giovedì 13 giugno 2019

Uvas y desventuras { 1 } (Cuento de la serie el maldito migrante)

Conrad Felixmuller, workers returning home. Pinterest
Uno de los aprendizajes más curiosos que he tenido en Inglaterra ha sido identificar un racimo de uvas de 400 gramos. Soy venezolano y esto es lo que me toca. Cortesía de Chávez y Maduro, los venezolanos nos esparcimos por el mundo aprendiendo oficios para los que no nos preparamos y andamos despilfarrando el talento que cultivamos en nuestro país. Y con el humor del que me dotó la vida, se me impone decir que  a mí me tocó, entre otras cosas, reconocer racimos de uvas de menos de medio kilo. Miro al racimo y de solo verlo lo sé, y no importa si las uvas son grandes o pequeñas, o si los racimos son frondosos o ralos. Simplemente lo sé. Sé si el peso es correcto, así como un dietólogo sabría que hay sobrepeso de solo ver un ser humano y la forma de su panza. Yo descifro si un racimo pesa 400 gramos.
En fin, es cierto que no escogemos las circunstancias de nuestra vida, como decía un filósofo famoso, que repiten por todos lados los twitteadores y blogueadores de perogrulladas. Pero también decía el mismo filósofo, que ya nadie cita porque es pavoso, que aunque no escojamos las circunstancias, sí escogemos los modos de enfrentarlas, y a mí se me antoja confrontar las circunstancias mías echando el cuento, y por supuesto, siguiendo con mi plan de escribir la novela, la historia de Sofía, una refugiada venezolana en Inglaterra. Sería mejor escribir sobre otra Sofía, profesora de física en Caracas que terminó como prostituta en Quito, pero yo nunca la conocí, y solo puedo contar sobre la Sofía que conocí, que no se llamaba Sofía y que sí tocaba violín, y que por caer tras las garras de los subalternos de Diosdado  se vino a Inglaterra a sufrir la indiferencia de este país arrogante y sabelotodo.
Eso es lo que me toca, pues. Contar historias, en fin, eso es lo que me queda, porque eso es lo que hacen los viejos desde que el mundo es mundo. Y, sobre todo, escribir un libro y contar historias es lo que uno hace si uno es un emigrante educado y fracasado, esto es, para decirlo en criollo, si uno no la pega profesionalmente. O abre un negocio, como hacen otros migrantes. No es casualidad que las comunidades de extranjeros terminen montando tiendas adondequiera que vayan, los pakistaníes en Inglaterra son un ejemplo, los vietnamitas en Estados Unidos, otro. Y los portugueses en Venezuela, cuando la gente venía a nuestro país, son más que un ejemplo en nuestro país de cómo los migrantes terminan dominando un negocio. Mi país, ahora foragido, donde panadero y portugués era casi equivalente, hasta que llegaron los paramilitares colectivos y acabaron con las panaderías, los panaderos y el pan.
En fin, que yo para sobrevivir a la indignidad a la que nos condenan los ingleses, cortesía del chavismo,  me refugio en la literatura, así que sigo y sigo con la novela, y ahora agrego esta serie de cuentos, la serie del maldito migrante, porque tengo que descargar lo que siento desde que los ingleses votaron por el maldito Brexit. Sigo y sigo, por más que las circunstancias me sean adversas, por más que las uvas me maten, en fin, por más que me humillen unos ingleses desdentados y monolingües, algún día echaré el cuento de Sofía y los cuentos míos. Y así como Dante salvó del olvido a los poderosos de su tiempo mandándolos al inferno, yo salvaré a los monoglotas ingleses de pasar desapercibidos en mi destartalado país y su creciente diáspora, y alguien se reirá de su orgullo por haber tomado un curso de forklift driver que vale más que una licenciatura lationamericana, más que muchos años en la Universidad Católica Andrés Bello, más que las consultorías, más que promover proyectos comunitarios con Fe y Alegría, mas que mis suscripciones a revistas de renombre, mas que todo. Mi único título valido aquí es el de conducir, y eso porque me lo saqué aquí. No importa. No me importa un coño. Yo aquí a seguir escribiendo, y a seguir viviendo, y seguir contando.  Y si las circunstancias me han sido adversas, vaya que si no, y si no salgo de un lío para caer en otro, como si existiera dios y la tuviera cogida conmigo, por más que se me atraviesen todo tipo de monstruos, yo seguiré contando. Pero todo se convierte en material de una narración, unas veces lo escribo, otras lo cuento, y otras me lo callo. Y aquí me descargo con cuentos, con fantasías con cosas que no pasan, que no pasan yo te aviso chirulí, todos saben que nunca Inglaterra vivió de traficar con esclavos, que nunca envenenó las vacas del mundo volviéndolas locas con prones, no nunca jamás, nunca vivió de seguros que no pagan lo que deben, ni le prestó fortunas a gobiernos que no fueron legítimos, nunca jamás, nunca yo te aviso chirulí, jamás armaron hasta los dientes a torturadores y tiranos de toda clase.
En lo que a mí me toca,  el año anterior a mi incorporación al gremio de los cortadores de uvas tuve que sobrevivir a la estafa y destrucción de mi casa por parte de los granjeros de mariguana, que no fue fácil, y que está relatado en otro cuento, que no es cuento nada, pero ya publicaré. Y el que quiera entender como Inglaterra se volvió en el epicentro del lavado de dinero de las mafias del mundo, que empiece por allí antes de seguir a Saviano. Y luego tuve que sobrevivir al año de intensas terapias para enfrentar mi cáncer de vejiga y las dificultades que esto acarrea para echar una simple meada. Y aprendí a disfrutar las galletas de mantequilla. Pero es que además a mí me tuvo que pasar todo esto en la ruina, pelando bolas, habiendo perdido varios trabajos y llevando mi deuda en la tarjeta de crédito hasta la estratósfera, y el rollo es de 6000 libras en una tarjeta y 2000 en otra. Y por eso tuve que aprender a identificar racimos de uvas de 400 gramos, y ya verán el porqué, y cómo se vincula a mi deuda en la tarjeta.
“Fabrizio, cómo puedes endeudarte tanto con la tarjeta, una persona inteligente como tú” oigo decir a mis amigos y familiares. Bueno, no los oigo, pero estoy seguro que lo piensan, que es lo mismo o aún peor… Yo no me molesto en rebatirles nada, obvio, dirán mis lectores, como les vas a responder a lo que crees que piensan, pero no les respondo en mis pensamientos porque allí también estoy seguro que tienen la respuesta y ellos saben qué habrían hecho en mi lugar, en lugar de endeudarse con la tarjeta. Yo, en cambio, cuando me botaban de un trabajo o de otro, tuve que sobrevivir varias semanas sin ingresos. Mis despidos, algunas veces vinculados a mis escapadas al baño debido a mi vejiga maltrecha o a mi intestino destartalado, me obligaban a estar sin ingreso pero aún tenía que vivir y gastar.
Y nuevamente mis pensamientos se pueblan con familiares y amigos que me preguntan: “no hay protección en Inglaterra si tienes cáncer o tienes una discapacidad?” Qué ingenuos! Claro que hay protección en la Ley, y hay un montón de ONGs, y todas tienen sus gerentes que cobran suficiente para esquiar en los Alpes, pero la Ley se cumple para los ingleses y otros privilegiados no para los polacos, eslovacos y otras razas inferiores que trabajan en los almacenes de producción, como yo, que nos afanamos en cumplir los objetivos que “la computadora” establece para nosotros en las fabricas. A ver si me explico, si no hago todo a la velocidad de la máquina, no me llaman para trabajar mañana. Y con el Brexit, me dan una patada por el mismísimo culo.
 Y esto me pasa a pesar  de que mi exilio fue distinto al que padecen otros venezolanos que salieron corriendo, como le pasó a las dos Sofías, a la de Cúcuta y a la de Bradford.  Yo no salí corriendo. A mí no me perseguían los colectivos, ni el SEBIN, que ni existía. Yo a los colectivos los vi actuar antes de que se hicieran famosos y sabía lo que venía, eso sí, porque me tocó conocer a algunos. Y salí del país por la puerta grande, legal, y llegué en mejores condiciones que la diáspora que me siguió, pero poco a poco me fui hundiendo en un círculo vicioso de fracaso laboral. Así que me voy asentando a la realidad de que me he convertido en un obrero manual, sin otra habilidad que articular el ojo, la mano y una máquina. En fin, un proletario por vocación, ejerciendo la libertad que me ofrece el capitalismo de ser libre de ser consecuente con el precio de proletarizarme, que siempre es mejor que terminar en un Gulag o en un campo de concentración camboyano.
La historia de las uvas empezó el día que llegué a una empresa grande, Morrisons, una de las mayores cadenas de supermercados británica. Tenía que presentarme en un galpón. Y allí fui. La llegada fue un poco traumática porque nadie te recibe y te explica cómo funcionan las cosas, tal como me imaginé que las cosas serían en un país tan organizado como en Inglaterra. En fin, en el primer mundo. Vi que los obreros entraban por una puerta lateral y entré por esa puerta. Ya están lejos los tiempos en que ni notaba que había puertas laterales, pues solo usaba las principales. Caminé por una cantidad de pasillos llenos de propagandas y afiches de la empresa, tablas de eficiencia de los trabajadores que nadie lee. Yo seguía la marejada humana. Luego pasé por una cantina donde le venden comida a los empleados, comida infame de cafetería inglesa, unas vainas que durante la Venezuela saudita le darían solo a los presos en cadena perpetua. Pasé más y más puertas, y al finalizar los pasillos llegué a una especie de vestuario lleno de lockers que después me tocó descubrir que son solo para los privilegiados que tienen un contrato permanente. En el vestuario uno se imagina que allí hay que cambiarse. Yo no podía, porque no tenía el disfraz de trabajador. Y el primer asunto a resolver fue lo de los cascos. Yo, tal como me tocó descubrir después, soy un obrero de los temporales, es decir, de los que usa un casco verde con capucha blanca, pero lo de la capucha lo descubrí mucho después. En aquel momento yo solo veía al enjambre de humanos convirtiéndose en piezas del engranaje productivo poniéndose cascos y batas verdes y blancas. Yo observaba cuidadosamente para tratar de identificar la señales de lo que tendría que hacer. En ese vestuario con lockers para la casta de los trabajadores permanentes, los operarios se protegen con cascos verdes y unos pocos blancos. Muchos verdes.

Allí en el vestuario llegó la hora de averiguar, no de observar. Le pregunté a uno que otro qué tenía que hacer, porque era nuevo, pero mi primer interlocutor no hablaba inglés sino polaco, “me english no good”, decía, otro lituano “me no english, me sorry”, y otro yo que sé, quizás húngaro. Busqué uno que no fuera blanco, en fin, un pakistaní, que ese seguro que habla inglés. Este me respondió que tenía que buscar el gerente del día, hasta allí la asesoría. Y como la mayoría tenían cascos verdes, pensé hablar con alguien de casco blanco, que habían desaparecido y obviamente tenían un status superior. Y por fin conseguí a una mujer con casco blanco y efectivamente hablaba inglés, si es que a ese dialecto se le puede llamar inglés, y respondía a las preguntas. Me enteré que no era gerente, sino empleada de limpieza, y allí fue que pensé que el casco blanco solo significa que es una empleada fija, una especie privilegiada, una casta superior a la mía. Estaba en lo cierto en la superioridad de la jerarquía, por la autoridad con la que me hablaba, pero aún estaba lejos de descubrir que yo estaría aún por debajo de los obreros de cascos verdes y blancos, pues yo tendría una casco verde con capucha blanca debajo y los cascos verdes superiores tienen una capucha azul. “Sigue adelante, eres lo más bajo, pero todo esto será un cuento, el de Sofía o uno de los tuyos, pensaba, sigue adelante”. En fin, gracias a un poco de intuición sociológica y humor orweliano pude inducir que los cascos blancos están a dos escales sobre mí. Ella, la del casco blanco, me pidió que la siguiera y después de mucho caminar por más pasillos con mas lockers, mas afiches, más propagandas y más gráficos con información de esa que los gerentes y departamentos de recursos humanos creen que le interesan a los empleados, en fin, como venía diciendo, ella me llevó hasta donde un hombre de un estatus aún mayor, algo así como un general, pensaría quien lee esto, pero era un inglés y desdentado que tenía casco azul, casi un mandarín comparado conmigo, un supervisor, alguien que hay que ver con gran respeto y reverencia. El señor del casco azul, primer inglés que me tocó ver, me dijo que me iba a explicar el trabajo y me hizo caminar por más pasillos, subir más escaleras, caminar más pasillos, todos con sus afiches y demás parafernalia empresarial, bajar escaleras y un largo etcétera hasta que llegamos a una sala con una televisión para ver un vídeo. El video. Y me dejó allí, instruyéndome, mirando en el vídeo los detalles de mi rol. Cómo es fácil de adivinar, mi trabajo tiene que ver con el asunto de los racimos de uvas de 400 gramos. Pero todavía no sabía lo que vendría después.
Sabía que lo que vendría sería duro. Ante todo me cuestan mucho las tareas simples, y mientras más simples más me aterran, porque me aburro y las hago mal y lo que es peor, porque sé que lo que viene es alguien a decirme cómo hacerlas. Y a mí se me ocurren otras maneras de hacer las cosas, eso me pasa desde el kínder. Y, en efecto, en eso consistía el vídeo, detalles de cómo se corta un racimo de uvas de una manera perfecta, con la tijera, de cómo no cortarse las manos, en fin, un montón de instrucciones para hacer algo que ya la gente sabe desde el kindergarten o antes. Pero así es Inglaterra, te explican todo. En los baños explican cómo lavarse las manos con dibujitos para saber cuáles son las partes mas sucias de las manos, en fin, perfecto para un marciano. Y seguía viendo el video, aburrido como la peor clase de matemática con dolor de cabeza, y sin el consuelo de poder dormirme, porque el video había que verlo de pie. Al gerente de casco azul, se le olvidó poner el volumen suficiente para que pudiera oir, lo cual fue una suerte, porque si entendía todo sería aún mas aburrido. Solo me atemorizaba la idea de que me volvieran a poner el video con un volumen normal.  Y apenas terminó el video, esperé solo un instante hasta que apareció de nuevo el operario de la mayor jerarquía, esto es, de casco azul, que vino a buscarme, me invitó a preguntarle aclaratorias, si no entendí algo, no me obligó a que viera el video otra vez y así tuve mi primera victoria en mi batalla por preservar mi salud mental. El casco azul  me llevó al galpón de trabajos forzados, o al menos a mi me recordó un campo de de exterminio nazi. Allí hay unas ventanas desde donde salen unos transportadores automáticos donde, como un trencito, llegan unas bandejas llenas de cajas con racimos de uva que van a ser distribuidas por toda Inglaterra. Y encima de esos transportadores hay otros transportadores automáticos que se llevan las cajas vacías.
Mi trabajo, al igual que el de otras 70 personas con cascos verdes, consiste en agarrar una de esas cajas de los transportadores, ponerla en una especie de las mesas muy pequeña que están bajo los transportadores y sacar racimos de uva que sean más o menos del tamaño de un envase de plástico donde van a ser metidas para que los consumidores ingleses consuman uvas metidas dentro de cajitas transparentes de plástico. Yo no sé por qué los ingleses no pueden comprar las uvas en racimos, tal como vienen bellamente preparados por la naturaleza sino en racimillos metidos en cajas transparentes de plástico. En fin, pienso, no todo lo que llaman desarrollo es desarrollo. A lo mejor cuando recién llegué de Venezuela hubiese pensado “guao, que civilizados compran uvas en cajitas de plástico”. Pero ahora no tengo duda que algunas cosas que parecen de país desarrollado son pajuatadas totales. Veo con terror cómo todos están trabajando disciplinadamente y me pregunto si seré capaz de hacer ese trabajo. Sobre todo cuando recuerdo que cada cajita tiene que pesar 418 gramos. 18 gramos pesa la caja vacía. 400 gramos las uvas. Me sentía incompetente aún antes de empezar.
Por supuesto, los racimos naturales no son del tamaño de las cajitas rectangulares concebidas por mentes cuadriculadas y por lo tanto hay que quitarle unos pedazos a los racimos para que las uvas quepan en las cajitas. Allí, por supuesto, es donde empieza el problema porque cuando mochas los racimos quitas demasiadas uvas, o demasiado pocas, y luego cuando pones la cajita en un peso se prenden unas luces de colores que te indican si la caja es muy pesada o muy liviana. La vaina tiene que pesar 400 gramos en uvas, como ya dije. Y el margen de error es una uva. Y para poner la vaina más jodida, la pesa no pesa en gramos que puedes ver sino en unidades de luces, que es lo que uno ve, y las luces son de colores pedagógicos, porque todo está diseñado para gente sin habilidades numéricas y yo, en este exilio absurdo, me pregunto para qué carajo habré aprendido logaritmos e integrales o la demostración del teorema de Pitágoras.  Por lo pronto, con el tiempo, se me ocurre, podré coordinar las lucecitas con los movimientos míos, mi memoria kinética se ajustará, sigo pensando, y dejo de preocuparme por el hecho de que a cualquier trabajador que veo noto que es mucho más rápido y eficaz de lo que yo puedo aspirar y de alguna manera los de los cascos blancos se deben dar cuenta si uno es rápido o no con lo cual me quedo sin poder pagar los intereses de las tarjetas, el alquiler y demás. Y si pierdo todo eso me quedo sin casa, sin trabajo y me botan del país con esto del brexit y me tengo que ir a mendigar a Francia o me devuelvo a Venezuela a morirme por falta de medicamentos. En fin, tengo que alcanzar las mismas destrezas de cortar a toda velocidad y satisfacer las expectativas que el general  del casco azul, que no deja de verme con desprecio por mi evidente falta de competencia. Y en menos de una hora descubriré que aún mas importante es satisfacer las expectativas de los del casco verde, capucha azul, que tienen derecho de gritarnos a los imbéciles de casco verde y capucha blanca y acusarnos por nuestra falta de competencia.
Uf. Y esa no es la única complicación. La mayor complicación es la calidad del trabajo. “You have to keep the standards”. Y ésta no es seleccionar las uvas buenas y ricas, ni poner juntas las que estén igual de maduras para que cada cajita sea homogénea para satisfacer a un cliente que sabe adivinar si un racimo es bueno o no, como yo. No. Nooo! La calidad consiste en que sólo se pueden poner un racimo grande y dos racimitos pequeños. Y los racimitos pequeños pueden tener hasta dos uvas. Dos. Y por supuesto los jefes te están mirando si por alguna casualidad quieres hacer trampa y meter o quitar uvita por uvita, para que la vaina te cuadre bien y te salga la luz que dice “well done”. La operación se repite cada minuto unas dos o tres veces y cada minuto se repite 60 veces por hora y cada hora se repite 12 veces durante la noche. Sí, el trabajo es de doce horas diarias.
Estoy tentado de decir que es una ladilla horrorosa, pero la verdad es que el trabajo está lo suficientemente organizado y cronometrado como para que sea estresante. Mientras meto las uvas invento vainas para descubrir cómo engañar a la máquina y que contabilce más paquetes de los que hago, para cambiar la velocidad, así como pequeñas tácticas para lograr lo mismo con menos esfuerzo. El ambiente es frío, el termómetro siempre en 11 grados, la mayor parte de la gente habla idiomas que no entiendo y quizás eso es una suerte porque se me pegan las malas mañas del inglés malhablado. No me da tiempo de deprimirme porque apenas pienso en algo se me olvida que tengo que voltear los racimos de manera que se vean las uvas desde la parte de arriba de la caja, otro de los criterios de calidad.
Todas estas tareas, por supuesto, las miden con un reloj automático que dice cuántas cajitas haces por minuto, y como se podrán imaginar yo tiendo a hacer todo a una velocidad por debajo del promedio. El primer día, durante los primeros 10 minutos estaba requete convencido de que no podría durar ni siquiera una hora en este trabajo, pues traté de identificar cómo medían la velocidad de mi trabajo que por supuesto tiene que ver con la cantidad de veces que la pesa titilaba su "well done". Pero la hora pasó y pensé que en la próxima vendría mi inminente despido, y ya había pensado mecanismos para pesar dos veces la misma cajita, pero no sabía cuál usar sin hacer mi trampa evidente y mejorar mis chances de supervivencia. Y las dos horas las sobreviví pero igual estaba convencido que no llegaría al final del día, sobre todo considerando que la jornada, es decir, la noche laboral es de 12 horas. A cierto punto noté que venía un supervisor y anotaba el indicador de velocidad así que ya sabía que miden mi productividad con los números que veo y no con una vaina escondida que tiene un gerente en su computadora. Empecé a experimentar cómo pesar dos veces la misma cajita para mejorar el indicador y también a observar con cuánta anticipación tengo que hacer trampa confundiendo al algoritmo de la máquina para que yo parezca eficaz cuando se aparezca de nuevo el supervisor. Por supuesto lo tengo que hacer con cuidado, quitando el racimo grande y pesando la cajita con los racimos pequeños y poniendo el racimo mayor arriba para que parezca al ojo ingenuo que simplemente estoy arreglando la estética cuando lo que estoy haciendo es pesando dos veces la cajita hasta llegar al peso correcto. Y ya aprendí a hacer eso practicando el arte de ser bizco pues tengo que mirar con un ojo a ver si me descubre el supervisor mientras con el otro ojo veo lo que estoy haciendo. No puedo creer que haya desarrollado esta habilidad extraordinaria. Pero es que tengo que conservar este trabajo hasta que tenga uno nuevo y si me botan no puedo pagar la deuda de la tarjeta y me muero sin medicamentos en Venezuela. Pasaron las horas del primer día y me di cuenta que de nada valía hacer trampa, lo único era aprender a visualizar un racimo de 400 gramos a ojo, y fui desarrollando esa destreza tan peculiar.
Pero llegué al final de la noche y el único entretenimiento extra laboral que tuve fue leer el texto que me mandó Leila, mi hermana, y que logré ver por el WhatsApp, durante la media hora de receso no remunerado al que tengo derecho. Me contaba de las finanzas familiares y me quedó claro que nuestros progenitores se las arreglaron para quebrar otra vez. Tengo que apretar el culo y sobresalir en este trabajo mientras consigo otro, y la novela irá más lento. Lo siento, Sofía, quería acompañarte un rato más en tu aventura, pero yo sigo aquí atrapado en esta desventura. Me prometí ponerme a buscar un trabajo profesional con urgencia y en lugar de eso me puse a escribir este post, no sé, porque necesito saber que tengo una habilidad más allá de identificar el peso de los racimos de uvas que es mucho más eficiente que buscar el modo de vencer los  algoritmos con los cuales la empresa mide la productividad.

2 commenti:

Anonimo ha detto...

Este cuento es un excelente testimonio de la realidad de los inmigrantes en cualquier parte del mundo. En Francia también, y es hasta peor que en Inglaterra.

Marisela Gonzalo Febres ha detto...

Lograste un efecto importante en esta lectora: Transmitirme la ansiedad que te colma y agota.Lo que lo diferencia de una queja personal, es la descripción minuciosa de la forma de operar la empresa, de mostrar la escala de un producto, los racimos de uvas de 400 gramos y la gente concreta y sus expectativas propias de su biografía específica, en este caso la tuya. Las uvas y tú, como el resto de operarios, terminan emparejados frente a la monumentalidad de la empresa inglesa. No importa de qué color sean los cascos ni que idioma hables, las nuevas formas de esclavitud, se tragan los sueños de la gente. Felicitaciones