lunedì 18 marzo 2019

Susto y gusto de galleta. (Cuento de la serie "el maldito migrante")


Hoy me compré el último paquete de galletas de mantequilla por mucho tiempo. Adquirí el hábito de comprar esas galletas hace más de un año, justo cuando me diagnosticaron cáncer.

El oncólogo, en mi primera cita, había acabado con mis esperanzas de que la cosa no fuera tan grave. Me respondió claramente a mis preguntas atropelladas: “la vejiga no la vas a perder, pero la configuración del ADN del cáncer que tienes es del tipo 3, el peor. Las probabilidades de curarse son del 30%”.

Bueno, algo es algo, pensé. En realidad estaba algo contento que me dijeran que no estaba en una fase incurable, con metástasis y todo lo demás. Como buen hipocondríaco estaba preparado para lo peor. Y la idea de andar con una bolsa guindando de la correa, con todos mis meados, me asustaba y sabía que, de poder vivir así, estaría siempre solo; sin vida sexual, además, porque quién se va a calar a un viejo quecarga con una bolsa con su meado.

La tristeza era de todos modo profunda. Por supuesto que tenía esperanzas de que no fuera cáncer, pero el examen del urólogo indicaba que tenía unos hongos en la vejiga a los que les tomaron unas fotos. Yo vi los hongos de la muerte. El peor cáncer de todos, no me pregunten el nombre. Pero “podría ser otra cosa” dijo el primer médico, pero en su mirada pude leer el escepticismo de su aseveración. Fue ese día, al salir del hospital, que compré las galletas de mantequilla por primera vez. Me encantan. Y solo las compro allí.

Al hablar con el oncólogo, uno de los consuelos que tuve fue pensar que no me consiguieron esto en Venezuela, donde seguro que me moriría pronto, o ya me hubiese muerto, por falta de medicamentos para la presión alta y demás. Otro fue que no emigré a los Estados Unidos, donde esto me costaría una fortuna o tendría que batallar con los seguros, que como se sabe, son unas empresas delincuenciales y rapaces. Pero ningún consuelo me quitaba la opresión del pecho que da la tristeza de creerme listo para morir. La palabra morir es horrible. Así que las galletas de mantequilla estaban más que justificadas, sin importar que cuan alto fuera su nivel de azúcar y mi decreciente tolerancia a los lácteos.

La quimioterapia fue un paseo porque localizada. Pasé por un tratamiento horroroso donde me metían una manguera por el piripicho. Digo piripicho y no falo, o pene o pinga o machete porque el pobre era solo un piripicho atemorizado. Por allí se metía la manguera hasta llegar a la vejiga donde me inyectaban una vaina llamada BCG, en inglés, que es una especie de diablo rojo, el mismo que se usaba en Vzla para destapar cañerías. Al mearlo, dos horas después de inyectado, tenía que limpiar la poceta con cloro porque, según me explicaron, si el BCG salpica y toca a la piel de alguien se puede quemar. Vaya, y yo cargando con eso en mi vejiga por dos horas. La verdad es que en la vejiga el diablo rojo apenas se siente. Pero de allí tiene que salir y les ahorro el cuento de lo que quema esa vaina en el glande. Y ya se imaginarán como quema eso cuando pasa por las tuberías que van de la vejiga hasta afuera, pues además están maltratadas con la manguera y demás. En fin, las galletas estaban super justificadas después de reverendo abuso.

Tuve varias sesiones con esos tratamientos a lo largo de un año. Una cada semana, salvo unas semanas de reposo, por motivos que desconozco. Cada vez que veía las malévolas mangueras, catéteres en lengua médica, me aterrorizaba al pensar que me iban a pene-entrar con eso. La parte más jodida es cuando te atraviesan la próstata. Al finalizar el procedimiento me iba a la tienda de las galletas de mantequilla y las disfrutaba en camino a casa, donde tenía que esperar por hora y media hasta que podía mear y sufrir el diablo rojo recorriendo el camino inverso de las mangueras. No les sigo describiendo porque a alguno de mis panas puede que le toque esta tortura y a lo mejor termina creyendo que es peor de lo que es. Tranquilos, pan comido.

Pan comido nada. Después de varios meses de hostigamiento permanente a mi pobre falo guerrero , me avisaron que ya era hora de detener el ataque al cáncer. Los hongos se murieron, no se reprodujeron y tengo la vejiga de un bebé. Yo mismo la vi cuando me hicieron la última citoscopy, quien sabe como se dice en español. No tengo cáncer, en fin.

Por suerte no perdí el tiempo escribiendo oraciones en facebook, ni malgasté dinero en velitas, ni le rezé a ningún santo, ni a Jesusito, ni al padre, ni a la Virgen. El ateísmo mío sigue intacto. Por suerte para mis amigos no le pedí a nadie que compartiera pendejadas en facebook que solo sirven para deprimir a los demás y sobre todo no tuve la soberbia de pedirle a nadie que probara su amistad conmigo leyéndose toda la parafernalia supersticiosa que suele acompañar a estas cosas y que pasara la vergüenza de escribir amén o algo peor en los comentarios.

Tampoco me dio por meterme a comer zanahorias o limones con miel que curan el cáncer. Ni ninguna otra excentricidad esotérica. Sólo conté con la eficiente ayuda médica que es posible gracias a la ciencia que a pasos agigantados nos devela los secretos del cuerpo y la vida. La única cosa rara que hice fue disfrutar de las galletas de mantequilla en el festival diabético que me permití después de cada violación a mi pobre soldado maltrecho.

Poco a poco me fui acostumbrando al abuso a mi genitalidad que impone este tratamiento médico, así que casi que me alegraba al ir al hospital a comprar las galletas. Así que al salir del hospital hoy, cuando me dijeron que estaba curado y que solo tengo que chequerame cada seis meses, casi que me puse triste y me compré dos paquetes de galletas de mantequilla. Las más simples de todas. Me encantan.

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