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mercoledì 26 febbraio 2020

Dos preguntas para Mamostá (de la serie el Maldito migrante)



Zaid era un usuario del British Refugee Council, donde yo trabajaba, y la primera vez que lo vi me tocó tomar su nombre, apellido, nacionalidad, para registrarlo en nuestro sistema. Apenas le pregunté si era musulmán, siguiendo el formato de la planilla que yo estaba obligado a llenar, él me respondió que yo era un racista.

Inmediatamente pensé que estaba frente a un usuario de esos bien testarudos, pero también hubo algo en su agresividad que me gustó, aunque iba dirigida contra mí. Contra mí, sí, pero por accidente. Y entonces le mostré la planilla que yo estaba llenando, donde había unas casillas donde estaban indicadas las religiones más frecuentes de los usuarios del servicio para refugiados.

-Mira, le dije, no es que a mí me interesen las religiones, es que aquí lo tengo que responder, y la primera cajita es para poner un X si eres musulmán. -

Y le mostré bien la planilla para que viera que no eran cosas mías, que era un procedimiento. Y tengo que aclarar que yo no entendía qué tipo de razonamientos él hacía, pues él era iraquí, o sea de otra cultura, se llamaba Zaid, o sea, viene de un mundo islámico aunque fuera más ateo que Voltaire; y, por cierto, todos los iraquíes que yo conozco, que eran muchos, son musulmanes. En otras palabras, no tenía ni la más remota idea sobre lo qué tenía en la cabeza para pensar así, pero yo estaba seguro que seguramente era interesante, muy interesante, pero rotundamente equivocado. Y por grande que fuera la falacia sobre las cuales razonaba, este instante, justo éste, no era el momento de discutir sus razonamientos. Así que me limité a mostrarle la evidencia de que yo no cuadraba en los prejuicios que él traía. Y me incliné bien para que viera la hoja. Él se inclinó, miró cuidadosamente y asintió con la cabeza como quien dice, yo sabía que estaba en lo cierto, y me dijo:

-Hay varias opciones, una es que yo sea musulmán. Otra es que yo sea ateo o agnóstico. ¿Por qué asumiste que podría ser musulmán? -

Este se las quiere dar de listo, pensé. Y además, seguí pensando, seguro que asume que pienso que todos son necesariamente musulmanes en Iraq, y por supuesto que no pensaba eso. Podría que mis colegas no lo supieran, al menos no los ingleses pues no leían nada de nada, ni siquiera los pocos universitarios, y los fines de semana se dedicaban a la familia, o a emborracharse si eran solteros. Pero yo algo había aprendido del pueblo kurdo en Venezuela, y algo sabía de Iraq. Y lo sabía sin conocer un solo kurdo, ni un solo iraquí. Un poco por un folleto publicado el Centro Gumilla, a quien estaré endeudado por mi formación más que a mi alma mater, y otro poco por informes que tiempo atrás había hecho alguien de la dirección del MIR. Así que sabía que había judíos, aunque Sadam Hussein trató de eliminarlos, y por supuesto, podía adivinar que había muchos ateos ya que el mismo movimiento baatista era secular y con apoyo entre los no religiosos. Y este listillo de Zaid piensa que soy tan ignorante como los demás, pero igual yo no iba a caer en eso de decirle “ya sabía que no todos son musulmanes". Y una idea aún más interesante se me cruzó por la cabeza. “Este puede que sea un disidente religioso, alguien que no concuerda con la cultura general de su país y está afirmando su identidad y yo, por tonto, por seguir estos protocolos de esta burocracia británica, no tuve la delicadeza de preguntarle bien las cosas”. Quien me manda a no seguir mis propios instintos e intuiciones, que son mejores...” Pero yo sabía que yo no estaba allí para mostrar mi solidaridad con su situación política, así que me defendí utilizando el puro argumento estadístico. Le dije:

-Oye, la mayoría de los iraquíes son musulmanes. Todos los que han venido aquí son musulmanes. Y lo más importante es que yo no tengo nada contra los musulmanes. -

Y el asentía con la cabeza con una expresión de “me estás dando la razón” y yo seguía un tanto incómodo.

- Así que no tiene nada de prejuicioso que lo haya pensado, pues es lo estadísticamente probable y no tiene nada negativo para mí, solo estoy llenando la planilla.

-Y tú eres musulmán? - Me preguntó.

-Pues yo no, y eso ¿qué tiene que ver?

-Tiene que ver. ¿Eres creyente? - y me fastidié con su pregunta porque tenía una cantidad reducida de tiempo para entrevistar a la gente y si tenía que resolver algún problema, me iba a encontrar con mis jefes que solo juzgaban mi trabajo por la duración de las sesiones de trabajo. Y le dije

-Pues no soy creyente. -e inmediatamente agregó:

-Y si eres no-creyente entonces asumes que las religiones son todas unas entelequias, son supersticiones elaboradas. ¿Es así?

Y tuve que responder con cuidado, porque ya veía que estaba frente a alguien difícil, astuto, capaz de razonar, pero testarudo, errado y con ganas de perder el tiempo. La verdad es que no quería discutir.

-Tengo mis creencias sobre la religión, por supuesto. Pero no juzgo a las personas por su religión y he conocido gente muy inteligente que son creyentes, y tontos que son ateos. Pero por favor, pasemos a otro tema, que si necesitas ayuda voy a contar con poco tiempo...-pero me interrumpió:

-Me parece que piensas que hay personas creyentes que son inteligentes a pesar de ser creyentes y tontos que a pesar de ser tontos son ateos.

A este punto ya yo estaba bien fastidiado, y me recliné para oír su discursito, que no es que estuviera mal, sino que no era el momento, el no ganaba nada con eso, y, además, de ninguna manera tenía razón.

-En fin, -siguió Zaid- los inteligentes están influidos por la ciencia y le dan menos importancia a la religión. Y tú asumiste que yo soy del medio oriente y por lo tanto tonto y creyente.

-Oye, te prometo que no asumí que eras tonto. Solo que eras musulmán y fue un error. Fue un error y ya tomé nota de ello, así que sigamos. Que tendría que hacer, ¿cómo debí preguntarte?

-Debiste preguntar. ¿Tienes una religión?

Ok, me disculpo –que ladilla con esté listillo, pensé. Y me preparé para responder el resto del cuestionario lo más pronto posible. El tiempo arrecia y los gerentes se quejaban que yo era más lento. Por supuesto, los ingleses le hubiesen respondido a la primera "es su religión, no la mía, así que responda". Y yo aquí con todas estas disquisiciones. Y este listo me vió cara de pendejo. Así que le dije:

-Bueno, déjame empezar por el principio. ¿Tienes una religión?

Y sin esperar su respuesta marqué con una X que no era creyente. Estaba feliz de haber terminado con este incidente. Y entonces él me respondió:

-Sí, soy musulmán.

Así era Zaid. Le gustaba argumentar y era sólido, y ninguna presunción era correcta. Me había derrotado intelectualmente dos veces, pero en un duelo injusto porque yo no hice esas planillas. Le pedí que considerara aprovechar su tiempo, que no era ilimitado y yo tenía la intención de ayudarlo, cualquiera que fuera el problema que lo aquejaba. Y el me miraba con cara de “a ver con qué me sales ahora.

La siguiente pregunta era los idiomas que hablaba. Aquí no había posibilidad de equivocarse. No había nada en juego. Él era iraquí, argumentaba de manera sólida, aunque fuera inoportuno y le pregunté sobre el idioma así:

-Idiomas que hablas, árabe e inglés?

-Yo no hablo árabe.

No me jodas, pensé. Este es iraquí y me va a decir que no habla árabe. En Iraq hablan árabe y éste hasta habla inglés. ¿Cómo es posible? Me sentí entrampado, pues puede que en algunas aldeas del norte de Irak, en el Kurdistán, no hablen árabe. Pero este habla como alguien escolarizado y su inglés no está mal para nada. Así que estaba intrigado, pero seguí su lección anterior, casi que a modo de juego.

- ¿Qué idiomas hablas? Disculpa. - Le pregunté

Kurdo e inglés.

-Ok, disculpa, pero había pensado que hablabas árabe.

Quería disculparme para no caer en otro incidente diplomático con Zaid, que ya está visto lo difícil que era este personaje. Por otra parte, pensaba que estas cosas me pasan a mí por ser como soy. A otro no le salen con esto, porque desde el principio le hubiesen salido con un corte a sus prejuicios, y el Zaid se hubiese rendido frente al poder institucional. En fin, el colega inglés le hubiese dicho que a la derecha estaba la planilla de quejas y ya. O hubiese renunciado a atenderlo y ya. Y yo aquí tratando de dialogar con sus prejuicios. No es casualidad que mis sesiones fueran más largas. Pero seguí con mi estilo tan perjudicial para mí. Y seguí:

- Disculpa de verdad. Yo pensé que las escuelas in Iraq eran en árabe.-

-Sí, en las escuelas iraquíes se habla árabe.

-Ah, ¿y no estudiaste en Iraq?, pregunté, pensando que se aclaraba el misterio.

-Sí, estudié en Iraq. Escuela y universidad. -

Su respuesta me intrigó pues me dijo más de lo que le pregunté y hasta ahora siempre se había mostrado muy parco a la hora de hablar. Obviamente quería hablar, aunque yo no quisiera discutir. Pero no pude resistir preguntarle:

-Y la escolaridad no es en árabe?

-Sí, las escuelas y la Universidad son en árabe. - me dijo sin agregar más, como si todo tuviera lógica.

-Y las tuyas no fueron en árabe? -No me quedó más remedio que preguntar.

-Si, fueron en árabe. Estudié en árabe.

-Y por qué dices que no hablas árabe?

-Porque no hablo árabe porque no quiero.


domenica 2 febbraio 2020

The impostor and his farce (from the collection "the bloody migrant")


(Translated by Stella Heath)

Original Spanish version here



Cutting grapes many years later, I still remember that July afternoon as I left the office, completely convinced that my farse would be out over that weekend. What I hadn't dreamt of was the kind of mess I would be in, and to what extent. I imagined the obvious then, that I would be found out. I had lied to get the job, and now I would be forced to pay with the greatest of humiliations:  disgrace. That afternoon, which I remember as if it were yesterday, I was walking along with my mind elsewhere, reflecting on how I had come to this. I get anxious about anything, even watching a film where the innocent hero might be misunderstood and face a row with his beloved wife. I get l flustered and turn the set off to avoid the anguish. I hate it. And that July afternoon, when I felt that the lie with which I'd got the job would at last come to light, my breast choked up in the middle of the road, leaving me almost breathless. First I felt the throbbing, then I felt the heart attack looming as it has done since I became a hypochondriac, and finally I felt my heart would leap out of my chest, and I almost suffocated. I thought that -to calm down- I needed to assume that the farce would wind itself down, and all I had to do was to think it over. 'When did I become a fraud?' I thought. I know very well what day it was- it was when I listened to the adviser, the Chinaman, that refugee adviser who spoke as if he had all the answers.

Yes, it was that Chinaman who convinced me that a farce was the only way to go. In short, that I had no choice but to be an impostor, a bit of an impostor at least, but a fraud after all. I was thinking and thinking and I didn't even notice whether the sun was shining, unusual in England, or whether it was just another of those days of never-ending English rain. How could I notice anything! I was so rapt in my waking nightmare that I forgot which side of the road cars go on in England and on crossing the street I was almost run down by a van which was driving perfectly normally, and of course on its own side of the road. I heard his British insults, nothing to do with the crudeness and mother-related slurs of Venezuela, but I just walked on because the driver didn't manage to come up with an insult strong enough to drag me out of my thoughts and fears, and neither did he threaten to kill me, which might have been a solution. For the record, I'm not naturally freakish. My circumstances are, and I adapt. Anyone who knows me knows that I've always been basically a decent person, other than an oddity here or there, nothing major. And it all started when I spoke to the Chinaman, well, not actually a Chinaman, but that's another story, he was another fraud, he told me himself, but I'll tell that one some other time. The Chinaman, who wasn't really Chinese, told me that here in England it doesn't matter what you're capable of, what you've done or what you've studied in your own country. That's what he said, and it's something that I'd somehow already got an inkling of. Not an understanding as I understand it nowadays, because getting to know a country is a long process. But I'd got over that initial phase, when you get to know the place as a tourist, that is to say, as someone who thinks he understands everything, and everything is more or less fine.

The way from work to the railway station wasn't very far, but somehow it felt like a long way, what with the hypochodriac heart attack, actually being run over, British insults, the waking nightmare, memories of the conversation with the Chinaman, and the inquisitive looks of passers-by who were totally above suspicion but who seemed to be accusing me of being the great fraud. I put myhands in my pocket to feel the cellphone, because the office cellphone was the means of my destruction, to see if by any chance I didn't have it and I'd made the whole thing up, but there it was, in my pocket. And it might ring at any moment. And my inability to solve the problem would give me away. And the truth would be out. Who ever told me to accept a job I hadn't the competence to do. Who else would get into this mess. Me and my freakish life. What would my Venezuelan mates say if they knew what I'd got myself into here in England. It's just as well they don't know.

And the Chinaman was right, but I had not as yet lived long enough in this country to grasp the full meaning of his claims. But I had suffered enough to know that he was right and that I had to live the farce, the great fraud, if I wanted carry on and get ahead. Otherwise I would be stuck in unskilled zero-hours jobs, on minimum wage and what have you, so I had to do it. I had to lie. My skills from Venezuela were useless, so I had to reinvent myself. And I did.

The truth is, if you think about it, anybody could accept a little white lie, if there was at least a grain of truth in it. Something like saying you have experience in working with a computer programme, when in fact you're experienced in a similar programme and you know the one in question. So, a little white lie. But the lie I had to tell was the biggest whopper you can tell in England. I had to say that I understood English. Well, what could be worse? But of course I managed to make it worse.


To be clear, I did understand some English, but the slow, cultivated, deliberate English of foreigners, not lively, everyday English in local accents. I could also halfway understand written English, scientific and Latinized. But how was I supposed to understand the dialect of Yorkshire, Lancaster or Liverpool? That English I didn't understand at all, that is to say, I didn't understand real English. Or rather, I only understood the English from the intermediate English course. Not much more than Venezuelan secondary school English, two hours a week, and what's more they slotted it in as a rest from the serious, demanding, boring courses like Physics, Chemistry and the rest. I cursed my Venezuelan education a thousand times. The thing is, in Venezuela we learn to pass English exams, a little grammar, a little spelling. A couple of months in the American Venezuelan Institute made me a little more fluent and we all challenge ourselves to learn a little of something some time, if only by watching subtitled films. In my postgraduate course I learned a bit when we were given biographies in English. I did the readings dictionary in hand, without bothering to find out how things were pronounced.

So I could read, write a bit, say a few phrases. I could even understand the Chinaman who wasn't Chinese, it turns out he was Vietnamese, I could understand a German or a Russian, but not an Englishman. Every two sentences in real English contained a word which flummoxed me, precisely the magic word I needed to understand the whole. When luck was against me, I couldn't understand a single thing. I didn't even understand where one word ended and another began.

This was how I got the form to join the Refugee Council, in the Languages section, I barefacedly put in Spanish as well as English. How was I going to fill in a job application and write something like by the way, I don't understand the language of this country but it's worth your while to hire me anyway. It made me laugh to think that the panel evaluating the applications, if there was a panel, would be splitting their sides with laughter at such a note. I imagined them yelling: this guy wants to be an engineer but he can't even subtract and doesn't understand equations. What an asshole.

I carefully studied the job description and the type of candidate they were looking for. I wrote down all possible questions they might ask. And I learned the key words, not in order to understand the questions, which would have been impossible, but to keep an eye out for possible answers to the theme of the questions, without actually aspiring to answer them. I could get by with a few key words, I thought. All this I did, not because I am particularly daring, but because the Chinaman had recommended me to do it. Not to get the job, of course, but to start learning to use the vocabulary of interviews. Then bit by bit I'd learn to decipher English and I might even get a job as a porter in an institution of the prestige and reputation of the British Refugee Council. Quite a plan.

And so I sent in my job application and vied for the post of a porter, which seemed a reasonable step. How I was supposed to be a porter without understanding one word, that was to be seen. I imagined someone asking where the post box was, and me answering on Saturday afternoons, what
a disaster. But for now I just needed to understand the people doing the interview. After that I'd learn little by little. I went to the interview, I answered what might have been the questions, and I didn't get the job. And I began to get used to the reply “...unfortunately on this occasion your application was not successful...” Of course, no way was anything going to be “successful”-

But persistence is one of the keys of success, so following the Chinaman's recommendation, I asked for feedback. And it turns out that it wasn't because I didn't understand a jot of what they asked me, because they weren't surprised by the answers, but because I had no experience as a porter in England. Well, then. I needed to have been a porter in England for two years. That's all. As if all the rest didn't matter.

A few months later, another advertisement appeared from the Refugee Council. They were looking for Project Workers, written like that, with capitals, and when I read the description of the post, it was more than obvious that I couldn't do that job, because I would have to give assistance and support to asylum seekers in England. The description of the post was quite specific, nothing like what they tell us in Venezuela, and I started fantasising how I would carry out the task if I could understand English properly. One day. Well, I decided to put in my application. My intention was to get through the interview, to get some practice, and that way I might be successful in my job as a porter if it came up again.

To my surprise I was selected for an interview. An interview for a post where I'd have to advise people and stand up for them. Scary! After a lot of dithering I decided to go, and of course I was scared to death of making a fool of myself, but I did my homework. Well and truly. I went to talk to the Chinaman and he congratulated me. I learnt a new word in English: bold. The world belongs to the bold, it'll be a couple of years yet before you can work in a place like that, but it's a start. I'd filled in all the forms, written each answer in full detail and of course, I lied again about the language. And I added another lie, that is, that I had experience with asylum seekers in England. Not that it was a downright lie, but it was certainly an astronomical exaggeration, because yes, I did have a very dubious experience, I was a volunteer in an organisation for refugees, partly to practise my English, but all I did there was wash dirty dishes, and only for a couple of months, and only once a week, and only for half an hour. But after a little ethical and philosophical reflection, I decided it didn't matter if I lied a bit, as I wasn't going to get the job. The interviewer was an Arab, what luck, one I could understand. Not the other two. They asked me 9 questions, I only understood three. The others I worked out a bit thanks to the key words and my studying of the job description and the profile of the candidates, all on the Internet, which was still quite a novelty.

When I got to the interview I put into practice all the histrionic abilities I'd only ever used in school drama club. I actually came to the interview saying I had earache because I was in recovery fro a tropical condition. The interviewers looked worried, but I immediately added that it was nothing serious, that I only needed them to speak slowly because my hearing was fuzzy, but it would only last three weeks. Well, I got them to speak ridiculously slowly, almost with subtitles, and I somehow managed to justify getting them to repeat the questions several times over without feeling stupid.

The interview came to an end, I went home and I forgot about it, My first interview for a serious, professional job. A complete con, but I'd achieved my goal. I went home on the same train I would have to take months later, on that July afternoon when I was going back over the whole story in my mind. I remembered that when I got home I burst out laughing, Laughing and laughing. The thought of how crazy I'd been to turn up to a job interview without understanding the language had me in stitches.

A few hours later somebody phoned me. I wasn't sure who. They said they were from the Refugee
Council. How terrifying. I realised it was the Arab interviewer. I couldn't understand him. But it seemed like he'd told me that they were offering me the job. Obviously that couldn't be true. And he was still talking. There was no doubt that I had understood, that they were offering me the job, which was impossible. I told him that I would go in, because I couldn't understand what he was saying due to my earache.

I went in. And yes. They offered me the job. If I'd understood what he was saying on the phone, I could have said that I couldn't accept for personal reasons and that would have been that. But I didn't understand a word and like a fool I agreed to go in to understand what he was saying. And yes, he offered me the job. I immediately said I couldn't do it because my understanding of English was limited. I tried to come clean but my attempt at honesty was in vain because he said it didn't matter, that I'd get over my ear problem and I tried honesty again and told him that the pain wasn't that bad, that the problem was that I couldn't understand and he said that if I had answered well without understanding too much I was qualified for the job. I had no choice, either I was brutally specific about the farse or I had to take the job. The alternative was to yell no, no, no and run out of there pulling my hair out and be taken for a madman. I couldn't do that either, so I decided to accept my fate. And so I started working as a counselor in a country where I couldn't understand what people were saying. I skipped the stage as a porter.

Two weeks went by from the day I was made a Project Worker to the day I was to start work. In order to assist the asylum seekers, I had to identify the problems they were facing, and following the regulations of the British system of attention to refugees, recommend a solution and, with the permission of the asylum seeker, act on his behalf before the governmental, private or charity organisation that might help him. So in those weeks I learned almost by heart the manual of rules and regulations and the list of organisations I would have to interact with. The task was not impossible if I could understand what people said, of course. But I could barely understand a thing and was not even good enough to be a porter or to answer the phone. Or, as I've said, I could only understand people who spoke English as badly as I did or worse. And that was how I became a professional impostor.

I I made my earache and hearing difficulties last as many days as I possibly could. The Arab interviewer, who turned out to be my boss, gave me a training plan which basically consisted in watching an expert at work. I went to the sessions, I listened to the refugee speaking in his language, at that time usually Kurdish or Lingala, a Congolese language, an interpreter translated into English and I half understood. From there on I had no idea what was going on. The project worker answered something I couldn't understand, which was translated into Kurdish, a language I also began to learn, and then there were some phone calls where the project worker talked the problem over with someone from some government office, Heaven knows which. I had no idea. With luck, nothing was explained to me. When I was very unlucky, the project worker would explain, and I nodded as if I understood, just to keep up my pretence. What a disaster.

The days went by, and by studying in the evenings what might have gone on during the day, I began little by little to unravel a bit, not much, of what I was supposed to do. But then came the first day I had to go it alone. And on the phone. And from home. And that was the afternoon I was walking to the station.

It was a really simple task. If a policeman in Leeds or some other town in the region came across an undocumented person who might need to apply for political asylum, the police would call the office telephone which I was now carrying in my pocket. All I had to do was answer the phone, call a taxi from a list of available taxis, and give them the address where the person was, and the taxi would pick the person up and take them to the city of Liverpool to seek asylum. And when I went to work on Monday I would report the event so that the taxi could be paid. A trifle, then. A trifle for
someone who understands, of course.

So as I was walking towards the station after the heart attacks and being run over and everything, I was trying to convince myself that calling for a taxi wasn't such a titanic task for someone who could speak English even if he couldn't understand a thing. After all, I only had to give an address, no problem. And at the end wait for a yes or a no, which isn't always easy with the English sense of humour, but I could survive that. The difficulty was in understanding the address the police gave me at that time in prehistory, a few years ago when GPS didn't exist. How would I do it?

Friday went by, and I was in luck. Saturday went by, and I was in luck, and I was beginning to feel that luck was on my side. A lot of luck, actually, because I was being paid for every hour I spent with that telephone. Wow.

And the telephone rang in the wee hours on Sunday morning. I answered fearfully. I'd hardly uttered the dreaded “good afternoon” when someone let loose a string of phrases which I knew were in English, but if it had been a film I'd have thought were in Norwegian, Danish or something. I only understood one thing, which was a well entoned “good morning” in response to my early-morning “good afternoon”, as if to remind me that sometimes everything goes wrong. Calm down, I told myself, and ask for the address. I did so and the guy raised his voice, as was to be expected, but always within the limits dictated by English politeness. He produced some sounds which I imagined to mean the same, with the same words, but I still couldn't understand anything. I had prepared for this possibility. I'd investigated how to say that it was a bad line and that he should speak more slowly. I started the English phrase several times, but it took a bit to end it, because the guy had something to say, Heaven knows what. He hung up and I'd completely forgotten the story of my damaged ears.

I breathed. He'll call back. When it rang I answered again and once more he said something I couldn't understand. No doubt he was asking if I could hear him now. And I forgot about my earache again. He said something in an annoyed tone and hung up. Third attempt, same thing. Fourth. The same. At the umpteenth try, with my self-esteem on the floor, something different happened. And it wasn't that ir occured to me to bring up the story of my ears destroyed by leprosy again, but that I'd thought of something less practical. Maybe it wasn't the police, I thought, it could be an insurance or funeral plan salesman, so I asked if it was the police. The policeman lost it, of course, after all those phone calls I asked him if it was the police and, of course, for the first time in my life I heard a British policeman let loose the equivalent of a mother insult, in his own way, and then, as I found out later, he told me that he was from the Hull police, a town on the far east of England. I didn't know that the place existed and I understood that he was from the wool police. I didn't ask him why there should be a police for wool, because no doubt he'd tell me they took care of the sheep, or some other sarcastic quip, and I was at the point where my suicidometer would have been in red if such a gadget existed, but I had no choice but to scourge myself with my guilt and make my ignorance out as stupidity, what else could I do, who told me to become an impostor anyway, I'd better get out of the country, and on and on.

But my misfortune hadn't reached rock bottom yet. When I asked him who I had to get a taxi for he told me there were eighteen, yes, eighteen people. So I had to sort out several taxis. He gave me the address and it was then, as he was spelling out letter by letter, that I realised there was a place called Hull. When the call ended, I looked at the map. Google maps didn't exist yet, so it was a feat. And yes, Hull wasn't anywhere nearby. It was another town, on the far east of the country. And the alleged refugees had to be brought to the far west. Not that England is very large, it isn't, but a caravan of taxis is too expensive to be crossing from one side of the country to the other. If I hired all those taxis I'd use up the Refugee Council's annual budget, I thought. So I'd have to improvise a solution. My Latin ancestry would help. None of your British stiffness, as the Chinaman would say,
now I'm really going to show my creativity and my problem-solving ability.

And that was when it occurred to me that rather than a taxi, I could hire a bus even though I didn't have the money or the official credentials. Just with my telephone and my art of persuasion. Anyone who knows England knows that that's impossible. Nowadays I wouldn't even try. But ignorance is bold so I tried and succeeded. The whole story of how I managed it would be as long as a story by Tolstoy. I'd love to write the novel of how I got a bus, but I'm writing another novel, about a Venezuelan refugee, and this short story is just a diversion. But when I finally managed to hire the minibus, well into the small hours, I finally felt proud of myself. All the bitter pills that had gone before became sweet and now my life tasted like the sugary dregs of a bitter coffee.And that was when I remembered the Chinaman with all my gratitude.

The bus had been hired and early the following morning'I'd sort out the paperwork. The bus cost less than two taxis. Not only had I saved the organisation the price of a flotilla of taxis, but I'd made the Hull police's job easier as they didn't have to send a flotilla of patrol cars to follow the taxis. So I left home early because I couldn't wait to tell my boss about my triumph. Quite a triumph then.

On my way back from the station to the office, I was especially careful when crossing the road, this time it was worth it to stay alive. My farse about understanding English was compensated for by my negotiaing ability. Friday's nightmares had turned into fantasies telling the tale of my success. The Chinaman was right, pretending worked well until you could make good with your audacity and professionalism. In time I'd learn to understand better. The weekend had been an intensive English course, but I'd saved the organisation a month of my salary.

I felt so proud of myself I became arrogant and, with no more heart attacks or breathlessness, it occurred to me that the poor Chinaman had taken longer than I had to get somewhere in England, but my situation had no comparison. I'm privileged. I thought how lucky I was to come from a cultured Italian family, with business acumen, and to have studied at the Catholic University and to have high standards in life. At last I no longer felt like the poor migrant who could barely understand the language, but rather the custodian of an ancient culture, was taking my place in this new society. The same path I'd taken filled with anguish on the Friday, I now retraced with pride and fulfillment.

When the boss arrived, on the hour, I told him the story and it made him laugh, but from his expression I could see that he was not pleased. I was rather confused. I thought maybe his experience in an Arab country with no expectation to excel might have clouded his ability to grasp my success. Mulling it over now, I realise I was being racist, and I'm ashamed of myself. My boss told me that I was going to be in trouble with his boss, Margot Cooper, who usually arrived late at the office, in her gym kit.

Indeed, the boss arrived around ten in the morning. She stormed out of her office towards me waving the proof of my offence like a flag, the page with all the telephone numbers of the taxi ranks which I was supposed to have called. She said, “Weren't you told to send a taxi from the list?” I understood her from her gestures, the piece of paper and, as usual, a few key words.

That was how I began to understand that the mess I was in was not because I was a fraud, but that the organisation I was in was the fraud, where what was important was not to do things well, but to do them following the rules. What mattered was not what one understood but what one said. It was the process, not the outcome that mattered. And the only way for me to integrate was to become corrupt, which I only managed half way, until I stopped doing so, but that's a theme for other stories. For now I'll go back to Sofía, the refugee of my novel.



giovedì 13 giugno 2019

Uvas y desventuras { 1 } (Cuento de la serie el maldito migrante)

Conrad Felixmuller, workers returning home. Pinterest
Uno de los aprendizajes más curiosos que he tenido en Inglaterra ha sido identificar un racimo de uvas de 400 gramos. Soy venezolano y esto es lo que me toca. Cortesía de Chávez y Maduro, los venezolanos nos esparcimos por el mundo aprendiendo oficios para los que no nos preparamos y andamos despilfarrando el talento que cultivamos en nuestro país. Y con el humor del que me dotó la vida, se me impone decir que  a mí me tocó, entre otras cosas, reconocer racimos de uvas de menos de medio kilo. Miro al racimo y de solo verlo lo sé, y no importa si las uvas son grandes o pequeñas, o si los racimos son frondosos o ralos. Simplemente lo sé. Sé si el peso es correcto, así como un dietólogo sabría que hay sobrepeso de solo ver un ser humano y la forma de su panza. Yo descifro si un racimo pesa 400 gramos.
En fin, es cierto que no escogemos las circunstancias de nuestra vida, como decía un filósofo famoso, que repiten por todos lados los twitteadores y blogueadores de perogrulladas. Pero también decía el mismo filósofo, que ya nadie cita porque es pavoso, que aunque no escojamos las circunstancias, sí escogemos los modos de enfrentarlas, y a mí se me antoja confrontar las circunstancias mías echando el cuento, y por supuesto, siguiendo con mi plan de escribir la novela, la historia de Sofía, una refugiada venezolana en Inglaterra. Sería mejor escribir sobre otra Sofía, profesora de física en Caracas que terminó como prostituta en Quito, pero yo nunca la conocí, y solo puedo contar sobre la Sofía que conocí, que no se llamaba Sofía y que sí tocaba violín, y que por caer tras las garras de los subalternos de Diosdado  se vino a Inglaterra a sufrir la indiferencia de este país arrogante y sabelotodo.
Eso es lo que me toca, pues. Contar historias, en fin, eso es lo que me queda, porque eso es lo que hacen los viejos desde que el mundo es mundo. Y, sobre todo, escribir un libro y contar historias es lo que uno hace si uno es un emigrante educado y fracasado, esto es, para decirlo en criollo, si uno no la pega profesionalmente. O abre un negocio, como hacen otros migrantes. No es casualidad que las comunidades de extranjeros terminen montando tiendas adondequiera que vayan, los pakistaníes en Inglaterra son un ejemplo, los vietnamitas en Estados Unidos, otro. Y los portugueses en Venezuela, cuando la gente venía a nuestro país, son más que un ejemplo en nuestro país de cómo los migrantes terminan dominando un negocio. Mi país, ahora foragido, donde panadero y portugués era casi equivalente, hasta que llegaron los paramilitares colectivos y acabaron con las panaderías, los panaderos y el pan.
En fin, que yo para sobrevivir a la indignidad a la que nos condenan los ingleses, cortesía del chavismo,  me refugio en la literatura, así que sigo y sigo con la novela, y ahora agrego esta serie de cuentos, la serie del maldito migrante, porque tengo que descargar lo que siento desde que los ingleses votaron por el maldito Brexit. Sigo y sigo, por más que las circunstancias me sean adversas, por más que las uvas me maten, en fin, por más que me humillen unos ingleses desdentados y monolingües, algún día echaré el cuento de Sofía y los cuentos míos. Y así como Dante salvó del olvido a los poderosos de su tiempo mandándolos al inferno, yo salvaré a los monoglotas ingleses de pasar desapercibidos en mi destartalado país y su creciente diáspora, y alguien se reirá de su orgullo por haber tomado un curso de forklift driver que vale más que una licenciatura lationamericana, más que muchos años en la Universidad Católica Andrés Bello, más que las consultorías, más que promover proyectos comunitarios con Fe y Alegría, mas que mis suscripciones a revistas de renombre, mas que todo. Mi único título valido aquí es el de conducir, y eso porque me lo saqué aquí. No importa. No me importa un coño. Yo aquí a seguir escribiendo, y a seguir viviendo, y seguir contando.  Y si las circunstancias me han sido adversas, vaya que si no, y si no salgo de un lío para caer en otro, como si existiera dios y la tuviera cogida conmigo, por más que se me atraviesen todo tipo de monstruos, yo seguiré contando. Pero todo se convierte en material de una narración, unas veces lo escribo, otras lo cuento, y otras me lo callo. Y aquí me descargo con cuentos, con fantasías con cosas que no pasan, que no pasan yo te aviso chirulí, todos saben que nunca Inglaterra vivió de traficar con esclavos, que nunca envenenó las vacas del mundo volviéndolas locas con prones, no nunca jamás, nunca vivió de seguros que no pagan lo que deben, ni le prestó fortunas a gobiernos que no fueron legítimos, nunca jamás, nunca yo te aviso chirulí, jamás armaron hasta los dientes a torturadores y tiranos de toda clase.
En lo que a mí me toca,  el año anterior a mi incorporación al gremio de los cortadores de uvas tuve que sobrevivir a la estafa y destrucción de mi casa por parte de los granjeros de mariguana, que no fue fácil, y que está relatado en otro cuento, que no es cuento nada, pero ya publicaré. Y el que quiera entender como Inglaterra se volvió en el epicentro del lavado de dinero de las mafias del mundo, que empiece por allí antes de seguir a Saviano. Y luego tuve que sobrevivir al año de intensas terapias para enfrentar mi cáncer de vejiga y las dificultades que esto acarrea para echar una simple meada. Y aprendí a disfrutar las galletas de mantequilla. Pero es que además a mí me tuvo que pasar todo esto en la ruina, pelando bolas, habiendo perdido varios trabajos y llevando mi deuda en la tarjeta de crédito hasta la estratósfera, y el rollo es de 6000 libras en una tarjeta y 2000 en otra. Y por eso tuve que aprender a identificar racimos de uvas de 400 gramos, y ya verán el porqué, y cómo se vincula a mi deuda en la tarjeta.
“Fabrizio, cómo puedes endeudarte tanto con la tarjeta, una persona inteligente como tú” oigo decir a mis amigos y familiares. Bueno, no los oigo, pero estoy seguro que lo piensan, que es lo mismo o aún peor… Yo no me molesto en rebatirles nada, obvio, dirán mis lectores, como les vas a responder a lo que crees que piensan, pero no les respondo en mis pensamientos porque allí también estoy seguro que tienen la respuesta y ellos saben qué habrían hecho en mi lugar, en lugar de endeudarse con la tarjeta. Yo, en cambio, cuando me botaban de un trabajo o de otro, tuve que sobrevivir varias semanas sin ingresos. Mis despidos, algunas veces vinculados a mis escapadas al baño debido a mi vejiga maltrecha o a mi intestino destartalado, me obligaban a estar sin ingreso pero aún tenía que vivir y gastar.
Y nuevamente mis pensamientos se pueblan con familiares y amigos que me preguntan: “no hay protección en Inglaterra si tienes cáncer o tienes una discapacidad?” Qué ingenuos! Claro que hay protección en la Ley, y hay un montón de ONGs, y todas tienen sus gerentes que cobran suficiente para esquiar en los Alpes, pero la Ley se cumple para los ingleses y otros privilegiados no para los polacos, eslovacos y otras razas inferiores que trabajan en los almacenes de producción, como yo, que nos afanamos en cumplir los objetivos que “la computadora” establece para nosotros en las fabricas. A ver si me explico, si no hago todo a la velocidad de la máquina, no me llaman para trabajar mañana. Y con el Brexit, me dan una patada por el mismísimo culo.
 Y esto me pasa a pesar  de que mi exilio fue distinto al que padecen otros venezolanos que salieron corriendo, como le pasó a las dos Sofías, a la de Cúcuta y a la de Bradford.  Yo no salí corriendo. A mí no me perseguían los colectivos, ni el SEBIN, que ni existía. Yo a los colectivos los vi actuar antes de que se hicieran famosos y sabía lo que venía, eso sí, porque me tocó conocer a algunos. Y salí del país por la puerta grande, legal, y llegué en mejores condiciones que la diáspora que me siguió, pero poco a poco me fui hundiendo en un círculo vicioso de fracaso laboral. Así que me voy asentando a la realidad de que me he convertido en un obrero manual, sin otra habilidad que articular el ojo, la mano y una máquina. En fin, un proletario por vocación, ejerciendo la libertad que me ofrece el capitalismo de ser libre de ser consecuente con el precio de proletarizarme, que siempre es mejor que terminar en un Gulag o en un campo de concentración camboyano.
La historia de las uvas empezó el día que llegué a una empresa grande, Morrisons, una de las mayores cadenas de supermercados británica. Tenía que presentarme en un galpón. Y allí fui. La llegada fue un poco traumática porque nadie te recibe y te explica cómo funcionan las cosas, tal como me imaginé que las cosas serían en un país tan organizado como en Inglaterra. En fin, en el primer mundo. Vi que los obreros entraban por una puerta lateral y entré por esa puerta. Ya están lejos los tiempos en que ni notaba que había puertas laterales, pues solo usaba las principales. Caminé por una cantidad de pasillos llenos de propagandas y afiches de la empresa, tablas de eficiencia de los trabajadores que nadie lee. Yo seguía la marejada humana. Luego pasé por una cantina donde le venden comida a los empleados, comida infame de cafetería inglesa, unas vainas que durante la Venezuela saudita le darían solo a los presos en cadena perpetua. Pasé más y más puertas, y al finalizar los pasillos llegué a una especie de vestuario lleno de lockers que después me tocó descubrir que son solo para los privilegiados que tienen un contrato permanente. En el vestuario uno se imagina que allí hay que cambiarse. Yo no podía, porque no tenía el disfraz de trabajador. Y el primer asunto a resolver fue lo de los cascos. Yo, tal como me tocó descubrir después, soy un obrero de los temporales, es decir, de los que usa un casco verde con capucha blanca, pero lo de la capucha lo descubrí mucho después. En aquel momento yo solo veía al enjambre de humanos convirtiéndose en piezas del engranaje productivo poniéndose cascos y batas verdes y blancas. Yo observaba cuidadosamente para tratar de identificar la señales de lo que tendría que hacer. En ese vestuario con lockers para la casta de los trabajadores permanentes, los operarios se protegen con cascos verdes y unos pocos blancos. Muchos verdes.

Allí en el vestuario llegó la hora de averiguar, no de observar. Le pregunté a uno que otro qué tenía que hacer, porque era nuevo, pero mi primer interlocutor no hablaba inglés sino polaco, “me english no good”, decía, otro lituano “me no english, me sorry”, y otro yo que sé, quizás húngaro. Busqué uno que no fuera blanco, en fin, un pakistaní, que ese seguro que habla inglés. Este me respondió que tenía que buscar el gerente del día, hasta allí la asesoría. Y como la mayoría tenían cascos verdes, pensé hablar con alguien de casco blanco, que habían desaparecido y obviamente tenían un status superior. Y por fin conseguí a una mujer con casco blanco y efectivamente hablaba inglés, si es que a ese dialecto se le puede llamar inglés, y respondía a las preguntas. Me enteré que no era gerente, sino empleada de limpieza, y allí fue que pensé que el casco blanco solo significa que es una empleada fija, una especie privilegiada, una casta superior a la mía. Estaba en lo cierto en la superioridad de la jerarquía, por la autoridad con la que me hablaba, pero aún estaba lejos de descubrir que yo estaría aún por debajo de los obreros de cascos verdes y blancos, pues yo tendría una casco verde con capucha blanca debajo y los cascos verdes superiores tienen una capucha azul. “Sigue adelante, eres lo más bajo, pero todo esto será un cuento, el de Sofía o uno de los tuyos, pensaba, sigue adelante”. En fin, gracias a un poco de intuición sociológica y humor orweliano pude inducir que los cascos blancos están a dos escales sobre mí. Ella, la del casco blanco, me pidió que la siguiera y después de mucho caminar por más pasillos con mas lockers, mas afiches, más propagandas y más gráficos con información de esa que los gerentes y departamentos de recursos humanos creen que le interesan a los empleados, en fin, como venía diciendo, ella me llevó hasta donde un hombre de un estatus aún mayor, algo así como un general, pensaría quien lee esto, pero era un inglés y desdentado que tenía casco azul, casi un mandarín comparado conmigo, un supervisor, alguien que hay que ver con gran respeto y reverencia. El señor del casco azul, primer inglés que me tocó ver, me dijo que me iba a explicar el trabajo y me hizo caminar por más pasillos, subir más escaleras, caminar más pasillos, todos con sus afiches y demás parafernalia empresarial, bajar escaleras y un largo etcétera hasta que llegamos a una sala con una televisión para ver un vídeo. El video. Y me dejó allí, instruyéndome, mirando en el vídeo los detalles de mi rol. Cómo es fácil de adivinar, mi trabajo tiene que ver con el asunto de los racimos de uvas de 400 gramos. Pero todavía no sabía lo que vendría después.
Sabía que lo que vendría sería duro. Ante todo me cuestan mucho las tareas simples, y mientras más simples más me aterran, porque me aburro y las hago mal y lo que es peor, porque sé que lo que viene es alguien a decirme cómo hacerlas. Y a mí se me ocurren otras maneras de hacer las cosas, eso me pasa desde el kínder. Y, en efecto, en eso consistía el vídeo, detalles de cómo se corta un racimo de uvas de una manera perfecta, con la tijera, de cómo no cortarse las manos, en fin, un montón de instrucciones para hacer algo que ya la gente sabe desde el kindergarten o antes. Pero así es Inglaterra, te explican todo. En los baños explican cómo lavarse las manos con dibujitos para saber cuáles son las partes mas sucias de las manos, en fin, perfecto para un marciano. Y seguía viendo el video, aburrido como la peor clase de matemática con dolor de cabeza, y sin el consuelo de poder dormirme, porque el video había que verlo de pie. Al gerente de casco azul, se le olvidó poner el volumen suficiente para que pudiera oir, lo cual fue una suerte, porque si entendía todo sería aún mas aburrido. Solo me atemorizaba la idea de que me volvieran a poner el video con un volumen normal.  Y apenas terminó el video, esperé solo un instante hasta que apareció de nuevo el operario de la mayor jerarquía, esto es, de casco azul, que vino a buscarme, me invitó a preguntarle aclaratorias, si no entendí algo, no me obligó a que viera el video otra vez y así tuve mi primera victoria en mi batalla por preservar mi salud mental. El casco azul  me llevó al galpón de trabajos forzados, o al menos a mi me recordó un campo de de exterminio nazi. Allí hay unas ventanas desde donde salen unos transportadores automáticos donde, como un trencito, llegan unas bandejas llenas de cajas con racimos de uva que van a ser distribuidas por toda Inglaterra. Y encima de esos transportadores hay otros transportadores automáticos que se llevan las cajas vacías.
Mi trabajo, al igual que el de otras 70 personas con cascos verdes, consiste en agarrar una de esas cajas de los transportadores, ponerla en una especie de las mesas muy pequeña que están bajo los transportadores y sacar racimos de uva que sean más o menos del tamaño de un envase de plástico donde van a ser metidas para que los consumidores ingleses consuman uvas metidas dentro de cajitas transparentes de plástico. Yo no sé por qué los ingleses no pueden comprar las uvas en racimos, tal como vienen bellamente preparados por la naturaleza sino en racimillos metidos en cajas transparentes de plástico. En fin, pienso, no todo lo que llaman desarrollo es desarrollo. A lo mejor cuando recién llegué de Venezuela hubiese pensado “guao, que civilizados compran uvas en cajitas de plástico”. Pero ahora no tengo duda que algunas cosas que parecen de país desarrollado son pajuatadas totales. Veo con terror cómo todos están trabajando disciplinadamente y me pregunto si seré capaz de hacer ese trabajo. Sobre todo cuando recuerdo que cada cajita tiene que pesar 418 gramos. 18 gramos pesa la caja vacía. 400 gramos las uvas. Me sentía incompetente aún antes de empezar.
Por supuesto, los racimos naturales no son del tamaño de las cajitas rectangulares concebidas por mentes cuadriculadas y por lo tanto hay que quitarle unos pedazos a los racimos para que las uvas quepan en las cajitas. Allí, por supuesto, es donde empieza el problema porque cuando mochas los racimos quitas demasiadas uvas, o demasiado pocas, y luego cuando pones la cajita en un peso se prenden unas luces de colores que te indican si la caja es muy pesada o muy liviana. La vaina tiene que pesar 400 gramos en uvas, como ya dije. Y el margen de error es una uva. Y para poner la vaina más jodida, la pesa no pesa en gramos que puedes ver sino en unidades de luces, que es lo que uno ve, y las luces son de colores pedagógicos, porque todo está diseñado para gente sin habilidades numéricas y yo, en este exilio absurdo, me pregunto para qué carajo habré aprendido logaritmos e integrales o la demostración del teorema de Pitágoras.  Por lo pronto, con el tiempo, se me ocurre, podré coordinar las lucecitas con los movimientos míos, mi memoria kinética se ajustará, sigo pensando, y dejo de preocuparme por el hecho de que a cualquier trabajador que veo noto que es mucho más rápido y eficaz de lo que yo puedo aspirar y de alguna manera los de los cascos blancos se deben dar cuenta si uno es rápido o no con lo cual me quedo sin poder pagar los intereses de las tarjetas, el alquiler y demás. Y si pierdo todo eso me quedo sin casa, sin trabajo y me botan del país con esto del brexit y me tengo que ir a mendigar a Francia o me devuelvo a Venezuela a morirme por falta de medicamentos. En fin, tengo que alcanzar las mismas destrezas de cortar a toda velocidad y satisfacer las expectativas que el general  del casco azul, que no deja de verme con desprecio por mi evidente falta de competencia. Y en menos de una hora descubriré que aún mas importante es satisfacer las expectativas de los del casco verde, capucha azul, que tienen derecho de gritarnos a los imbéciles de casco verde y capucha blanca y acusarnos por nuestra falta de competencia.
Uf. Y esa no es la única complicación. La mayor complicación es la calidad del trabajo. “You have to keep the standards”. Y ésta no es seleccionar las uvas buenas y ricas, ni poner juntas las que estén igual de maduras para que cada cajita sea homogénea para satisfacer a un cliente que sabe adivinar si un racimo es bueno o no, como yo. No. Nooo! La calidad consiste en que sólo se pueden poner un racimo grande y dos racimitos pequeños. Y los racimitos pequeños pueden tener hasta dos uvas. Dos. Y por supuesto los jefes te están mirando si por alguna casualidad quieres hacer trampa y meter o quitar uvita por uvita, para que la vaina te cuadre bien y te salga la luz que dice “well done”. La operación se repite cada minuto unas dos o tres veces y cada minuto se repite 60 veces por hora y cada hora se repite 12 veces durante la noche. Sí, el trabajo es de doce horas diarias.
Estoy tentado de decir que es una ladilla horrorosa, pero la verdad es que el trabajo está lo suficientemente organizado y cronometrado como para que sea estresante. Mientras meto las uvas invento vainas para descubrir cómo engañar a la máquina y que contabilce más paquetes de los que hago, para cambiar la velocidad, así como pequeñas tácticas para lograr lo mismo con menos esfuerzo. El ambiente es frío, el termómetro siempre en 11 grados, la mayor parte de la gente habla idiomas que no entiendo y quizás eso es una suerte porque se me pegan las malas mañas del inglés malhablado. No me da tiempo de deprimirme porque apenas pienso en algo se me olvida que tengo que voltear los racimos de manera que se vean las uvas desde la parte de arriba de la caja, otro de los criterios de calidad.
Todas estas tareas, por supuesto, las miden con un reloj automático que dice cuántas cajitas haces por minuto, y como se podrán imaginar yo tiendo a hacer todo a una velocidad por debajo del promedio. El primer día, durante los primeros 10 minutos estaba requete convencido de que no podría durar ni siquiera una hora en este trabajo, pues traté de identificar cómo medían la velocidad de mi trabajo que por supuesto tiene que ver con la cantidad de veces que la pesa titilaba su "well done". Pero la hora pasó y pensé que en la próxima vendría mi inminente despido, y ya había pensado mecanismos para pesar dos veces la misma cajita, pero no sabía cuál usar sin hacer mi trampa evidente y mejorar mis chances de supervivencia. Y las dos horas las sobreviví pero igual estaba convencido que no llegaría al final del día, sobre todo considerando que la jornada, es decir, la noche laboral es de 12 horas. A cierto punto noté que venía un supervisor y anotaba el indicador de velocidad así que ya sabía que miden mi productividad con los números que veo y no con una vaina escondida que tiene un gerente en su computadora. Empecé a experimentar cómo pesar dos veces la misma cajita para mejorar el indicador y también a observar con cuánta anticipación tengo que hacer trampa confundiendo al algoritmo de la máquina para que yo parezca eficaz cuando se aparezca de nuevo el supervisor. Por supuesto lo tengo que hacer con cuidado, quitando el racimo grande y pesando la cajita con los racimos pequeños y poniendo el racimo mayor arriba para que parezca al ojo ingenuo que simplemente estoy arreglando la estética cuando lo que estoy haciendo es pesando dos veces la cajita hasta llegar al peso correcto. Y ya aprendí a hacer eso practicando el arte de ser bizco pues tengo que mirar con un ojo a ver si me descubre el supervisor mientras con el otro ojo veo lo que estoy haciendo. No puedo creer que haya desarrollado esta habilidad extraordinaria. Pero es que tengo que conservar este trabajo hasta que tenga uno nuevo y si me botan no puedo pagar la deuda de la tarjeta y me muero sin medicamentos en Venezuela. Pasaron las horas del primer día y me di cuenta que de nada valía hacer trampa, lo único era aprender a visualizar un racimo de 400 gramos a ojo, y fui desarrollando esa destreza tan peculiar.
Pero llegué al final de la noche y el único entretenimiento extra laboral que tuve fue leer el texto que me mandó Leila, mi hermana, y que logré ver por el WhatsApp, durante la media hora de receso no remunerado al que tengo derecho. Me contaba de las finanzas familiares y me quedó claro que nuestros progenitores se las arreglaron para quebrar otra vez. Tengo que apretar el culo y sobresalir en este trabajo mientras consigo otro, y la novela irá más lento. Lo siento, Sofía, quería acompañarte un rato más en tu aventura, pero yo sigo aquí atrapado en esta desventura. Me prometí ponerme a buscar un trabajo profesional con urgencia y en lugar de eso me puse a escribir este post, no sé, porque necesito saber que tengo una habilidad más allá de identificar el peso de los racimos de uvas que es mucho más eficiente que buscar el modo de vencer los  algoritmos con los cuales la empresa mide la productividad.

domenica 7 aprile 2019

El impostor y su farsa (Cuento de la serie "el maldito migrante")




Muchos años después, cortando las uvas, todavía recuerdo aquella tarde de Julio, cuando salía de la oficina, completamente convencido que mi farsa habría terminado durante ese fin de semana. Lo que no me imaginaba era en qué tipo de lío estaba metido, y mucho menos su extensión. Me imaginaba lo obvio, que me habrían descubierto, pues. Había mentido para conseguir el trabajo, y ahora me tocaba pagar con la mayor de las humillaciones: la deshonra.
Aquella tarde, que aún recuerdo como si fuera ayer, andaba con la mente extraviada y reflexionaba sobre cómo había llegado allí. A mí que me da ansiedad cualquier cosa, hasta ver una película donde el protagonista inocente puede ser malinterpretado y arriesga una discusión con su amada esposa.  Me dan palpitaciones y apago el televisor para no sentir esa angustia.  La detesto. Y en aquella tarde de Julio, cuando sentía que la mentira con la que conseguí el trabajo saldría por fin a la luz se me trancó el pecho en plena vía quedándome casi sin respirar. Primero sentí las palpitaciones, luego el conato de infarto, como me toca desde que me volví hipocondríaco y finalmente sentí que el corazón se me salía por el pecho, cuando casi me ahogo. Pensé que para calmarme tenía que asumir que la farsa podría llegar a su desenlace y lo que único que tenía que hacer era reflexionar.   “Cuándo me convertí en un farsante?”, pensaba.  Sé muy bien qué día fue, fue cuando escuché al asesor, al chino, a ese asesor de refugiados que hablaba como si supiera todo.
Efectivamente, fue ese chino que me convenció que una farsa era el único camino. En fin, no me quedaba otra que ser un impostor, un poquito impostor pues, pero farsante al fin. Pensaba y pensaba y no notaba si el día era soleado y maravilloso, cosa rara en Inglaterra o si el día era otro más de esos con  la sempiterna llovizna inglesa. Qué iba a notar yo nada! Estaba tan absorto en las pesadillas que soñaba despierto que se me olvidó por cuál lado circulan los carros en Inglaterra y al cruzar la calle casi me mata una furgoneta que venía conduciendo de modo perfectamente normal,  y, por supuesto, por el lado que le toca. Escuché sus insultos británicos, nada que ver con las groserías y mentadas de madre venezolanas, pero seguí adelante porque el conductor no lograba proferir un insulto decente que me sacara de mis pensamientos y temores, y  tampoco me amenazó con matarme, que también hubiese sido una solución.
Yo no soy estrafalario por vocación, que conste. Mis circunstancias lo son, y me adapto. Todos lo que me conocen saben que básicamente yo he sido siempre una persona correcta, o mejor dicho, lo había sido, excepto una excentricidad por aquí, otra por allá, nada mayor. Y todo empezó cuando hablé con el chino, bueno, ni tan chino era, eso es otro cuento, el era otro farsante, el mismo me lo dijo, pero eso lo cuento otro día. El chino, que por cierto no era chino, me dijo que aquí en Inglaterra no cuenta lo que seas capaz de hacer, lo que hayas hecho o estudiado en tu país. Eso me dijo, y eso yo de alguna manera lo había empezado a entender. No a entender como lo entiendo hoy, porque conocer un país es un proceso largo. Pero ya había superado esa fase inicial, donde uno conoce al país como un turista, es decir, como alguien que cree que entiende todo y todo está más o menos bien.

No era muy largo el camino del trabajo a la estación de tren, pero de algún modo se me hizo largo entre infarto hipocondríaco, atropellamientos reales, insultos británicos, pesadillas soñadas despiertas, recuerdos de la conversación con el chino,  y las miradas inquisidoras de los transeúntes que estaban fuera de sospecha pero que ya parecían acusarme de ser el gran farsante. Me ponía las manos en el bolsillo para palpar el celular, porque el celular de la oficina era el medio de mi destrucción, para ver si por suerte no lo tenía y me lo había imaginado todo, pero allí estaba, en el bolsillo. Y podría sonar en cualquier momento. Y mi incapacidad de resolver el problema me iba a delatar. Y la verdad se sabría. Quien me manda a aceptar un trabajo que no puedo hacer por falta de competencias. Quien más se puede meter en estos líos, yo y mi vida estrafalaria. Qué dirían mis panas venezolanos si supieran en lo que me he metido aquí en Inglaterra, mejor que no sepan.
 Y el chino tenía razón, pero yo todavía no había vivido lo suficiente en este país para entender la profundidad de sus aseveraciones. Pero había sufrido lo suficiente para entender que tenía razón y tenía que vivir la farsa, la gran impostura, si quería progresar y seguir adelante. De lo contrario seguiría con trabajos a destajo sin cualificación, con sueldo mínimo y demás, así que tuve que hacerlo. Tuve que mentir. Mis habilidades de Venezuela no servían, así que tenía que reinventarme. Y eso hice.
La verdad es que, pensándolo bien, cualquier persona razonable aceptaría una pequeña mentirilla, si por lo menos escondiera alguna verdad detrás. Algo así como decir que uno tiene experiencia de trabajo con un programa de computadora pero en realidad tiene experiencia con otro parecido y conoce el programa en cuestión. Una mentirita, pues. Pero la mentira que tenía que decir es la mentira más grande que se puede decir en Inglaterra. Tenía que decir que entendía el inglés. Vaya, peor no se puede. Pero yo me las arreglé para que fuese peor, claro.
Aclaro que sí entendía cierto inglés, pero solo el inglés lento, culto y pausado de los extranjeros, no el inglés vivaz, cotidiano y con acentos locales. También entendía, a medias,  el inglés escrito, científico, latinizado. Pero cómo iba yo a entender este dialecto de Yorkshire, Lancaster o Liverpool.  Ese inglés no lo entendía para nada, en fin, no entendía el inglés verdadero. Solo entendía el inglés de curso de inglés intermedio, pues. Poco más del inglés de bachillerato venezolano, de a dos horas por semana, y que además lo metían como un descanso entre las clases serias, demandantes y cansonas de física, química y demás. Maldije mil veces mi educación venezolana. Y es que en Venezuela en el colegio aprendemos a pasar exámenes en inglés, algo de gramática, algo de ortografía. Un par de meses de Centro Venezolano Americano me soltó un poco y todos tenemos el reto de aprender algo en algún momento, aunque sea viendo películas con subtítulos. En el postgrado algo aprendí cuando nos daban bibliografía en inglés. Diccionario en mano las lecturas las hacía, sin importarme para nada como se pronunciaban las cosas.
En fin, podía leer, escribir algo, decir algunas cosas. Y hasta podía entender al chino que no era chino, que resultó ser vietnamita, podía entender a un alemán, o a un ruso, pero no a un inglés. Cada dos frases de un inglés verdadero contenía una palabra que me despistaba, justo la palabra mágica para entender el todo. Y eso era cuando tenía suerte. Cuando la suerte me desfavorecía, entonces no entendía nada de nada. Ni siquiera entendía donde terminaba una palabra y donde empezaba la otra.
Fue así que cuando conseguí la planilla para entrar al Refugee Council, en la sección de idiomas, descaradamente puse español, además de inglés. Como iba a llenar una solicitud de trabajo y escribir algo así como que por cierto, no entiendo el idioma de este país pero vale la pena que me contraten igual. Me daba risa pensar que el jurado que evaluaba las solicitudes, si es que había un jurado, se desternillaría de la risa con semejante nota. Me los imaginaba gritando: este quiere un puesto de ingeniero pero no sabe restar ni entiende de ecuaciones. Vaya pendejo.
Me estudié cuidadosamente la descripción del cargo así como el perfil del candidato que buscaban. Anoté todas las posibles preguntas que me podían hacer. Y me aprendí las palabras claves, no para entender las preguntas, tarea imposible, sino para poder atisbar posibles respuestas ante los temas de las preguntas, sin aspirar propiamente a responder. Con algunas palabras claves me las arreglaría, pensaba yo.  Todo eso lo hice, no porque sea particularmente osado, sino porque el chino me había recomendado que lo hiciera. No para obtener el trabajo, por supuesto, sino para ir aprendiendo a usar el vocabulario de la entrevista. Luego poco a poco aprendería a descifrar el inglés y podría hasta tener un trabajo de portero en una organización con el calibre y reputación del British Refugee Council. Poco a poco me insertaría y algún día podría hasta a aspirar a ser consejero para los refugiados. Vaya plan.   
Y fue así que introduje mi solicitud de empleo y competí por la posición de portero que me pareció un paso razonable. Como puedo ser portero sin entender ni pío, eso se verá. Ya me imaginaba que alguien me preguntaba dónde estaba el buzón del correo y yo le respondía que los sábados estaba cerrado, que desastre. “Pero por ahora, basta con entender a los que me hagan la entrevista”. Y luego aprenderé poco a poco. Fui a la entrevista, respondí a lo que pudieron ser las preguntas y no me salió el trabajo. Y me fui acostumbrando a la respuesta…”unfourtunately for this occasion your application was not successful…Claro, de a bola que no podía ser successful nada.
Pero la persistencia es una de las claves del triunfo, así que siguiendo la recomendación del chino, pedí el feedback. Y resultó ser que no tenía nada que ver con el hecho de que no entendí un comino de lo que me preguntaron, porque no se sorprendieron por las respuestas, sino que no tenía experiencia porteril en Inglaterra. Vaya, pues. Necesitaba haber sido portero por dos años en Inglaterra. Nada más. Como que si todo lo demás no contara.
Pocos meses después apareció otro anuncio del Refugee Council. Buscaban Project Workers, así con mayúscula lo escriben ellos, y cuando leí la descripción del cargo era requete evidente de que no podría ejercer ese oficio, pues tenía que dar asistencia y apoyo a solicitantes de asilo en Inglaterra. La descripción del cargo era bien específica, nada que ver con lo que nos dicen en Venezuela, y estuve fantaseando sobre cómo ejercería ese cargo si pudiera entender bien el inglés. Algún día será. Pues bien, decidí enviar mi solicitud. Mi intención era sobrevivir a la entrevista, ir practicando pues, y así podría tener éxito en mi posición de portero si vuelve a aparecer.
Para mi sorpresa me seleccionaron para una entrevista. Una entrevista para un cargo donde tebdrías que asesorar y abogar por la gente, ¡Qué susto! Después de muchos titubeos decidí ir, y, por supuesto, fui con el terrible miedo de hacer el gran ridículo, pero me preparé. Preparadísimo. Fui a hablar con el chino y me felicitó. Aprendí una palabra nueva, bold, osado. El mundo es de los osados, todavía pasarán dos años para que trabajes en un sitio como ese, pero por allí se empieza. Había llenado todas las planillas, escrito con detalle cada respuesta y por supuesto, mentí otra vez con lo del idioma. Y agregué otra mentira más, esto es, que tenía experiencia con solicitantes de asilo en Inglaterra. No es que fuera una mentira absoluta, pero era una exageración cósmica pues sí, sí  tenía una experiencia muy precaria, era voluntario en una organización para asilados, un poco para practicar el inglés, pero lo único que hacía allí era limpiar platos sucios, y solo lo hice un par de meses, y solo un día a la semana, y solo una media hora. Pero después de algunas reflexiones éticas y filosófica decidí que no importaba mentir, total el trabajo no me lo darían. Un entrevistador era árabe, que suerte, a ese lo pude entender. A los otros dos, no. Me hicieron 9 preguntas, entendí solo tres. Las otras las descifré un poco gracias a las palabras clave y mi estudio de la descripción del cargo y perfil de los candidatos, todo por internet, que todavía era algo novedoso.
Al llegar para la entrevista puse en práctica todas mis habilidades histriónicas probadas solo en el grupo de teatro del colegio. Efectivamente, llegué a la entrevista diciendo que me dolían los oídos porque estaba en recuperación de una condición tropical. Los entrevistadores se vieron preocupados pero les añadí en seguida que no era grave, que solo necesitaba que hablaran despacio porque oía de manera confusa, pero eso duraría solo 3 semanas. En fin, logré que me hablaran ridículamente pausado, casi con subtítulos, y de algún modo justifiqué que me repitieran las preguntas varias veces sin sentirme bobo.
La entrevista terminó, me fui a casa y me olvidé del caso. Primera entrevista para un trabajo serio y profesional. Un engaño total, pero había logrado mi objetivo. Volví a casa tomando el mismo tren que meses después tendría que tomar en esa tarde de julio cuando reconstruía toda la historia en mente. Recordaba que cuando llegué a casa me eché a reír. Risa y risa. Pensaba en lo loco que había sido al presentarme a una entrevista de trabajo sin entender el idioma y me daban ataques de carcajadas.
Pocas horas después me llamó alguien. No estaba seguro quién. Decía que era del Refugee Council. Qué angustia. Me di cuenta que era el entrevistador árabe. No lo entendía. Pero parecía que me había dicho que me ofrecían el trabajo. Obviamente no podía ser cierto. Y seguía  hablando. Qué ansiedad. No cabía duda de lo que entendía: me habían ofrecido el trabajo, cosa imposible. Le dije que iría, porque no entendía lo que me decía debido a mi dolor de oídos.
Fui. Y sí. Me ofrecieron el trabajo. Si hubiese entendido lo que me decía por teléfono, hubiera podido decir que no podía aceptar por razones personales, y ya. Pero no entendía nada y como un tonto me comprometí a ir para entender qué decía. Y sí, me ofreció el trabajo. Inmediatamente le dije que no podía porque mi comprensión del inglés era limitada. Traté de sincerarme pero el esfuerzo por ser honesto fue en vano pues me dijo que no importaba, que ya se me quitaría el problema del oído y volví a intentar la honestidad y lo corregía diciendo que el dolor no era para tanto, que el problema era que no entendía y él me dijo que si contesté bien entendiendo poco quería decir que tenía las competencias para el trabajo. No tenía remedio, o era brutalmente explícito con mi farsa o aceptaba el trabajo. La otra opción era gritar no, no y no y salir corriendo con las manos en la cabeza y pasar por loco. Tampoco podía hacer eso así que decidí aceptar mi destino. Y así fue que empecé a trabajar como asesor en un país donde no entendía lo que la gente decía. Me salté la fase de portero.
Desde el día que me nombraron Project Worker hasta el día que tenía que empezar a trabajar pasaron dos semanas. Para poder asistir a los solicitantes de asilo tenía que identificar qué problema los aquejaba y, siguiendo las regulaciones del sistema británico de asistencia a los refugiados, recomendar una solución y, con el permiso del solicitante de asilo, abogar por su resolución ante la organización gubernamental, privada o caritativa que pudiera ayudar. Así que en esas dos semanas me aprendí casi de memoria el manual con las regulaciones, leyes y listado de organizaciones con las que tenía que interactuar. La tarea no era imposible si hubiese entendido lo que la gente decía, claro. Pero yo no entendía casi nada, y no servía ni para portero o para atender un teléfono. O, como ya he dicho, solo entendía a los que hablaban el inglés tan mal  o peor que yo. Y así fue como me fui convirtiendo en impostor profesional.
El dolor de los oídos y mis dificultades auditivas lo fui extendiendo por la mayor cantidad posible de días. El entrevistador árabe, que resultó ser mi jefe, me dio un plan de entrenamiento que básicamente consistía en observar lo que un experto hacía. Yo asistía a las sesiones, escuchaba al refugiado hablar en su idioma, en aquella época normalmente kurdo o lingala, una lengua del Congo, un traductor traducía al inglés, y yo medio entendía. De allí en adelante no tenía ni idea de lo que pasaba. El project worker contestaba algo que yo no entendía, que venía traducido al kurdo, idioma que fui aprendiendo también, y luego ocurrían unas llamadas por teléfono donde el project worker hablaba del problema con alguien de alguna oficina del gobierno, quien sabe cuál. Yo ni me enteraba. Cuando tenía suerte, no me explicaban nada. Cuando tenía muy mala suerte, el project worker me explicaba y yo asentía con la cabeza, como si hubiese entendido, solo para disimular mi impostura. Que desastre.
Los días fueron pasando, y estudiando de noche qué podría haber pasado en el día, poco a poco fui descifrando algo, pero no mucho, de lo que tenía que hacer. Pero llegó el primer día que tenía que hacer algo solo. Y era por teléfono. Y era en casa. Y esa fue la tarde que caminaba hacia la estación.
La tarea era sumamente simple. Si algún policía de Leeds o de otra ciudad de esta región conseguía una persona indocumentada y potencialmente en necesidad de pedir asilo, la policía llamaría al teléfono de la oficina que ahora yo cargaba en el bolsillo. Yo lo único  tenía que hacer era atender el teléfono, llamar a un taxi, de una lista de taxis que estaban disponibles  y darle la dirección de donde estaba la persona, y el taxi recogería la persona y los llevaría a la ciudad de Liverpool a pedir asilo. Y al volver al trabajo el lunes, reportaría el suceso así el taxista venía pagado. En fin, una tontería. Una tontería para el que entiende, claro.
Así que mientras caminaba hacia la estación, tras los conatos de infartos, atropellamientos y demás trataba de convencerme que llamar a un taxi no es una tarea titánica para alguien que habla inglés por más que no entienda nada. En fin, sólo tenía que dar la dirección, no pasa nada. Y al final esperar un yes o un no, tarea no siempre fácil con el sentido del humor inglés, eso lo sabía, pero se puede sobrevivir a eso.  El problema era entender la dirección que me daba la policía en ese momento de la prehistoria, hace pocos años, cuando los GPS todavía no existían. Cómo haría?
Nasser, el entrevistador árabe que resultó ser mi jefe se reía de mí. “Claro que vas a poder, yo también lo hice”. A este punto ya él se había dado cuenta de que yo entendía muy poco, todavía no sabía que no entendía casi nada y yo había descubierto que él tampoco entendía mucho, aunque él entendía mucho más que yo, por supuesto. Se formó una cierta solidaridad de criptosordos lingüísticos. Pero yo sabía que tenía menos oportunidades que él de tener éxito en esta tarea que él logró con éxito en sus tiempos. Yo estaba seguro, en parte por mi suerte, que me tocaba uno de esos taxistas que no se les entiende nada de nada, y uno de esos policías que todavía no había descubierto los sonidos consonantes y que gritaba si uno no entiende, en lugar de hablar más despacio y cambiar las palabras que usa…
Así que caminando hacia la estación, como decía, pensaba en cómo haría para sobrevivir  y cómo enfrentaría las eventualidades que podrían pasar. Ya el jefe me había dicho que cuando mucho llamarían una o dos veces durante todo el fin de semana, y que normalmente no llamaba nadie. Tocaba el teléfono, estaba allí, y la farsa quedaría al descubierto cuando se comprobara que no era capaz ni siquiera de atender una llamada telefónica.
Pasó el viernes, y tuve suerte. Pasó el sábado y tuve suerte, y empezaba a sentir que la suerte estaba de mi lado. Y mucha suerte, porque cada hora con ese teléfono me la pagaban. Vaya.
Y el teléfono repico el domingo en la madrugada. Respondí con temor. Apenas dije el temido “good afternoon”, alguien soltó una retahíla de frases que yo sabía que eran en inglés, pero de haber sido en una película hubiera pensado que era noruego, danés o algo así. Sólo entendí una cosa y fue un “good morning”, bien acentuado, después de mi “good afternoon” mañanero , como para recordarme que todo sale mal a veces.  Cálmate, me dije, y pide la dirección. Lo hice y el tipo subió la voz, como era de esperarse, pero siempre dentro de los límites de lo que permite el decoro inglés. Emitió unos sonidos que supuse que significaban lo mismo, con las mismas palabras, pero seguía sin saber qué me decía.
Ya me había preparado para esta eventualidad. Ya había investigado cómo se decía que la línea de teléfono no estaba bien y que hablara más despacio. La frase en inglés la ensayé varias veces, pero me costó terminarla porque el tipo tenía algo que comentar, quien sabe qué. Trancó el teléfono y ni me acordé del cuento de los oídos estropeados.
Cogí aire. “Llamará de nuevo”. Al repicar, contesté de nuevo y otra vez dijo algo que yo no entendía. Seguramente me preguntaba si ahora podía oír. Así que repetí que la línea estaba mala, pero que intentara hablar despacio. Y se me olvidó de nuevo lo de los oídos. Con tono contrariado dijo algo y cortó.
Tercer intento, igual. Cuarto. Igual. Al enésimo intento, cuando ya tenía la autoestima por el suelo, pasó algo diferente. Y no fue que se me ocurrió recordar el cuento de los oídos destrozados por la lepra, sino que pensé algo un poco menos práctico. A lo mejor no era la policía, pensé, podría ser un vendedor de seguros o de planes funerarios, así que pregunté si era la policía. El policía perdió la compostura, claro, después de todas estas llamadas le pregunté si era de la policía, y claro, por primera vez oí un oficial de policía británico soltar el equivalente de una mentada de madre, a su manera, y luego, según entendí después, me dijo que era de la policía de Hull, una ciudad en el extremo oriental de Inglaterra. Yo ni sabía que esa ciudad existía así que entendí que era la policía de wool, lana. Yo no le pregunté por qué habría una policía de la lana, porque seguramente me diría que cuidaban ovejas, o algún otro chiste sarcástico, y yo ya estaba que tendría un suicidrómetro en rojo, si existiera tal aparato,  pero no me quedaba otra que flagelarme con la culpa  y encubrir mi ignorancia como estupidez,  que más remedio, quién me manda a andar de impostor, mejor me voy a otro país, y demás.
Pero todavía no había tocado fondo en mi desgracia. Cuando le pregunté a quién tenía que buscar el taxi, me dijo que eran 18, sí, 18 personas. O sea que tenía que arreglar varios taxis. Me dio la dirección y fue allí, cuando deletreaba letra por letra, que entendí que había un sitio llamado Hull.  Al terminar la llamada, miré el mapa. Todavía no existía el google maps así que fue una proeza. Y si, Hull no estaba nada cerca. Era otra ciudad, y estaba en el extremo oriental del país. Y a los presuntos refugiados había que llevarlos al extremo occidental. No es que Inglaterra sea tan grande, que no es, pero una caravana de taxis es demasiado costosa para estar cruzando el país. Y si contrataba todos esos taxis, agotaría el presupuesto anual del Refugee Council, o eso pensé. Así que tenía que improvisar una solución. Mi ascendencia latina me ayudaría. Nada de rigideces británicas de las que hablaba el chino, ahora sí que voy a mostrar mi creatividad y mi capacidad de resolver problemas.
Y fue allí que se me ocurrió que en lugar de un taxi, alquilaría un autobús aunque no tuviera dinero ni acreditación oficial. Sólo con mi teléfono y capacidad de persuasión. Cualquiera que conozca Inglaterra sabe que eso es imposible. Hoy en día ni lo intentaría. Pero la ignorancia es osada así que lo intenté y lo logré.  El cuento entero de cómo logré hacerlo sería una historia larga como una novela de Tolstoi. Me encantaría escribir la novela de cómo contraté el autobús, pero estoy escribiendo otra novela, de una refugiada venezolana, y este relato es solo un pasatiempo. Pero cuando por fin logré contratar la furgoneta-bus, a avanzadas horas de la noche, me sentí por fin orgulloso.  Todas las amarguras anteriores se endulzaron y ahora mi vida sabía al fondo azucarado de un café amargo. Y allí fue que recordé el chino con todo mi agradecimiento.
El autobús había sido alquilado y a la mañana siguiente temprano arreglaría el papeleo. El autobús costó menos que dos taxis. No sólo le ahorré el dinero a la organización de la flotilla de taxis, sino que le facilité el trabajo a la policía de Hull que no tuvo que mandar una flotilla de patrullas a seguir los taxis. Así que salí temprano de casa porque no podía esperar la hora para contar mi victoria al jefe. Tamaña victoria, pues.
Cuando venía de vuelta, desde la estación de tren hacia la oficina, puse especial atención al cruzar las calles, ahora si valía la pena preservar la vida. Mi farsa con la comprensión del inglés se compensaba con mi habilidad de negociación. Las pesadillas del viernes se cambiaron por fantasías relatando el cuento de mi éxito. Tenía razón el chino, bastaba fingir hasta hacer valer tu audacia y profesionalismo. Ya aprendería a entender mejor. El fin de semana fue un curso intensivo de inglés, pero al final le ahorré a la organización el valor de un mes de mi salario.
 Me sentí tan orgulloso que hasta me puse arrogante y, ya sin infartos ni sofocos, pensé que al pobre chino le había costado más tiempo que a mí lograr algo en Inglaterra, pero mi situación no se podía comparar. Soy un privilegiado. Pensé en la gran suerte de provenir de una familia italiana culta, con espíritu empresarial, de haber estudiado en la Universidad Católica y de tener estándares altos en la vida. Por fin dejé se sentirme como el pobre migrante que apenas entiende el idioma, sino como el depositario de una cultura milenaria y tomaba posesión de mi puesto en esta sociedad nueva. Los mismos pasos que caminé llenos de angustia el viernes, los caminaba a la inversa con orgullo y plenitud.
Cuando el jefe llegó, a la hora en punto, le conté la historia y le dio risa, pero entendí por su expresión que no le gustó. Estaba un tanto confundido. Pensé que a lo mejor su experiencia en un país árabe, sin compromiso por la eficiencia, le nublaba la capacidad de entender mi éxito. Hoy, cortando las uvas, me doy cuenta que fui un racista y me avergüenzo. El jefe me dijo que seguro yo  estaba en problemas con su jefa, Margot Cooper, quien normalmente llegaba tarde a la oficina, con su ropa de gimnasio.
Efectivamente la jefa llegó a las diez de la mañana. Salió de su oficina furiosa hacia mí, blandiendo, como si fuera una bandera, la prueba del crimen, la hoja donde estaban anotados los teléfonos de las líneas de taxi que se suponía que yo tendría que haber llamado. Me dijo, “no te dijeron que mandaras un taxi de la lista?” La pude entender gracias a la gesticulación, la hoja de papel y, como de costumbre, algunas palabras clave.

Así fue que empecé a entender que el lío en el que estaba metido no era ser un farsante, sino que la organización donde estaba era la farsante, donde no importaba hacer las cosas bien, sino hacerlas de acuerdo a las normas. No importaba lo que uno entendiera, sino lo que uno dijera. No importaba el éxito, sino el procedimiento. Y la única manera de integrarme era corrompiéndome, cosa que solo hice a medias, hasta que no lo hice más,  pero eso es tema otros cuentos. Por ahora sigo con Sofía, que es la refugiada de mi novela.

lunedì 18 marzo 2019

Susto y gusto de galleta. (Cuento de la serie "el maldito migrante")


Hoy me compré el último paquete de galletas de mantequilla por mucho tiempo. Adquirí el hábito de comprar esas galletas hace más de un año, justo cuando me diagnosticaron cáncer.

El oncólogo, en mi primera cita, había acabado con mis esperanzas de que la cosa no fuera tan grave. Me respondió claramente a mis preguntas atropelladas: “la vejiga no la vas a perder, pero la configuración del ADN del cáncer que tienes es del tipo 3, el peor. Las probabilidades de curarse son del 30%”.

Bueno, algo es algo, pensé. En realidad estaba algo contento que me dijeran que no estaba en una fase incurable, con metástasis y todo lo demás. Como buen hipocondríaco estaba preparado para lo peor. Y la idea de andar con una bolsa guindando de la correa, con todos mis meados, me asustaba y sabía que, de poder vivir así, estaría siempre solo; sin vida sexual, además, porque quién se va a calar a un viejo quecarga con una bolsa con su meado.

La tristeza era de todos modo profunda. Por supuesto que tenía esperanzas de que no fuera cáncer, pero el examen del urólogo indicaba que tenía unos hongos en la vejiga a los que les tomaron unas fotos. Yo vi los hongos de la muerte. El peor cáncer de todos, no me pregunten el nombre. Pero “podría ser otra cosa” dijo el primer médico, pero en su mirada pude leer el escepticismo de su aseveración. Fue ese día, al salir del hospital, que compré las galletas de mantequilla por primera vez. Me encantan. Y solo las compro allí.

Al hablar con el oncólogo, uno de los consuelos que tuve fue pensar que no me consiguieron esto en Venezuela, donde seguro que me moriría pronto, o ya me hubiese muerto, por falta de medicamentos para la presión alta y demás. Otro fue que no emigré a los Estados Unidos, donde esto me costaría una fortuna o tendría que batallar con los seguros, que como se sabe, son unas empresas delincuenciales y rapaces. Pero ningún consuelo me quitaba la opresión del pecho que da la tristeza de creerme listo para morir. La palabra morir es horrible. Así que las galletas de mantequilla estaban más que justificadas, sin importar que cuan alto fuera su nivel de azúcar y mi decreciente tolerancia a los lácteos.

La quimioterapia fue un paseo porque localizada. Pasé por un tratamiento horroroso donde me metían una manguera por el piripicho. Digo piripicho y no falo, o pene o pinga o machete porque el pobre era solo un piripicho atemorizado. Por allí se metía la manguera hasta llegar a la vejiga donde me inyectaban una vaina llamada BCG, en inglés, que es una especie de diablo rojo, el mismo que se usaba en Vzla para destapar cañerías. Al mearlo, dos horas después de inyectado, tenía que limpiar la poceta con cloro porque, según me explicaron, si el BCG salpica y toca a la piel de alguien se puede quemar. Vaya, y yo cargando con eso en mi vejiga por dos horas. La verdad es que en la vejiga el diablo rojo apenas se siente. Pero de allí tiene que salir y les ahorro el cuento de lo que quema esa vaina en el glande. Y ya se imaginarán como quema eso cuando pasa por las tuberías que van de la vejiga hasta afuera, pues además están maltratadas con la manguera y demás. En fin, las galletas estaban super justificadas después de reverendo abuso.

Tuve varias sesiones con esos tratamientos a lo largo de un año. Una cada semana, salvo unas semanas de reposo, por motivos que desconozco. Cada vez que veía las malévolas mangueras, catéteres en lengua médica, me aterrorizaba al pensar que me iban a pene-entrar con eso. La parte más jodida es cuando te atraviesan la próstata. Al finalizar el procedimiento me iba a la tienda de las galletas de mantequilla y las disfrutaba en camino a casa, donde tenía que esperar por hora y media hasta que podía mear y sufrir el diablo rojo recorriendo el camino inverso de las mangueras. No les sigo describiendo porque a alguno de mis panas puede que le toque esta tortura y a lo mejor termina creyendo que es peor de lo que es. Tranquilos, pan comido.

Pan comido nada. Después de varios meses de hostigamiento permanente a mi pobre falo guerrero , me avisaron que ya era hora de detener el ataque al cáncer. Los hongos se murieron, no se reprodujeron y tengo la vejiga de un bebé. Yo mismo la vi cuando me hicieron la última citoscopy, quien sabe como se dice en español. No tengo cáncer, en fin.

Por suerte no perdí el tiempo escribiendo oraciones en facebook, ni malgasté dinero en velitas, ni le rezé a ningún santo, ni a Jesusito, ni al padre, ni a la Virgen. El ateísmo mío sigue intacto. Por suerte para mis amigos no le pedí a nadie que compartiera pendejadas en facebook que solo sirven para deprimir a los demás y sobre todo no tuve la soberbia de pedirle a nadie que probara su amistad conmigo leyéndose toda la parafernalia supersticiosa que suele acompañar a estas cosas y que pasara la vergüenza de escribir amén o algo peor en los comentarios.

Tampoco me dio por meterme a comer zanahorias o limones con miel que curan el cáncer. Ni ninguna otra excentricidad esotérica. Sólo conté con la eficiente ayuda médica que es posible gracias a la ciencia que a pasos agigantados nos devela los secretos del cuerpo y la vida. La única cosa rara que hice fue disfrutar de las galletas de mantequilla en el festival diabético que me permití después de cada violación a mi pobre soldado maltrecho.

Poco a poco me fui acostumbrando al abuso a mi genitalidad que impone este tratamiento médico, así que casi que me alegraba al ir al hospital a comprar las galletas. Así que al salir del hospital hoy, cuando me dijeron que estaba curado y que solo tengo que chequerame cada seis meses, casi que me puse triste y me compré dos paquetes de galletas de mantequilla. Las más simples de todas. Me encantan.