tomó una semana entera, porque los racimos son a veces más frondosos, más ralos, las uvas con más agua pesan más que las más fibrosas, en fin, aprendí un montón de pistoladas que a nadie le interesan pero que me permitieron cortar las uvas con más precisión y velocidad que los futuros robots japoneses que vendrán a dejarme desempleado.
Fue así que por fin logré ser el cortador más rápido que se haya visto en la historia de de aquella fábrica. Aplicando la combinación de mis trucos criollos con la super eficacia que había estado ensayando podía ser tan rápido como los que hacían trampa descaradamente pesando varias veces la misma cajita. Solo que a ellos los descubrían y la combinación de eficiencia y viveza me hacían imbatible. 
De pronto pasó otra vez la generala con el casco rojo, Charlotte, con su pose mussoliniana que parecía decidida a hacerme la vida imposible. Se detuvo a ver cómo trabajaba. Yo sé muy bien que con el poder de su voto puede acabar con mi vida y con el poder de su cargo puede despedirme por cualquier minucia. Y allí estaba tratando de ver por qué era tan rápido. Se quedó casi diez minutos mirando mi velocidad. Imbatible, por supuesto. Los trucos criollos los usaba para tener algunos reposos, pues lo había ensayado todo, si crees que soy pendejo te equivocaste chirulí, y allí estaba ymantenía la velocidad promedio record, a la velocidad que lograba con eficiencias sin trampa. Estaba protegido para que no me descubrierarn. Y así fue. Se quedó allí  y el indicador estaba firme.  3,6 cestas por minuto. Me miró a la cara y me dijo. Muy bien, muy rápido, well done.
Pero llegó un lote de uvas nuevas. Era un lote que se había medio podrido. Y ahora no solo había que cortar sino que quitar las uvas con moho y cortar las podridas. Obviamente había que poner más atención y como consecuencia cortar más despacio. Obvio digo yo, que no soy inglés pero otra cosa pasa por la mente de la gente que pesa en libras, piedras y onzas.
Pasó un casco blanco, mesa por mesa, a decirnos que tuviésemos cuidado, que las uvas con moho había que quitarlas. Que revisaramos bien, que lo importante era la calidad. Yo tomé nota y empecé a mirar con cuidado para hacer lo que me pedían y dejé de prestarle atención al medidor de velocidad. Al rato pasó otro, de casco azul, y gritaba que había que ir más rápido. Pues empecé a ir más rápido, al igual que los otros trabajadores. Al rato pasó mesa por mesa otro de casco anaranjado, que así se trajean los controladores de calidad, mostrándonos a todos un racimo de uvas recortado y listo en su cajita, con moho por todas partes. “Inaceptable”. Yo no podía estar más de acuerdo, así que le puse más atención a que no pasaran las cajitas con uvas putrefactas, mohosas y envenenadas. No pasaron ni diez minutos que vino otra vez el casco azul a decirnos que fuéramos más rápido. Yo le pregunté si estaba consciente que el casco naranja nos había pedido poner más atención. El me dijo que claro que había que poner atención e ir más rápido. Frente a la disyuntiva decidí ir más rápido porque al fin y al cabo la velocidad la miden y la atención no. Pero volvió a pasar el de casco blanco a decir que le pusiéramos atención a la calidad de las uvas, que las uvas podridas no se pueden vender, son inaceptables. Yo le hice caso, ya fastidiado, y le dije que su jefe pasaba por aquí pidiendo más velocidad. Me dijo que sí, que ambas cosas. Seguí trabajando a toda mecha. Pero luego pasó otra vez el casco anaranjado a regañarnos por la calidad inaceptable. Iba mesa por mesa preguntando compraría ud unas uvas como estas? En tono pedagógico preguntaba que es más importante la calidad o la cantidad? Decidí hacerle caso, pues, ya es un tema de ética. Pero volvió a pasar el de casco azul, esta vez con una variante, pues decía con tono de quien arrea ganado, que había que mantener los estándares de velocidad si se quiere conservar el trabajo. Vale, la ética pal carajo, ya me botaron de bastantes lados por andar haciendo lo correcto, así que le hago caso al casco azul, pero no pude resistirme. Le dije, oye, pero se tienen que poner deacuerdo, o vamos rápido o ponemos más atención. El tipo respondió que ambas cosas. Yo, para entrar que razonara, le pregunté, si manejas y ves una señal de conducir con cuidado aumentas o disminuyes la velocidad? El me dijo que el pone más atención cuando va rápido.   La noche iba pasando entre los arreos de unos y los regaños de los otros. A cierto punto el casco azul vino a mi mesa y me preguntó:
- qué tal? o como sea que se traduzca como what´s up. Creo que estaba fastidiado de que le hubiese hecho el comentario, a lo mejor lo entendió varias horas después, qué se yo.  Pero no pude resistirme y le dije que si querían que quitáramos las uvas malas, debían aceptar que tendríamos que trabajar más despacio. Rebuznó y dijo algo en el típico dialecto yorkshire y a la distancia vi que no tan lejos caminaba la generala. Tiempo de acabar con este absurdo, pensé.
Le hice el amago a Charlotte, la generala, que quería hablar con ella. Me miró sorprendida y miró rápidamente al casco azul como quien dice “qué querrá este plebeyo?” Le comenté que estábamos recibiendo instrucciones contradictorias, unos nos pedían de trabajar con rapidez y otros con cuidado, más lentamente. No me terminó de escuchar. Le preguntó al casco azul qué pasaba, como si yo fuese incapaz de expresarme.
Casco azul  hizo su resumen ejecutivo, esto es, le dijo que yo no quería seguir las instrucciones. Así que yo intenté explicarle que las instrucciones no eran claras pero la generala me interrumpió y me repitió exactamente el discurso del casco azul. Le dije que sí, que no tenía problema en ser rápido y quería añadir que sin embargo no podría poner la atención que pedían, pero no pude terminar la frase pues me interrumpió otra vez para decirme que tenía que escuchar, no que hablar, que tenía que seguir las instrucciones, no que andar respondiendo y siguió con el discurso, repetido, que tuve que oír obedientemente. Luego le pregunté, cuales instrucciones, las de ahora o las del casco blanco, quería decir, pero no pude porque me interrumpió y con toda la insolencia me pidió que la siguiera.
Y la seguí por pasillos y mas pasillos con propaganda institucional, instrucciones de cómo limpiarse las manos, índices de productividad, empleados del mes, fotos de los jefes sonriendo, que solo sonríen en esas fotos, por cierto, porque en el trabajo solo gruñen y arrean ganado, pasé por mas pasillos, subí escaleras, vi mas instrucciones de cómo se lavan las manos, hasta que llegué a la puerta, la puerta para salir. Le pidió al portero que llamara al representante de la agencia que me contrata y al jefe mayor del almacén. Hizo una llamada por teléfono y el portero me comentó que cada vez que la generala llevaba a alguien hasta allí y llamaban a los jefazos era para botar a alguien.
-Cada cuanto pasa? Pregunté
-Un par de veces por semana,
-Ok, estoy botado, que carajo. 
Cuando el jefe de los jefes de casco rojo llegó, la generala le explicó brevemente que yo no seguía instrucciones, ni quería hacerlo. El jefe de los jefes la escuchó impaciente y me dijo que si no quería seguir instrucciones no podía trabajar en la empresa. Traté de explicarle algo, pero me interrumpió para repetirme el discurso de la generala. Traté de decir algo, pero no pude porque me pidieron que hiciera caso.  Luego el representante de la agencia se hizo visible, creo que estaba tras de mi, y me repitió el discurso de la generala, reforzando que no podría trabajar allí, y que tenía que aprender a escuchar y yo con ganas de decirle que los había escuchado a todos decir lo mismo pero ellos no me habían escuchado a mi, pero no dije nada, todavía, simplemente no conseguí el espacio.
Ya me veía yo incrementando otra vez el debito en mi tarjeta de crédito, jodido con todas las cuentas por pagar, buscando trabajo a diestra y siniestra y sin ninguna esperanza de poder defenderme en este juicio sumario en la puerta de la empresa. Ya el jefe de los jefazos de casco rojo me indicaba la puerta y le hizo el amago al representante de la agencia para que hiciera el papeleo y logré decirle algo.
-Puedo hacer una pregunta?
Se me ocurrió hacer una pregunta podría permitirme hablar, y así fue. El jefe de los jefazos, en tono magnánimo me dijo que por supuesto, como cree que no puede preguntar nada.
Qué instrucciones debo seguir si un jefe me dice una cosa y el otro jefe me dice lo contrario?
Que quieres decir? Me preguntó mientras Charlotte rebuznaba con desprecio e incrementaba su expresión mussoliniana.
Pues unos me piden que vaya rápido y otros me piden que ponga atención a las uvas podridas. Los del casco naranja y blanco son muy serios cuando nos piden que trabajemos con cuidado.
El jefe de los jefazos se volteó a mirar a Charlotte, la generala, y esta que se había puesto casi tan roja como su casco. Inmediatamente respondió:
-Es que eso no es lo único, es que este trabajador es el más lento de todos, nunca logra mantener el ritmo.
-No es cierto -dije firmemente- y puedo mantener la velocidad alta y eso está registrado en el sistema.
Charlotte, la generala, movió la cabeza de lado a lado y me pidió que no le gritara.
El agente de la agencia también me dijo que no gritara, que aprendiera a respetar.
Y el jefe de los jefazos me dijo que tenía que respetar pero que por esta noche me podría quedar si mantenía la velocidad mínima. En fin, no me botaron. Y por fin vi la cara de la derrota en Charlotte, la generala.
Volví al almacén de las uvas. Mantuve la velocidad firmemente por encima del máximo, casi el triple de lo normal y, gracias a todos mis experimentos, todo fue sin hacer trampa. Terminó la noche y fui a casa. Victoria.
Pero la venganza de la generala vendría después. Otro cuento. Por lo pronto ese día volví a casa y Fabiana, mi hija, estaba despertándose para ir quien sabe adónde. Estaba aterrada porque había vuelto a ver un ratón que se metía en nuestra cocina. Tenemos un gato que no se molesta en atraparlo porque sale corriendo cuando lo ve. El ratón se ve inofensivo y hasta simpático. Pero toca atraparlo porque se pasea por toda la cocina y quién sabe si se mete entre los platos. Esa noche le conté a Fabiana lo que me había pasado con la generala y ella bautizó al ratoncito como  la rata Charlotte. El apodo lo maldijo, al pobre, y lo maté de un escobazo por la cabeza y lo enterré en el jardín, para evitar los malos olores. Y allí fue cuando mi hija me llamó racista.