domenica 7 aprile 2019

El impostor y su farsa (Cuento de la serie "el maldito migrante")




Muchos años después, cortando las uvas, todavía recuerdo aquella tarde de Julio, cuando salía de la oficina, completamente convencido que mi farsa habría terminado durante ese fin de semana. Lo que no me imaginaba era en qué tipo de lío estaba metido, y mucho menos su extensión. Me imaginaba lo obvio, que me habrían descubierto, pues. Había mentido para conseguir el trabajo, y ahora me tocaba pagar con la mayor de las humillaciones: la deshonra.
Aquella tarde, que aún recuerdo como si fuera ayer, andaba con la mente extraviada y reflexionaba sobre cómo había llegado allí. A mí que me da ansiedad cualquier cosa, hasta ver una película donde el protagonista inocente puede ser malinterpretado y arriesga una discusión con su amada esposa.  Me dan palpitaciones y apago el televisor para no sentir esa angustia.  La detesto. Y en aquella tarde de Julio, cuando sentía que la mentira con la que conseguí el trabajo saldría por fin a la luz se me trancó el pecho en plena vía quedándome casi sin respirar. Primero sentí las palpitaciones, luego el conato de infarto, como me toca desde que me volví hipocondríaco y finalmente sentí que el corazón se me salía por el pecho, cuando casi me ahogo. Pensé que para calmarme tenía que asumir que la farsa podría llegar a su desenlace y lo que único que tenía que hacer era reflexionar.   “Cuándo me convertí en un farsante?”, pensaba.  Sé muy bien qué día fue, fue cuando escuché al asesor, al chino, a ese asesor de refugiados que hablaba como si supiera todo.
Efectivamente, fue ese chino que me convenció que una farsa era el único camino. En fin, no me quedaba otra que ser un impostor, un poquito impostor pues, pero farsante al fin. Pensaba y pensaba y no notaba si el día era soleado y maravilloso, cosa rara en Inglaterra o si el día era otro más de esos con  la sempiterna llovizna inglesa. Qué iba a notar yo nada! Estaba tan absorto en las pesadillas que soñaba despierto que se me olvidó por cuál lado circulan los carros en Inglaterra y al cruzar la calle casi me mata una furgoneta que venía conduciendo de modo perfectamente normal,  y, por supuesto, por el lado que le toca. Escuché sus insultos británicos, nada que ver con las groserías y mentadas de madre venezolanas, pero seguí adelante porque el conductor no lograba proferir un insulto decente que me sacara de mis pensamientos y temores, y  tampoco me amenazó con matarme, que también hubiese sido una solución.
Yo no soy estrafalario por vocación, que conste. Mis circunstancias lo son, y me adapto. Todos lo que me conocen saben que básicamente yo he sido siempre una persona correcta, o mejor dicho, lo había sido, excepto una excentricidad por aquí, otra por allá, nada mayor. Y todo empezó cuando hablé con el chino, bueno, ni tan chino era, eso es otro cuento, el era otro farsante, el mismo me lo dijo, pero eso lo cuento otro día. El chino, que por cierto no era chino, me dijo que aquí en Inglaterra no cuenta lo que seas capaz de hacer, lo que hayas hecho o estudiado en tu país. Eso me dijo, y eso yo de alguna manera lo había empezado a entender. No a entender como lo entiendo hoy, porque conocer un país es un proceso largo. Pero ya había superado esa fase inicial, donde uno conoce al país como un turista, es decir, como alguien que cree que entiende todo y todo está más o menos bien.

No era muy largo el camino del trabajo a la estación de tren, pero de algún modo se me hizo largo entre infarto hipocondríaco, atropellamientos reales, insultos británicos, pesadillas soñadas despiertas, recuerdos de la conversación con el chino,  y las miradas inquisidoras de los transeúntes que estaban fuera de sospecha pero que ya parecían acusarme de ser el gran farsante. Me ponía las manos en el bolsillo para palpar el celular, porque el celular de la oficina era el medio de mi destrucción, para ver si por suerte no lo tenía y me lo había imaginado todo, pero allí estaba, en el bolsillo. Y podría sonar en cualquier momento. Y mi incapacidad de resolver el problema me iba a delatar. Y la verdad se sabría. Quien me manda a aceptar un trabajo que no puedo hacer por falta de competencias. Quien más se puede meter en estos líos, yo y mi vida estrafalaria. Qué dirían mis panas venezolanos si supieran en lo que me he metido aquí en Inglaterra, mejor que no sepan.
 Y el chino tenía razón, pero yo todavía no había vivido lo suficiente en este país para entender la profundidad de sus aseveraciones. Pero había sufrido lo suficiente para entender que tenía razón y tenía que vivir la farsa, la gran impostura, si quería progresar y seguir adelante. De lo contrario seguiría con trabajos a destajo sin cualificación, con sueldo mínimo y demás, así que tuve que hacerlo. Tuve que mentir. Mis habilidades de Venezuela no servían, así que tenía que reinventarme. Y eso hice.
La verdad es que, pensándolo bien, cualquier persona razonable aceptaría una pequeña mentirilla, si por lo menos escondiera alguna verdad detrás. Algo así como decir que uno tiene experiencia de trabajo con un programa de computadora pero en realidad tiene experiencia con otro parecido y conoce el programa en cuestión. Una mentirita, pues. Pero la mentira que tenía que decir es la mentira más grande que se puede decir en Inglaterra. Tenía que decir que entendía el inglés. Vaya, peor no se puede. Pero yo me las arreglé para que fuese peor, claro.
Aclaro que sí entendía cierto inglés, pero solo el inglés lento, culto y pausado de los extranjeros, no el inglés vivaz, cotidiano y con acentos locales. También entendía, a medias,  el inglés escrito, científico, latinizado. Pero cómo iba yo a entender este dialecto de Yorkshire, Lancaster o Liverpool.  Ese inglés no lo entendía para nada, en fin, no entendía el inglés verdadero. Solo entendía el inglés de curso de inglés intermedio, pues. Poco más del inglés de bachillerato venezolano, de a dos horas por semana, y que además lo metían como un descanso entre las clases serias, demandantes y cansonas de física, química y demás. Maldije mil veces mi educación venezolana. Y es que en Venezuela en el colegio aprendemos a pasar exámenes en inglés, algo de gramática, algo de ortografía. Un par de meses de Centro Venezolano Americano me soltó un poco y todos tenemos el reto de aprender algo en algún momento, aunque sea viendo películas con subtítulos. En el postgrado algo aprendí cuando nos daban bibliografía en inglés. Diccionario en mano las lecturas las hacía, sin importarme para nada como se pronunciaban las cosas.
En fin, podía leer, escribir algo, decir algunas cosas. Y hasta podía entender al chino que no era chino, que resultó ser vietnamita, podía entender a un alemán, o a un ruso, pero no a un inglés. Cada dos frases de un inglés verdadero contenía una palabra que me despistaba, justo la palabra mágica para entender el todo. Y eso era cuando tenía suerte. Cuando la suerte me desfavorecía, entonces no entendía nada de nada. Ni siquiera entendía donde terminaba una palabra y donde empezaba la otra.
Fue así que cuando conseguí la planilla para entrar al Refugee Council, en la sección de idiomas, descaradamente puse español, además de inglés. Como iba a llenar una solicitud de trabajo y escribir algo así como que por cierto, no entiendo el idioma de este país pero vale la pena que me contraten igual. Me daba risa pensar que el jurado que evaluaba las solicitudes, si es que había un jurado, se desternillaría de la risa con semejante nota. Me los imaginaba gritando: este quiere un puesto de ingeniero pero no sabe restar ni entiende de ecuaciones. Vaya pendejo.
Me estudié cuidadosamente la descripción del cargo así como el perfil del candidato que buscaban. Anoté todas las posibles preguntas que me podían hacer. Y me aprendí las palabras claves, no para entender las preguntas, tarea imposible, sino para poder atisbar posibles respuestas ante los temas de las preguntas, sin aspirar propiamente a responder. Con algunas palabras claves me las arreglaría, pensaba yo.  Todo eso lo hice, no porque sea particularmente osado, sino porque el chino me había recomendado que lo hiciera. No para obtener el trabajo, por supuesto, sino para ir aprendiendo a usar el vocabulario de la entrevista. Luego poco a poco aprendería a descifrar el inglés y podría hasta tener un trabajo de portero en una organización con el calibre y reputación del British Refugee Council. Poco a poco me insertaría y algún día podría hasta a aspirar a ser consejero para los refugiados. Vaya plan.   
Y fue así que introduje mi solicitud de empleo y competí por la posición de portero que me pareció un paso razonable. Como puedo ser portero sin entender ni pío, eso se verá. Ya me imaginaba que alguien me preguntaba dónde estaba el buzón del correo y yo le respondía que los sábados estaba cerrado, que desastre. “Pero por ahora, basta con entender a los que me hagan la entrevista”. Y luego aprenderé poco a poco. Fui a la entrevista, respondí a lo que pudieron ser las preguntas y no me salió el trabajo. Y me fui acostumbrando a la respuesta…”unfourtunately for this occasion your application was not successful…Claro, de a bola que no podía ser successful nada.
Pero la persistencia es una de las claves del triunfo, así que siguiendo la recomendación del chino, pedí el feedback. Y resultó ser que no tenía nada que ver con el hecho de que no entendí un comino de lo que me preguntaron, porque no se sorprendieron por las respuestas, sino que no tenía experiencia porteril en Inglaterra. Vaya, pues. Necesitaba haber sido portero por dos años en Inglaterra. Nada más. Como que si todo lo demás no contara.
Pocos meses después apareció otro anuncio del Refugee Council. Buscaban Project Workers, así con mayúscula lo escriben ellos, y cuando leí la descripción del cargo era requete evidente de que no podría ejercer ese oficio, pues tenía que dar asistencia y apoyo a solicitantes de asilo en Inglaterra. La descripción del cargo era bien específica, nada que ver con lo que nos dicen en Venezuela, y estuve fantaseando sobre cómo ejercería ese cargo si pudiera entender bien el inglés. Algún día será. Pues bien, decidí enviar mi solicitud. Mi intención era sobrevivir a la entrevista, ir practicando pues, y así podría tener éxito en mi posición de portero si vuelve a aparecer.
Para mi sorpresa me seleccionaron para una entrevista. Una entrevista para un cargo donde tebdrías que asesorar y abogar por la gente, ¡Qué susto! Después de muchos titubeos decidí ir, y, por supuesto, fui con el terrible miedo de hacer el gran ridículo, pero me preparé. Preparadísimo. Fui a hablar con el chino y me felicitó. Aprendí una palabra nueva, bold, osado. El mundo es de los osados, todavía pasarán dos años para que trabajes en un sitio como ese, pero por allí se empieza. Había llenado todas las planillas, escrito con detalle cada respuesta y por supuesto, mentí otra vez con lo del idioma. Y agregué otra mentira más, esto es, que tenía experiencia con solicitantes de asilo en Inglaterra. No es que fuera una mentira absoluta, pero era una exageración cósmica pues sí, sí  tenía una experiencia muy precaria, era voluntario en una organización para asilados, un poco para practicar el inglés, pero lo único que hacía allí era limpiar platos sucios, y solo lo hice un par de meses, y solo un día a la semana, y solo una media hora. Pero después de algunas reflexiones éticas y filosófica decidí que no importaba mentir, total el trabajo no me lo darían. Un entrevistador era árabe, que suerte, a ese lo pude entender. A los otros dos, no. Me hicieron 9 preguntas, entendí solo tres. Las otras las descifré un poco gracias a las palabras clave y mi estudio de la descripción del cargo y perfil de los candidatos, todo por internet, que todavía era algo novedoso.
Al llegar para la entrevista puse en práctica todas mis habilidades histriónicas probadas solo en el grupo de teatro del colegio. Efectivamente, llegué a la entrevista diciendo que me dolían los oídos porque estaba en recuperación de una condición tropical. Los entrevistadores se vieron preocupados pero les añadí en seguida que no era grave, que solo necesitaba que hablaran despacio porque oía de manera confusa, pero eso duraría solo 3 semanas. En fin, logré que me hablaran ridículamente pausado, casi con subtítulos, y de algún modo justifiqué que me repitieran las preguntas varias veces sin sentirme bobo.
La entrevista terminó, me fui a casa y me olvidé del caso. Primera entrevista para un trabajo serio y profesional. Un engaño total, pero había logrado mi objetivo. Volví a casa tomando el mismo tren que meses después tendría que tomar en esa tarde de julio cuando reconstruía toda la historia en mente. Recordaba que cuando llegué a casa me eché a reír. Risa y risa. Pensaba en lo loco que había sido al presentarme a una entrevista de trabajo sin entender el idioma y me daban ataques de carcajadas.
Pocas horas después me llamó alguien. No estaba seguro quién. Decía que era del Refugee Council. Qué angustia. Me di cuenta que era el entrevistador árabe. No lo entendía. Pero parecía que me había dicho que me ofrecían el trabajo. Obviamente no podía ser cierto. Y seguía  hablando. Qué ansiedad. No cabía duda de lo que entendía: me habían ofrecido el trabajo, cosa imposible. Le dije que iría, porque no entendía lo que me decía debido a mi dolor de oídos.
Fui. Y sí. Me ofrecieron el trabajo. Si hubiese entendido lo que me decía por teléfono, hubiera podido decir que no podía aceptar por razones personales, y ya. Pero no entendía nada y como un tonto me comprometí a ir para entender qué decía. Y sí, me ofreció el trabajo. Inmediatamente le dije que no podía porque mi comprensión del inglés era limitada. Traté de sincerarme pero el esfuerzo por ser honesto fue en vano pues me dijo que no importaba, que ya se me quitaría el problema del oído y volví a intentar la honestidad y lo corregía diciendo que el dolor no era para tanto, que el problema era que no entendía y él me dijo que si contesté bien entendiendo poco quería decir que tenía las competencias para el trabajo. No tenía remedio, o era brutalmente explícito con mi farsa o aceptaba el trabajo. La otra opción era gritar no, no y no y salir corriendo con las manos en la cabeza y pasar por loco. Tampoco podía hacer eso así que decidí aceptar mi destino. Y así fue que empecé a trabajar como asesor en un país donde no entendía lo que la gente decía. Me salté la fase de portero.
Desde el día que me nombraron Project Worker hasta el día que tenía que empezar a trabajar pasaron dos semanas. Para poder asistir a los solicitantes de asilo tenía que identificar qué problema los aquejaba y, siguiendo las regulaciones del sistema británico de asistencia a los refugiados, recomendar una solución y, con el permiso del solicitante de asilo, abogar por su resolución ante la organización gubernamental, privada o caritativa que pudiera ayudar. Así que en esas dos semanas me aprendí casi de memoria el manual con las regulaciones, leyes y listado de organizaciones con las que tenía que interactuar. La tarea no era imposible si hubiese entendido lo que la gente decía, claro. Pero yo no entendía casi nada, y no servía ni para portero o para atender un teléfono. O, como ya he dicho, solo entendía a los que hablaban el inglés tan mal  o peor que yo. Y así fue como me fui convirtiendo en impostor profesional.
El dolor de los oídos y mis dificultades auditivas lo fui extendiendo por la mayor cantidad posible de días. El entrevistador árabe, que resultó ser mi jefe, me dio un plan de entrenamiento que básicamente consistía en observar lo que un experto hacía. Yo asistía a las sesiones, escuchaba al refugiado hablar en su idioma, en aquella época normalmente kurdo o lingala, una lengua del Congo, un traductor traducía al inglés, y yo medio entendía. De allí en adelante no tenía ni idea de lo que pasaba. El project worker contestaba algo que yo no entendía, que venía traducido al kurdo, idioma que fui aprendiendo también, y luego ocurrían unas llamadas por teléfono donde el project worker hablaba del problema con alguien de alguna oficina del gobierno, quien sabe cuál. Yo ni me enteraba. Cuando tenía suerte, no me explicaban nada. Cuando tenía muy mala suerte, el project worker me explicaba y yo asentía con la cabeza, como si hubiese entendido, solo para disimular mi impostura. Que desastre.
Los días fueron pasando, y estudiando de noche qué podría haber pasado en el día, poco a poco fui descifrando algo, pero no mucho, de lo que tenía que hacer. Pero llegó el primer día que tenía que hacer algo solo. Y era por teléfono. Y era en casa. Y esa fue la tarde que caminaba hacia la estación.
La tarea era sumamente simple. Si algún policía de Leeds o de otra ciudad de esta región conseguía una persona indocumentada y potencialmente en necesidad de pedir asilo, la policía llamaría al teléfono de la oficina que ahora yo cargaba en el bolsillo. Yo lo único  tenía que hacer era atender el teléfono, llamar a un taxi, de una lista de taxis que estaban disponibles  y darle la dirección de donde estaba la persona, y el taxi recogería la persona y los llevaría a la ciudad de Liverpool a pedir asilo. Y al volver al trabajo el lunes, reportaría el suceso así el taxista venía pagado. En fin, una tontería. Una tontería para el que entiende, claro.
Así que mientras caminaba hacia la estación, tras los conatos de infartos, atropellamientos y demás trataba de convencerme que llamar a un taxi no es una tarea titánica para alguien que habla inglés por más que no entienda nada. En fin, sólo tenía que dar la dirección, no pasa nada. Y al final esperar un yes o un no, tarea no siempre fácil con el sentido del humor inglés, eso lo sabía, pero se puede sobrevivir a eso.  El problema era entender la dirección que me daba la policía en ese momento de la prehistoria, hace pocos años, cuando los GPS todavía no existían. Cómo haría?
Nasser, el entrevistador árabe que resultó ser mi jefe se reía de mí. “Claro que vas a poder, yo también lo hice”. A este punto ya él se había dado cuenta de que yo entendía muy poco, todavía no sabía que no entendía casi nada y yo había descubierto que él tampoco entendía mucho, aunque él entendía mucho más que yo, por supuesto. Se formó una cierta solidaridad de criptosordos lingüísticos. Pero yo sabía que tenía menos oportunidades que él de tener éxito en esta tarea que él logró con éxito en sus tiempos. Yo estaba seguro, en parte por mi suerte, que me tocaba uno de esos taxistas que no se les entiende nada de nada, y uno de esos policías que todavía no había descubierto los sonidos consonantes y que gritaba si uno no entiende, en lugar de hablar más despacio y cambiar las palabras que usa…
Así que caminando hacia la estación, como decía, pensaba en cómo haría para sobrevivir  y cómo enfrentaría las eventualidades que podrían pasar. Ya el jefe me había dicho que cuando mucho llamarían una o dos veces durante todo el fin de semana, y que normalmente no llamaba nadie. Tocaba el teléfono, estaba allí, y la farsa quedaría al descubierto cuando se comprobara que no era capaz ni siquiera de atender una llamada telefónica.
Pasó el viernes, y tuve suerte. Pasó el sábado y tuve suerte, y empezaba a sentir que la suerte estaba de mi lado. Y mucha suerte, porque cada hora con ese teléfono me la pagaban. Vaya.
Y el teléfono repico el domingo en la madrugada. Respondí con temor. Apenas dije el temido “good afternoon”, alguien soltó una retahíla de frases que yo sabía que eran en inglés, pero de haber sido en una película hubiera pensado que era noruego, danés o algo así. Sólo entendí una cosa y fue un “good morning”, bien acentuado, después de mi “good afternoon” mañanero , como para recordarme que todo sale mal a veces.  Cálmate, me dije, y pide la dirección. Lo hice y el tipo subió la voz, como era de esperarse, pero siempre dentro de los límites de lo que permite el decoro inglés. Emitió unos sonidos que supuse que significaban lo mismo, con las mismas palabras, pero seguía sin saber qué me decía.
Ya me había preparado para esta eventualidad. Ya había investigado cómo se decía que la línea de teléfono no estaba bien y que hablara más despacio. La frase en inglés la ensayé varias veces, pero me costó terminarla porque el tipo tenía algo que comentar, quien sabe qué. Trancó el teléfono y ni me acordé del cuento de los oídos estropeados.
Cogí aire. “Llamará de nuevo”. Al repicar, contesté de nuevo y otra vez dijo algo que yo no entendía. Seguramente me preguntaba si ahora podía oír. Así que repetí que la línea estaba mala, pero que intentara hablar despacio. Y se me olvidó de nuevo lo de los oídos. Con tono contrariado dijo algo y cortó.
Tercer intento, igual. Cuarto. Igual. Al enésimo intento, cuando ya tenía la autoestima por el suelo, pasó algo diferente. Y no fue que se me ocurrió recordar el cuento de los oídos destrozados por la lepra, sino que pensé algo un poco menos práctico. A lo mejor no era la policía, pensé, podría ser un vendedor de seguros o de planes funerarios, así que pregunté si era la policía. El policía perdió la compostura, claro, después de todas estas llamadas le pregunté si era de la policía, y claro, por primera vez oí un oficial de policía británico soltar el equivalente de una mentada de madre, a su manera, y luego, según entendí después, me dijo que era de la policía de Hull, una ciudad en el extremo oriental de Inglaterra. Yo ni sabía que esa ciudad existía así que entendí que era la policía de wool, lana. Yo no le pregunté por qué habría una policía de la lana, porque seguramente me diría que cuidaban ovejas, o algún otro chiste sarcástico, y yo ya estaba que tendría un suicidrómetro en rojo, si existiera tal aparato,  pero no me quedaba otra que flagelarme con la culpa  y encubrir mi ignorancia como estupidez,  que más remedio, quién me manda a andar de impostor, mejor me voy a otro país, y demás.
Pero todavía no había tocado fondo en mi desgracia. Cuando le pregunté a quién tenía que buscar el taxi, me dijo que eran 18, sí, 18 personas. O sea que tenía que arreglar varios taxis. Me dio la dirección y fue allí, cuando deletreaba letra por letra, que entendí que había un sitio llamado Hull.  Al terminar la llamada, miré el mapa. Todavía no existía el google maps así que fue una proeza. Y si, Hull no estaba nada cerca. Era otra ciudad, y estaba en el extremo oriental del país. Y a los presuntos refugiados había que llevarlos al extremo occidental. No es que Inglaterra sea tan grande, que no es, pero una caravana de taxis es demasiado costosa para estar cruzando el país. Y si contrataba todos esos taxis, agotaría el presupuesto anual del Refugee Council, o eso pensé. Así que tenía que improvisar una solución. Mi ascendencia latina me ayudaría. Nada de rigideces británicas de las que hablaba el chino, ahora sí que voy a mostrar mi creatividad y mi capacidad de resolver problemas.
Y fue allí que se me ocurrió que en lugar de un taxi, alquilaría un autobús aunque no tuviera dinero ni acreditación oficial. Sólo con mi teléfono y capacidad de persuasión. Cualquiera que conozca Inglaterra sabe que eso es imposible. Hoy en día ni lo intentaría. Pero la ignorancia es osada así que lo intenté y lo logré.  El cuento entero de cómo logré hacerlo sería una historia larga como una novela de Tolstoi. Me encantaría escribir la novela de cómo contraté el autobús, pero estoy escribiendo otra novela, de una refugiada venezolana, y este relato es solo un pasatiempo. Pero cuando por fin logré contratar la furgoneta-bus, a avanzadas horas de la noche, me sentí por fin orgulloso.  Todas las amarguras anteriores se endulzaron y ahora mi vida sabía al fondo azucarado de un café amargo. Y allí fue que recordé el chino con todo mi agradecimiento.
El autobús había sido alquilado y a la mañana siguiente temprano arreglaría el papeleo. El autobús costó menos que dos taxis. No sólo le ahorré el dinero a la organización de la flotilla de taxis, sino que le facilité el trabajo a la policía de Hull que no tuvo que mandar una flotilla de patrullas a seguir los taxis. Así que salí temprano de casa porque no podía esperar la hora para contar mi victoria al jefe. Tamaña victoria, pues.
Cuando venía de vuelta, desde la estación de tren hacia la oficina, puse especial atención al cruzar las calles, ahora si valía la pena preservar la vida. Mi farsa con la comprensión del inglés se compensaba con mi habilidad de negociación. Las pesadillas del viernes se cambiaron por fantasías relatando el cuento de mi éxito. Tenía razón el chino, bastaba fingir hasta hacer valer tu audacia y profesionalismo. Ya aprendería a entender mejor. El fin de semana fue un curso intensivo de inglés, pero al final le ahorré a la organización el valor de un mes de mi salario.
 Me sentí tan orgulloso que hasta me puse arrogante y, ya sin infartos ni sofocos, pensé que al pobre chino le había costado más tiempo que a mí lograr algo en Inglaterra, pero mi situación no se podía comparar. Soy un privilegiado. Pensé en la gran suerte de provenir de una familia italiana culta, con espíritu empresarial, de haber estudiado en la Universidad Católica y de tener estándares altos en la vida. Por fin dejé se sentirme como el pobre migrante que apenas entiende el idioma, sino como el depositario de una cultura milenaria y tomaba posesión de mi puesto en esta sociedad nueva. Los mismos pasos que caminé llenos de angustia el viernes, los caminaba a la inversa con orgullo y plenitud.
Cuando el jefe llegó, a la hora en punto, le conté la historia y le dio risa, pero entendí por su expresión que no le gustó. Estaba un tanto confundido. Pensé que a lo mejor su experiencia en un país árabe, sin compromiso por la eficiencia, le nublaba la capacidad de entender mi éxito. Hoy, cortando las uvas, me doy cuenta que fui un racista y me avergüenzo. El jefe me dijo que seguro yo  estaba en problemas con su jefa, Margot Cooper, quien normalmente llegaba tarde a la oficina, con su ropa de gimnasio.
Efectivamente la jefa llegó a las diez de la mañana. Salió de su oficina furiosa hacia mí, blandiendo, como si fuera una bandera, la prueba del crimen, la hoja donde estaban anotados los teléfonos de las líneas de taxi que se suponía que yo tendría que haber llamado. Me dijo, “no te dijeron que mandaras un taxi de la lista?” La pude entender gracias a la gesticulación, la hoja de papel y, como de costumbre, algunas palabras clave.

Así fue que empecé a entender que el lío en el que estaba metido no era ser un farsante, sino que la organización donde estaba era la farsante, donde no importaba hacer las cosas bien, sino hacerlas de acuerdo a las normas. No importaba lo que uno entendiera, sino lo que uno dijera. No importaba el éxito, sino el procedimiento. Y la única manera de integrarme era corrompiéndome, cosa que solo hice a medias, hasta que no lo hice más,  pero eso es tema otros cuentos. Por ahora sigo con Sofía, que es la refugiada de mi novela.

lunedì 18 marzo 2019

Susto y gusto de galleta. (Cuento de la serie "el maldito migrante")


Hoy me compré el último paquete de galletas de mantequilla por mucho tiempo. Adquirí el hábito de comprar esas galletas hace más de un año, justo cuando me diagnosticaron cáncer.

El oncólogo, en mi primera cita, había acabado con mis esperanzas de que la cosa no fuera tan grave. Me respondió claramente a mis preguntas atropelladas: “la vejiga no la vas a perder, pero la configuración del ADN del cáncer que tienes es del tipo 3, el peor. Las probabilidades de curarse son del 30%”.

Bueno, algo es algo, pensé. En realidad estaba algo contento que me dijeran que no estaba en una fase incurable, con metástasis y todo lo demás. Como buen hipocondríaco estaba preparado para lo peor. Y la idea de andar con una bolsa guindando de la correa, con todos mis meados, me asustaba y sabía que, de poder vivir así, estaría siempre solo; sin vida sexual, además, porque quién se va a calar a un viejo quecarga con una bolsa con su meado.

La tristeza era de todos modo profunda. Por supuesto que tenía esperanzas de que no fuera cáncer, pero el examen del urólogo indicaba que tenía unos hongos en la vejiga a los que les tomaron unas fotos. Yo vi los hongos de la muerte. El peor cáncer de todos, no me pregunten el nombre. Pero “podría ser otra cosa” dijo el primer médico, pero en su mirada pude leer el escepticismo de su aseveración. Fue ese día, al salir del hospital, que compré las galletas de mantequilla por primera vez. Me encantan. Y solo las compro allí.

Al hablar con el oncólogo, uno de los consuelos que tuve fue pensar que no me consiguieron esto en Venezuela, donde seguro que me moriría pronto, o ya me hubiese muerto, por falta de medicamentos para la presión alta y demás. Otro fue que no emigré a los Estados Unidos, donde esto me costaría una fortuna o tendría que batallar con los seguros, que como se sabe, son unas empresas delincuenciales y rapaces. Pero ningún consuelo me quitaba la opresión del pecho que da la tristeza de creerme listo para morir. La palabra morir es horrible. Así que las galletas de mantequilla estaban más que justificadas, sin importar que cuan alto fuera su nivel de azúcar y mi decreciente tolerancia a los lácteos.

La quimioterapia fue un paseo porque localizada. Pasé por un tratamiento horroroso donde me metían una manguera por el piripicho. Digo piripicho y no falo, o pene o pinga o machete porque el pobre era solo un piripicho atemorizado. Por allí se metía la manguera hasta llegar a la vejiga donde me inyectaban una vaina llamada BCG, en inglés, que es una especie de diablo rojo, el mismo que se usaba en Vzla para destapar cañerías. Al mearlo, dos horas después de inyectado, tenía que limpiar la poceta con cloro porque, según me explicaron, si el BCG salpica y toca a la piel de alguien se puede quemar. Vaya, y yo cargando con eso en mi vejiga por dos horas. La verdad es que en la vejiga el diablo rojo apenas se siente. Pero de allí tiene que salir y les ahorro el cuento de lo que quema esa vaina en el glande. Y ya se imaginarán como quema eso cuando pasa por las tuberías que van de la vejiga hasta afuera, pues además están maltratadas con la manguera y demás. En fin, las galletas estaban super justificadas después de reverendo abuso.

Tuve varias sesiones con esos tratamientos a lo largo de un año. Una cada semana, salvo unas semanas de reposo, por motivos que desconozco. Cada vez que veía las malévolas mangueras, catéteres en lengua médica, me aterrorizaba al pensar que me iban a pene-entrar con eso. La parte más jodida es cuando te atraviesan la próstata. Al finalizar el procedimiento me iba a la tienda de las galletas de mantequilla y las disfrutaba en camino a casa, donde tenía que esperar por hora y media hasta que podía mear y sufrir el diablo rojo recorriendo el camino inverso de las mangueras. No les sigo describiendo porque a alguno de mis panas puede que le toque esta tortura y a lo mejor termina creyendo que es peor de lo que es. Tranquilos, pan comido.

Pan comido nada. Después de varios meses de hostigamiento permanente a mi pobre falo guerrero , me avisaron que ya era hora de detener el ataque al cáncer. Los hongos se murieron, no se reprodujeron y tengo la vejiga de un bebé. Yo mismo la vi cuando me hicieron la última citoscopy, quien sabe como se dice en español. No tengo cáncer, en fin.

Por suerte no perdí el tiempo escribiendo oraciones en facebook, ni malgasté dinero en velitas, ni le rezé a ningún santo, ni a Jesusito, ni al padre, ni a la Virgen. El ateísmo mío sigue intacto. Por suerte para mis amigos no le pedí a nadie que compartiera pendejadas en facebook que solo sirven para deprimir a los demás y sobre todo no tuve la soberbia de pedirle a nadie que probara su amistad conmigo leyéndose toda la parafernalia supersticiosa que suele acompañar a estas cosas y que pasara la vergüenza de escribir amén o algo peor en los comentarios.

Tampoco me dio por meterme a comer zanahorias o limones con miel que curan el cáncer. Ni ninguna otra excentricidad esotérica. Sólo conté con la eficiente ayuda médica que es posible gracias a la ciencia que a pasos agigantados nos devela los secretos del cuerpo y la vida. La única cosa rara que hice fue disfrutar de las galletas de mantequilla en el festival diabético que me permití después de cada violación a mi pobre soldado maltrecho.

Poco a poco me fui acostumbrando al abuso a mi genitalidad que impone este tratamiento médico, así que casi que me alegraba al ir al hospital a comprar las galletas. Así que al salir del hospital hoy, cuando me dijeron que estaba curado y que solo tengo que chequerame cada seis meses, casi que me puse triste y me compré dos paquetes de galletas de mantequilla. Las más simples de todas. Me encantan.

venerdì 7 marzo 2014

¿Para donde vamos con las protestas?

La oposición venezolana tiene que entender una cosa: a este régimen hay que derrotarlo por paliza electoral, de lo contrario seguirá haciendo trampa. Y es que cualquier victoria que se logre ahora, si es que se logra alguna, tendrá que pasar, tarde o temprano, por la prueba de las elecciones nacionales, donde no parece que la oposición tenga una mayoría significativa.

Un poco de historia. La oposición ganó las últimas elecciones, por un margen muy pequeño. Pero la oposición no pudo hacer valer su mayoría debido al control férreo de las instituciones por parte gobierno. Y esto tenemos que metérnoslo en la cabeza: o es paliza o nos hacen trampa. Y hace trampa y seguirá haciéndola porque no cree en la democracia y va a usar todos los subterfugios posibles para asirse del poder.
 Así que, después de las elecciones,  Capriles se retiró a acumular fuerzas, por una parte agotando los recursos legales de la denuncia, y por otra parte consolidando los espacios de poder ya conquistados para poder avanzar en el afianzamiento de los liderazgos locales. La estrategia es la correcta para enfrentar esta dictadura de fachada democrática y electoral. A partir de allí, el problema principal ya no es el gobierno, sino la oposición.
Por una parte hay una oposición que quisiera una solución militar. El sector militarista de la oposición, que no tiene expresión en el liderazgo de la oposición,  no ofrece una solución y son solo un estorbo en la lucha política.  Ellos tienen que entender que los militares son, en este país de 1800 generales, la clase dominante del país, junto a la burocracia del gobierno. En consecuencia,  una solución militarista sería solo capaz de substituir la burocracia bolivariana por una burocracia  tecnocrática en el mejor de los casos. Ya para ganar apoyo popular, la tecnocracia militarista probablemente sería significativamente similar a la chavista. La ceguera anticomunista de sectores de la oposición militarista no les permite intuir esta realidad que nadie quiere. Muy pocos quieren substituir el madurismo por el pinochetismo.
Hay otro sector opositor, democrático incontinente, que quiere inmolarse en las calles hasta que cambie el régimen. La estrategia de la salida tiene un rol fundamental que la oposición moderada no suele reconocer: al mostrarle los dientes al gobierno, hace la represión difícil. Sí, hay represión contra los manifestantes, pero no hay la represión sistemática que existe en países como Cuba o anteriormente en el cono Sur,  donde el estado se mete en la casa de noche y te desaparece.  Pueden disparar, pueden encarcelar a algunos, pueden incluso montar un sistema de espionaje masivo, pero la gente en la calle desacredita la capacidad represiva del Estado, pierde el miedo, y por lo tanto es posible que la oposición se organice , exista y avance.
A pesar de las virtudes que tiene, el problema de esta forma de resistencia radical es que no se da cuenta de algo muy fundamental. La Venezuela urbana se divide en dos clases subjetivas: los que se autocalifican pueblo, y viven en barrios, y los que se autocalifan clase media, y viven en urbanizaciones.Y la resistencia cívica en las urbanizaciones no suma respaldo en los barrios, porque las banderas que levanta no provienen del barrio. Y los barrios son, y seguirán siendo, la mitad de la población. Por lo tanto sus avances no conducen a una batalla electoral victoriosa que consolide la victoria que se logre ahora. A menos que se logre consolidar la libertad de los presos políticos, que no es poco pedir, y es una precondición para que la lucha democrática continúe.
Y esta lucha democrática  tiene que nacer del barrio, desde donde se aspira a la modernidad. No se trata de llegar a los barrios, como dicen, sino de respaldar la emergencia del deseo de participar en una sociedad moderna, con acceso tanto a empleo, educación  y vivienda como  a bienes y servicios de calidad. 

domenica 17 gennaio 2010

Encuentro con la diosa (cuento)





Cuando la vi en el ascensor, entendí que mi vida sería miserable a partir de ese momento. Era ella. La primera vez que la vi fue una semana antes, cuando todavía no sabía en qué líos me metería. Estaba allí, justo en la acera de enfrente de mi edificio, en pleno casco urbano donde vivo, despachando risas contagiosas, mientras caminaba alegre con unas amigas. Bella, sensual y vivaz a más no poder. Se detuvo a comprar algo, verduras, frutas en un abasto. Yo me quedé en la acera de enfrente, viéndola. Todavía no sabía lo que me pasaría a partir de la semana siguiente.
Mi problema es la mandíbula asimétrica que tengo, la nariz un poco doblada, qué se yo. Es algo que se ve, y que está mal. O a lo mejor es algo que no se ve, pero debería verse. No sé. Las mujeres se fijan en tipos con más músculos, con la mandíbula más masculina, con la nariz derecha, y sobre todo, sin cerebro y con dinero. Y por eso me quedé viéndola desde la acera de enfrente, de lejos, tratando de no molestar. Yo estaba embelesado con su piel tostada. Con las caderas anchas de mulata y piernas carnosas y fuertes de tenista. Cintura era impecablemente estrecha y sus pechos medianos y naturales. Su rostro delgado y elegante y facciones de la misteriosa India contrastaba con su risa sonora y expresión pícara.
Miraba de lejos porque mi problema es que no soy galán, como mi amigo Gonzalo. El dice “qué bella estás hoy” y la bella, y me refiero a cualquier mujer bella de este planeta, se siente venerada y responde. Yo, en cambio, si digo “que bella estas hoy” entonces la bella me mira con cara de “ocupa tu puesto”, si es que me mira. Si el piropo se lo suelto a una amiga entonces el “ocupa tu puesto” es aún más descorazonador. Me dice, “gracias amigo”. Lo de “amigo” significa, que quede claro: “no se toca”. Amigo significa, tienes la boca torcida y te quiero mucho, muchísimo pero “contigo no”. Lizmary, Isabel, Ana Isabel, Ana María, todas amigas. Ninguna se podía tocar. Todas me dijeron, en algún momento, “amigo”. Por eso no puedo empezar una conversación con un cumplido. Tengo que hacer una pregunta. ¿Pero cuál?
Nunca sé por dónde empezar. Siempre he sido un tipo convencional, nunca rompo las normas. Me adapto para no molestar, y hago un gran esfuerzo para no llamar la atención. Me aterra decir cosas tontas en las fiestas y asiento cuando no sé qué me dicen porque igual sé que nadie dice nada interesante, pero yo sé que yo tampoco. No llego tarde para no disculparme, porque mis excusas pueden ser horrorosamente embarazosas. Y no soporto que se burlen de mí y por eso intento no discutir: me sumo a la mayoría y permanezco en silencio. Soy cobarde, además. Tan cobarde que hasta me asusto cuando veo una película y un personaje osa hacer algo indebido y podría ser descubierto por su amante. Lo mío serían los amores seguros, si existieran. Por eso cuando la vi y noté lo que sentí, me sentí perdido, era la hora de la perdición. No me podía pasar como en todos mis amores pasados. Esta vez algo tenía que pasar o seguiría hasta la muerte en este apartamentico caraqueño con vista al Avila.
Este tipo de cosas ocupaban mi mente. No por casualidad cuando la vi en el ascensor perdí la respiración como me pasa siempre cuando tengo una mujer hermosa en frente mío. No sé si soy un pervertido, un imbécil, un enfermo, un morboso. Así soy yo. No sé bien lo que digo, si es que digo algo, tampoco sé lo que pienso, porque no sé ni siquiera sé si pienso. Sólo siento el corazón acelerado, el pecho caliente, las ideas confusas, el miembro preparándose para un ataque que no ocurrirá. Un desperdicio de energía. Pero esta vez fue algo diferente. Me armé de fuerza y, cuando la vi en el ascensor, logré decir una frase. Esta vez sí, por fin, una pregunta heroica:
“¿A qué piso vas?”
“Al quinto….me acabo de mudar”.
Ya sé que a Gonzalo se le habría ocurrido algo mejor, más varonil. Pero eso me bastó. De hecho, me clavó la mirada. Con ternura, amor, deseo. El ascensor se detuvo en el cuarto piso. Me bajé y dije “hasta luego”. “Hasta luego”, dijo.
Le hablé. Me atreví. A la mismísima mujer más bella del mundo, a la mas divina. A la de la mirada pícara. “Al quinto…me acabo de mudar”. El momento se repitió una y otra vez en mi recuerdo. Mientras conseguía las llaves de mi apartamento. Mientras abría la puerta. Mientras entraba. Cuando entré. Y todo el resto de la noche: “al quinto…me acabo de mudar”. La mirada intensa, eso fue lo que me desconcertó. No fue mirada de “amigo”, no. Había fuego. ¿Habrá sido producto de mi imaginación? me pregunté, pero no, no pude ser. Nadie mira así sin querer decir algo. Y además ¿qué quiso decir con me acabo de mudar? ¿Que la visite? ¿Que le suba unos limones, que le pida azúcar? ¿Que simplemente le diga, hola, estoy a la orden vivo abajo, apartamento 42?
si, eso es”, pensaba, “voy arriba, le toco el timbre y le digo, hola, vivo abajo y estoy a la orden”. Y allí es donde empieza el problema, porque en vez de pensar lo que iba a hacer, empezaba a imaginarme lo que quería que ocurriera, esto es, me regodeaba pensando que me decía, “sí, que amable, pasa adelante, tómate un café….y al rato se me desnuda enfrente y me invita a un polvo. No joda, eso es lo que me pasa siempre, tengo una mente fantasiosa, no hago planes, me monto unas películas de cosas que no pasan. Pura imaginación. Nada.”
Allí di con el gran paso. “Eso es. Subo y le digo que estoy a la orden. A lo macho… porque de pronto no es la mandíbula desencajada, ni la nariz ladeada, sino ese modo de ser tan poco agresivo, tan respetuoso, tan poco viril. No tiene sentido biológico. La hembra busca la determinación del macho y yo vengo con estas mariconerías y por eso las mujeres se espantan, me salen con el <> o peor aún con el <>, especialmente las bellas, porque son las que pueden escoger y no me van a escoger a mi si ando babeado, tartamudo y demás”.
Busqué las llaves, la billetera, me puse colonia, no mucha, mi mejor camisa, pantalón recién planchado. Abrí la puerta con energía. “Ahora soy otro. A partir de hoy, duro. Determinado. Fuerte. Seguro. Macho. O cambio o me quedo célibe para siempre. O le echas bolas o no tiras nunca”. Salí. Cerré la puerta. Me volteé y miré con confianza de triunfador el pasillo que terminaba en las escaleras hacia el quinto piso. Di tres pasos y me sentía un triunfador, y justo cuando iba a subir, uff, me entró un calorón de pronto. “Verga subir así como así a la casa de la diosa, así como si nada, como se me ocurre. Y menos sudando. En fin, que subiría pero no si el cuerpo no me responde y me pongo a sudar. Y me dan palpitaciones, además. Mejor me regreso. Un pajazo y se me quita esta angustia. Eso es”. Y volví a casa.
Me fui a la ducha directo. Descargué el exceso de energía. Traté de ver la televisión y no pude concentrarme en nada. “Eres un estúpido, un güevón, un pajúo. Tienes 25 años y no has tocado mujer. Increíble. Y seguirás así. Mejor me tiro por la ventana y me mato. O me tiro a los rieles del metro. No joda. Mejor me voy a la casa de la diosa, ahora mismo. Tomé llave, billetera, colonia, todo igual que antes. Llegué hasta las escaleras”. Subí. “Y ahora me tocaba tocar el timbre”. Pensé un rato. “Toco el primero, si no es entonces el otro, y el otro, hasta que doy con el que es”.
Justo en ese momento, qué más podía esperarse, me entró otra vez el calor en el pecho, la taquicardia. El sudor. “Uff, así no se puede, mejor espero un poquito”. Me regresé a la escalera y decidí esperar a que por un milagro se abriera la puerta.
Y de pronto ocurrió. Empecé a escuchar el ruido de las llaves contra la cerradura. Me escondí un poco un poco debajo de las escaleras para ver la escena, y aparentar que subía por accidente. “Eso sería perfecto, ella sale y yo me le aparezco ocupado en otra cosa pero la veo y aparento sorpresa, sorpresa agradable claro, y le digo hola, otra vez, que casualidad, por cierto vivo debajo de ti y estoy a la orden. Si necesitas algo me dices. Coño, otra vez el calor, el pecho, la taquicardia. Me voy a morir de un infarto, no joda y todavía sin tirar. Nada. La cerradura se desbloqueó. Abrió la puerta, y escuché el rechinar de las bisagras. Se cerró. La taquicardia iba a ritmo de infarto pero sin infarto porque era muy joven para eso y total que miré bien. No era ella. Era otro vecino. “Nada. Esperaré más.”
Esperé casi una hora. Pensé de todo y de pronto escuché el ruido inconfundible que hace nuestro ascensor cuando se detiene. “a lo mejor es ella, quien sabe, a lo mejor salió a comprar frutas y vuelve y ahora va a su casa, justo ahora. Yo aparento que vengo subiendo por casualidad y digo hola, que tal, otra vez nos cruzamos, que casualidad. Y ella me invita, y entro a su casa”. Más taquicardia y calorón. Se abrió el ascensor”. No era ella.
Seguí esperando en las escaleras. “Ya la veré. No puede ser a la primera. Todos los amores tienen sus historias, y a lo mejor la que me toca es esta”. Pensaba, es decir, fantaseaba cosas, porque eso es lo que me pasa, que en vez de pensar cosas, fantaseo, y las fantasías sustituyen a la realidad y entonces no me encargo de cambiar la realidad porque no me siento terriblemente frustrado al imaginarme la realidad distinta. “Pero las cosas no pueden seguir siendo así, tengo ya 25 años y no he tocado mujer alguna y es verdad que las fantasías están disponibles siempre, pero quiero una mujer real, que me quiera de verdad, que pueda hacer de todo con ella y sobre todo, que me pida que le haga de todo”.
Al despertarme al día siguiente decidí que el acecho iba con todos los hierros. Compré galletas de soda, leche de larga duración, unas botellas de agua y puse todo en el pasillo ya que no podía perder tiempo entrando en la casa para buscar comida. Esos minutos eran valiosísimos. Además decidí no preocuparme si los vecinos me veían allí, con un montón de bolsas. Pero igual consideré conveniente que no me notaran acampado para que no me preguntaran. “No vaya a ser que justo en ese momento aparezca ella y algún inoportuno me pregunte si me he mudado al pasillo o a las escaleras”. Del resto, todo igual con los vecinos, los calorones y las taquicardias. Y ella nada. Así son las diosas, pensaba, justo voy al baño y ella se va….o viene.
El jueves decidí que no iría al baño. Bueno, la necesidad fisiológica no se puede evitar pero ir al baño es otra cosa. Así que tenía varias botellas de gaseosas donde podía rápidamente orinar y luego echar por el bajante de la basura. “Caben cinco litros de meado. Perfecto”. Pensé que había ganado un tiempo valiosísimo en guardia. Y la diosa no aparecía.
El lunes por la mañana llamé a la oficina. “Tengo una infección gravísima, les llevo el parte médico: Me dieron reposo de una semana”. Me creyeron así que la semana siguiente se repitió, al menos de lunes a sábado. Al domingo siguiente todo cambió. Bajé a comprar jamón, queso y pan, mi nueva dieta de comida rápida que me permitía seguir con mi acecho. Al entrar al edificio noté que ella venía. Caminaba desenvuelta, contoneándose. Miraba hacia los lados sin detener su atención por nada. Dos semanas de cacería y ella se aparece por accidente, y así. Mejor, pensé. Me hice el que buscaba las llaves para darle tiempo a que llegara. Y al llegar, no conseguí las llaves, ni las palabras. Ella simplemente abrió la puerta y entró. La seguí hasta el ascensor donde entró ella también y rápidamente le dije:
Al quinto piso ¿verdad?”
Sí. ¿Cómo lo sabes?
Me contaste hace dos semanas que te acababas de mudar…”
Ahh si…es verdad. Pero no estuve en casa estas dos semanas. Qué divino”.
Divino… ¿Y por qué? le pregunté.
Mi luna de miel” me dijo.
Me pareció injusto. Ella me miró y dijo: no hay nada que hacer: está escrito. A mí esos comentarios esotéricos me parecen tontos, pero le seguí el juego y me explicó: todo lo que hacemos está escrito en un cuento que escribió Fabrizio. El está chiflado y quiso que el cuento termine así. No hay nada que hacer.
Entró a su casa y me quedé afuera pensando que si ella tenía razón entonces lo único que tenía que hacer era seguir esperando en el pasillo. A lo mejor la historia tiene otro final. El tal Fabrizio podría estar chiflado, pero a lo mejor se apiadaba de mí.
Esperé y esperé y nada. Quise tocarle la puerta e invitarla a escaparse de esta historia, decirle que si no salía de su apartamento desaparecería de allí, sin ni siquiera morirse. Pero no pude. Algo superior me lo impidió.

venerdì 24 aprile 2009

La barriga (cuento)



Esa mañana fue la primera vez que noté que mi barriga había crecido. Siempre me he visto a mi mismo como un tipo delgado hasta que, de pronto, al levantarme, noté una barriga y sentí que era un objeto extraño, distinto de mí: la barriga. Fastidiado, al salir un poco de mi asombro, pensé que ciertamente tenía que hacer un poco de ejercicio y olvidar la mantequilla y los chocolates. “Cómo me ha podido crecer esta cosa de pronto, no sé”. Me miré al espejo y sentí cierta repulsión. Ni remota idea del problema verdadero.
La magnitud del lío lo empecé a notar al ponerme los pantalones y la camisa. El día anterior había usado el mismo pantalón, y ahora no me lo podía abotonar. Y la camisa me la había puesto la semana pasada, y estaba bien. “Raro”. Tuve que salir con la camisa más grande que tenía, desabotonada, y con el pantalón sujetado con el cinturón. Antes de ir a mi oficina, tuve que comprar ropa nueva. Al llegar al trabajo tuve que soportar lo que mi hermana llama los típicos chistes enlatados de la gente sin creatividad: “se te nota la buena vida eh….”y cosas por el estilo. Me parecía muy raro que todo el mundo notara mi barriga nueva de pronto. Pero ante esta dificultad no me quedó más remedio que hacer lo que hago frente a las dificultades. Mi lema era “reflexionar, y luego actuar firme”.
Bueno, eso fue hasta que apareció la barriga. Y en efecto empecé bien, pues al llegar a casa traté de recordar un texto de psicología evolutiva que leí en una de las asignaturas electivas en la Universidad. Recuerdo haber leído algo allí sobre el proceso de envejecimiento y la aceptación del mismo, según los niveles de éxito personal, pero no recordaba para nada de cambios repentinos de los que uno se daba cuenta de un momento para otro. Traté de no seguir pensando en lo repentino del cambio, ni en su volumen antiestético. Esto se resuelve con gimnasio y ya, me repetí.
A la mañana siguiente la barriga era muchísimo más grande. Gigante. Al levantarme no podía ni siquiera ver mis pies... Llamé al médico y pedí cita. Urgente. “ ¿Por qué es urgente?” “Un problema en la barriga.
Y le duele mucho”, me preguntó.
No, es que me ha crecido rapidísimo, de un modo anormal, esto es una locura…” E iba a seguir justificando mi hipocondría cuando el médico me cortó tajantemente: “la semana que viene
En ese momento se reventaron los botones de una de la camisa nueva y salieron disparados contra la pared. Todavía estaba al teléfono hablando con el doctor cuando noté que a la barriga le estaban saliendo unos dientes, se le estaban formando unos labios y se le estaba abriendo un hueco, como si fuera una boca. “doctor, me estoy volviendo loco. Veo una boca en la barriga”.
Venga mañana a las diez”.
Reflexionar y actuar. No era fácil porque nunca antes me había sentido loco. Me senté en el sofá para reflexionar acerca de mi nuevo estadio de enajenación y no podía dejar de sorprenderme al ver el tamaño gigante de la barriga y, sobre todo, la especie de boca que se estaba formando. Me parecía curioso que estando loco pudiera observar objetivamente mi alucinación y pudiera reflexionar racionalmente acerca de mi estado de locura. “Esto es una locura temporal y específica”, pensé. “Todo sigue normal alrededor mío, no hay nada raro en el ambiente, seis por seis son treinta y seis, puedo calcular, puedo conversar con el médico y reportarle mi locura. Debo haber comido algo podridísimo, estoy intoxicado. Será que llamo a una ambulancia? No. Si después me internan me dejan allí… Mejor voy a comprar una ropa nueva, porque esta se rompió y algo hay de cierto en esto”. Pensé que en la calle, bajo la presión social, recobraría el juicio. Eso es, la interacción social me va a obligar a recobrar el juicio. Me arreglé como pude la ropa y salí por ropa nueva.
Vivía en Chacao, en pleno casco urbano de Caracas y decidí caminar hacia la tienda. En plena acera, de pronto oí una voz ronca que me llamaba. Volteé y nada. Me llamó otra vez. Nada. Finalmente escuché que era la barriga que me decía: “es contigo estúpido”.
“Verga. Esto es lo que me faltaba”, pensé. “Ahora sí es verdad que estoy loco de a bola”. La barriga seguía llamándome y yo decidí no hacerle caso, lo cual, por supuesto, es la política más racional si oyes que la barriga te habla.
Hazme caso de una vez, o atente a las consecuencias”, me decía. Yo trataba de mantener la calma pensando que algo me había desatado una especie de crisis esquizofrénica y sé perfectamente bien que hay gente con ese tipo de males que escucha voces y me imaginé que eso era lo que me pasaba, así que dejé que la barriga hablara sola.
Esquizofrénica ella”, me dije. Sin embargo la gente se daba cuenta que mi barriga parecía hablar y reaccionaba volteándose a verme, mirándome, riéndose. “Raro”.
Y aquí empezó la peor parte. Entré por fin a la tienda de ropa y al ver a la vendedora, me le acerqué corriendo. La barriga también vio a la empleada, y le dijo: “Este señor quiere una camisa nueva para que yo no pueda ver. Me ha venido coartando mi derecho de expresión todo el camino. Yo demando mi derecho a ser libre y ahora, mi derecho a ver, así que, por favor, tenga la amabilidad y no le dé la camisa que le va a pedir. No me pueden negar mi derecho de observar el mundo”. Traté de conservar la calma ante una situación tan insólita y al reflexionar pensé que el discurso estaba demasiado bien hilvanado como para provenir de una barriga sin cerebro. En fin, como el único con cerebro soy yo, ese discurso no podía ser real, sino producto de mi imaginación. Tenía frente a mí, pensé yo, una prueba evidente de mi locura.
Y aquí viene lo bueno. ¡La vendedora empezó a hablar con mi barriga! En efecto, cuando la barriga terminó su discurso acerca de sus derechos, la vendedora me dijo: “disculpe señor, no quiero ofenderlo, pero tiene Usted un sentido del humor muy raro y no entiendo”.
Que no es él quien habla”, le dijo la barriga.
La empleada estaba visiblemente confundida, notando que la voz venía, efectivamente de abajo.Pero no estaba más aturdida que yo, por supuesto, ya que en ese momento empezaba a pensar que la barriga tenía que tener vida y consciencia propia, de lo contrario no podría hablar con la empleada. O a lo mejor estaba yo volviéndome loco de una manera inentendible y más allá de mi capacidad de controlar mis alucinaciones. Decidí que era demasiado complicado entender mi locura y mejor interactuaba con la empleada del modo más natural posible.
Señorita. Sufro de una enfermedad muy rara. Por favor no le haga caso a mi barriga que está loca. Por favor tráigame unas camisas grandes que me tapen la barriga bien, y unas camisetas negras. Bien negras”.
“¡Negras no!” Dijo la barriga.
No se preocupe, dijo la empleada, que yo hago lo que diga la boca de arriba.”
¿”Cómo podría la empleada saber que la barriga tiene una boca?” Ella dijo claramente, “le hago caso a la boca de arriba”. Yo no le había dicho nada de la otra boca, y si se lo dije, yo no soy tan inteligente como para montar un discurso que no oigo ni pienso pero que termina generando una interacción social con sentido y me confunde. En fin, pensé, “ una locura más inteligente que yo no puede existir, porque el cerebro es el mio, ergo la barriga existe y piensa”. Mi lógica cartesiana era irrefutable: “la barriga me jode luego piensa; piensa luego existe”. Bueno, Descartes no lo habría hecho así, lo habría hecho más sofisticado, pero así, en un apuro, comprando la camisa, hubiera llegado a conclusiones filosóficas parecidas a las mías. “Joder. A lo mejor no. La empleada dijo boca de arriba. No más. A lo mejor la voz era mía y yo la proyectaba ventrílocuamente de una manera que desconozco”. Que lío.
Salí tan pronto como pude de la tienda. Caminé a lo largo de la avenida Francisco de Miranda, en plena Caracas, meditando sobre cómo aplicar los principios del positivismo lógico para falsar hipótesis de la existencia de una barriga con consciencia independiente. No es posible. Nada me puede prevenir contra mi observación sesgada de los datos. No puedo demostrar mi cordura. Mientras yo hacía reflexiones epistemológicas, la barriga decía: “eres un abusador”…como se te ocurre comprar una camiseta negra. Desconsiderado. ¡ Sádico !”. Unos transeúntes me miraban y se reían. Otros apuraban el paso y me evitaban. Los niños les decían a sus madres que me vieran y las madres trataban disimuladamente de evitar que me diera cuenta que los niños me veían. Y yo seguía caminando. Y la barriga protestando.
De pronto vi una pelota de tenis en el suelo y pensé que esta era la solución para callarla. Por primera vez le hablé a la barriga: “Ahora si te voy a joder yo a ti”. Levanté la camiseta y la barriga me dijo: “como me metas la pelota en la boca, te muerdo y te destrozo el hígado”. “¡Coño! Mejor no arriesgarse”, pensé. Y después de un ardua negociación terminamos acordando un pacto de no agresión física. Ni te pongo pelotas en la boca, ni tú me muerdes. Trato hecho.
Obviamente la barriga no podía tener el mismo nivel de experiencia política que yo y traté de convertir el trato de no agresión en un programa de coexistencia pacífica. Había llegado a la plaza Altamira. El resto del país estaba pendiente de las protestas de los militares contra Chavez mientras yo, completamente ajeno a los líos del país, decidí razonar con la barriga y me senté.
Ok”, le dije. “Veamos qué quieres…
Sin titubear, la barriga me dijo: “El poder. Poder sobre las decisiones. Hasta ahora tú has gobernado el cuerpo. Pero este cuerpo no te pertenece. Soy yo, la barriga, la que lo alimenta. Las condiciones materiales de existencia del cuerpo no existirían si yo no procesara toda comida que tragas”.
Me armé de fuerza y le respondí: “No me salgas con ese marxismo barato, barriga, mira que esto es un cuerpo …Es que no puedo ceder el poder de decisión. Tengo que ir a trabajar, no es tan sencillo”.
La barrigas, se sabe, son tercas. Y la mía no se iba a rendir fácilmente, así que me respondió: “Tu no haces nada. Los que trabajamos somos nosotros, tus órganos. Yo la barriga, los represento a todos como vanguardia consciente. Y nos hemos puesto de acuerdo en que eres superfluo. Te vamos a eliminar.
“Mi cuerpo no se puede sublevar contra mí. ¿ Qué soy yo?”
“Nada. No existes. Eres un producto social irrelevante e innecesario. Otras barrigas nos hemos reunido y hemos acordado la dictadura revolucionaria del barrigariado que es una fase de transición hacia una forma de democracia superior”.
La conversación siguió un buen rato y me di cuenta que la gente iba depositando dinero. En fin, los transeúntes de la plaza Altamira pensaban que había montado un show político mientras hablaba con la barriga, y me pagaban. El público era muy propenso a reírse cada vez que la barriga hablaba de los derechos del barrigariado. Y al final de mi conversación política había reunido muchísmo dinero.
Pensé que quizás podría ganarme la vida discutiendo con la barriga. Al fin y al cabo no iba a poder trabajar en un trabajo de oficina nunca más, pues nadie me aceptaría con ese escándalo. Así que me fui a casa tranquilo, a dormir, aunque a barriga protestara.
A la mañana siguiente me desperté ante las airadas protestas de la barriga que estaba aburrida. Nada más y nada menos. Vi que todavía estaba a tiempo para desayunar en calma e ir al médico, pero cuando fui a la cocina noté que a la barriga le salieron manos. Luego pies. Llamé al médico y me dijo que era normal pues a la gente de cuarenta años a veces le da esta crisis, demencia abdominalis, pero después se estabiliza el tamaño de la barriga y la persona cambia de personalidad, convirtiéndose en muy práctica. Es un síndrome que la ciencia no ha logrado entender bien.
Confirmé que iría a las diez y al colgar el teléfono noté que a la barriga le salía una especie de espalda. Poco a poco me fui encogiendo y me volví en la barriga. Desde entonces soy la barriga de mi barriga, que se convirtió en un cuerpo. No sé que hace la barriga con el cuerpo, porque no me entero de nada. No tengo ojos, ni boca para protestar. Logré escuchar al médico que le decía la barriga convertida en cuerpo que ya me había dicho que todo volvería a ser normal.
Yo traté de organizar una especie de contrarrevolución e intenté comunicarme con los riñones y a los pulmones para revertir la situación pero no me hicieron caso. El hígado entonces me respondió: es que todos los políticos son iguales.

venerdì 10 aprile 2009

Conversación con el Demonio (cuento)



Al despertarme, lo primero que noté es que Satanás ya no estaba. Miré bien, y nada.
De niño la idea del demonio me resultaba aterradora. Pero con la edad uno cambia, y hasta da vergüenza que un día a uno le dieran miedo esas cosas. Yo por lo menos me hice ateo y siempre estuve convencido del carácter social y alucinógeno de este tipo de apariciones.
Pero lo de anoche fue distinto….
Antes de contar eso debo decir que mi abuela se estremecía solo al nombrarlo y la vecina decía que no había que nombrarlo ni siquiera. Mi abuela, italiana, decía “il diavolo” y ponía voz ronca. A mí me entraba un escalofrío que me subía desde la columna hasta el cuello. Y oía.
Anoche supe cómo era…
Entre los cuentos de mi abuela y quién sabe cuál película, me aterraba la idea que me robara el alma para llevarla al suplicio eterno. Había algo que me daba más miedo que la muerte o la tortura eterna. Era la idea de no gobernar mis ideas, de estar poseído.
Pero lo de anoche iba más allá. No fue ficción bíblica. Era el demonio, tal cual. Y después de lo de anoche me quedó claro lo que ya sospechaba, esto es, que el demonio se le aparece a cada quien de la forma más personalizada, a la medida. Para algunos será una experiencia terrible, terrorífica. Y aunque esto está escrito en un blog, en internet, tengo que aclarar que esto no es para todos. Y tengo que contarlo poco a poco, sin seguir con estos merodeos misteriosos que ya esto se está pareciendo un texto de los evangélicos.
Una aclaratoria. De niño también le tenía terror a Dios. “Es muy bueno”, me decía mi abuela.
Mi abuela tenía una biblia para niños, con dibujos fantásticos. Y cuando me contó la historia de Abraham, yo no lograba entender cómo podría ser bueno un Dios así.Recuerdo los dibujos coloridos y vivaces de esa biblia para niños en la escena en la que Dios le pidió a Abraham que matara a su hijo para mostrar su amor a Dios por encima de todas las cosas. Y recuerdo esta conversación:
Abuela, ¿no te parece cruel matar al hijo?
No tenía que matarlo, solo mostrar intención de obediencia.
Abuela, pero la intención de matar muestra crueldad.
Hijo, claro, pero tenía que demostrar obediencia.
En este punto, tenía miedo de mi abuela. ¿Qué tal si se le ocurría que Dios le decía que me matara? Un ser misterioso dominaba su alma y era capaz de cualquier cosa. ¿Qué tal si el demonio se le disfrazaba de Dios?
"Dios no permitiría eso, hijo". Y le dije: "Pero permite cosas mucho peores, como el terremoto".
"Hijo, permite el terremoto porque es hora de que algunos vayan al cielo. Pero no permite que el diablo se disfrace de Dios. Eso no".
Y allí estaba equivocada mi abuela. Muy equivocada. Se viste de Dios, de virgen, de santo, de arcángel. Dicta libros sagrados. Inspira. Anoche esas cosas quedaron más claras.
Recuerdo que le dije….
Abuela, sí, pero si yo sé que Dios es bueno y me pidiera que te matara, yo sabría que Dios no pretende eso. Y sería tonto que aparentara obediencia para engañar a Dios. Además sería una falta de respeto que me creyera que Dios fuera tan malo. O sea que Abraham era tonto. Dios es enrevesado.
Hijo, tal cual. Pero mejor no pensar en esas cosas. Lo más sencillo es ser bueno y portarse bien. Ayudar a tu mamá, estudiar mucho y no molestar a tu hermanito. Y nada de tirarle piedras a los pajaritos.
Pero abuela, si es mejor no pensar en eso…entonces ¿para qué está escrito? No podía Dios escribir un poco más claro o al menos hacernos suficientemente listos para entenderlo?
Esa fue la conversación con mi abuela, muchos años atrás. Más o menos, claro. Tampoco me puedo acordar de los detalles. Pero ese era el sentido, estoy seguro. Y la idea quedó allí. Presente.
Y el demonio lo sabía. Y después de muchos años de ateísmo, anoche retomé, de algún modo, esa conversación. Pero no con mi abuela. Ella se murió hace años y ahora soy yo el que me estoy muriendo. Anoche debió ser la última. El hígado ya lo tengo reventado. Me faltaba la respiración. Estaba moribundo, me tomé las benditas medicinas, todas, me acosté y allí fue que apareció el demonio. Estaba sentado allí, como si nada, en una silla cerca de mi cama. Cabizbajo.
Me preguntó: "¿y entonces te vienes?"
¿A dónde? ¿ quién eres? le pregunté.
Conmigo, soy el demonio. Se te acabó el tiempo en la tierra. Tienes derecho de hacerme una pregunta, una sola, para decidir si te vienes a padecer conmigo o te vas a la vida eterna a disfrutar de la paz obedeciendo a Dios.
Yo estaba confuso. Ante todo la tranquilidad de funcionario del demonio. Nada de cuernos, colmillos o expresiones horripilantes. Normal. Como un funcionario de aduana. Ver al diablo no podía ser así, tan normal, como conseguirse a un enfermero en un hospital. Pero bueno, lo sorprendente no era la forma, al fin y al cabo todos sabemos que la forma es variada y tiene muchas caras. Lo raro era el comportamiento, el estilo.
Más extraño aún es que me ofreciera las opciones. Un demonio liberal. Debo admitir que las opciones eran confusas: Paz eterna parece muy aburrido, pero dijo “disfrutar”; y padecer es equívoco: si el padecer es inconstante entonces hay disfrute y posibilidad de alegría. Yo padezco mucho en esta vida pero la disfruto y, por otra parte, una vida eterna de obediencia suena a una vida eterna de esclavitud…..Pero es el demonio, así que ¿cómo creerle?
Yo trataba de poner un poco de orden a las ideas. El momento era para mí muy intenso. El demonio levantó un poco la cabeza, y bostezando me dijo: "No eres de los que gritan y se persignan, son muy pocos como tú. Pero igual conozco a los de tu clase y me los conozco bien así que pregunta bien y no te tardes".
Yo estaba tranquilo, a pesar de todo. Me di claramente cuenta que el demonio me daba una opción y no se apoderaba de mi, y de mis pensamientos, como en mis temores infantiles. En fin, me di cuenta que el demonio no es tan poderoso. Y, si es poderoso, por algún motivo no ejercía su poder. Había algo que me hacía fuerte, inconquistable. Quizás la confianza en mi juicio, y este era mío, no suyo. De lo contrario ya estuviese perdido; él hubiese decidido por mí.
Después vi que las cosas no eran tan simples, pero eso vino después. En aquel momento pensé: soy dueño de mis pensamientos y yo siempre me he inclinado por hacer el bien. Así que la batalla comenzaba. Y el demonio no podría ser una peor compañía, pero me intrigaba el hecho de que fuera él, y no Dios, quien me diera la opción sobre el estilo de vida después de la vida. Me planteé la cuestión pero pensé que esa no podía ser la mejor pregunta que le podía hacer al demonio.
"No, no es la mejor", me dijo.
Uff. Me lee los pensamientos,pensé. Pero también me di cuenta que me respondió una pregunta que no le hice pero que me planteé. Así que la situación es grave, pero no desesperada, pensé. Me lee los pensamientos, pero no los controla. En fin, que estoy desnudo, pero no desarmado. Por otra parte me responde preguntas que no le hago, con lo cual puedo acceder a más información de la que podría, solo pensando en una pregunta.
"No te creas tan listo", me dijo.
Coño. Es difícil discutir con alguien que te lee los pensamientos. Pero ese comentario también me demostraba que no estaba mal la cosa para mí. Me lee los pensamientos y solo me dice que no me crea tan listo para desanimarme pero con pensar bien tengo. Que se entere de todo, qué mas dá. Lo que no puedo es engañarlo. Pero soy libre.
"Sí, eres libre", me dijo Satán. Cruzó las piernas, se volteó, miró por la ventana y dijo otra vez. "Eres libre pero no tan justo como crees".
A qué te refieres? Quise preguntarle, pero sabía que pensar la pregunta era suficiente para obtener una respuesta. Y en efecto me dijo:
Me refiero a que yo respeto la libertad. Es Dios el que es un autócrata. Se pone furioso cuando no lo adoran y veneran. Es como ustedes los humanos. Os pica una hormiga y matáis el hormiguero completo. Yo en cambio respeto la libertad de elegir por él, y además no soy tan injusto. Bueno, en estos últimos siglos se ha puesto más tranquilo, tolerante. Dios ha madurado.
Me resultaba difícil debatir eso. Por otro lado estaba confundido por esa actitud tan superior del demonio. Allí seguía, sentado en el sillón, con las piernas cruzadas, analizando a Dios como un psicólogo analizaría a un paciente cualquiera. Hasta osaba opinar sobre cómo Dios había madurado, Solo le faltaba un cigarrillo, y echar humo por la ventana.
"No fumo", me dijo. Y se rascó la cabeza mirando hacia arriba, con la expresión que tienen los devotos cuando rezan.
Me inquietaba que me respondiera a esta inquietud tan trivial. Preferí interrogarme a qué se refería con eso de que Dios ha madurado y recordé el visible cambio de ánimo entre el Dios del viejo testamento y el del nuevo, más amigable, con la figura de Cristo, más humana, invitándonos a amarnos los unos a los otros. Sí, yo también había notado una mayor madurez en el Dios del Evangelio comparado con el del viejo testamento. La pregunta, en fin, es sin duda interesante, pero considerando las circunstancias del caso, no me pareció oportuno hacerla.
Sí, Dios ha madurado. Las historias bíblicas son lo de menos,me dijo el demonio. He disfrutado un montón apareciéndomele al Papa, por ejemplo. Y lo tengo muy confundido. No me cuesta nada confundir a este Papa, ni al anterior. Son un par de idiotas. También aparezco como el arcángel Gabriel. Es divertido.
Sus respuestas continuaban mis propios pensamientos. No era fácil la situación. No me sentía poseído pero me intrigaba mucho algo muy curioso: a mi no me engañaba, y aparecía como lo que era. El demonio. "No te puedo engañar. No a ti, no puedo. No eres como la mayoría de los humanos, que al llegar a este punto y me ven, creyendo que soy Dios, me siguen. Todo ocurre porque Dios pretende adoración y es terriblemente celoso. Dios es un enfermo. Yo, en cambio dejo que me sigan creyéndome Dios, solo para burlarme de su abyección. Pero solo busco espíritus libres".
El demonio no puede ser tonto, y la frase anterior lo prueba. Traté de defenderme, argumentándome a mí mismo. Oye, tú me estás engañando, está claro. Es cierto que Dios pretende adoración absoluta, y eso me resulta una petición bastante rara, casi que un capricho de un sátrapa del desierto. Nunca entendí ese capricho de Dios y por eso me hice ateo. Pero ahora la situación cambia. Tu existes, ergo Dios. Y entonces vienes y apareces como el hombre maduro, que acepta las críticas y las diferencias y dejas a Dios como un histérico dictadorzuelo criado bajo el sol inclemente del desierto. Pero Dios tiene otros mandamientos, más comprensibles y sanos. Como el no matar.
No te engañes, me dijo. Dios inventó la muerte. Y Dios inventó la vida eterna para aquellos que le entregan el alma y pierden su condición humana de distinguir el bien del mal. Yo existo desde el inicio de los tiempos y perdí el control y por eso fui yo el que os di de comer del árbol de la sabiduría. Yo los hice humanos con capacidad de amar y odiar. En realidad yo soy Dios. Y se hizo Dios.
Me di cuenta que no era posible distinguir Dios del Demonio. Pero también me di cuenta que no me interesa saber quién es quién. Lo mejor parecía ser seguir la máxima de mi abuela, y hacer el bien.
Fue allí cuando le hice la pregunta:
Existes?
No te voy a responder, me dijo. Ya lo sabes.
No sé bien qué pasó luego. Miré hacia la mesita de noche y recordé que me tomé un montón de jarabe con codeína para dormir en paz y después me tenía que tomar los analgésicos. Se me olvidaron los analgésicos así que me desperté.
El cáncer sigue allí y me va a matar. Ya casi no puedo respirar. Tengo que tomarme todas esas pastillas para terminar todo de una vez. Lástima que al morirme no tenga sueños eróticos en lugar de discusiones con el demonio. Quizásla próxima vez deba tomar un poco de viagra y vitamina E.
Dormí otro poco.
Me desperté, miré por todos lados y Satanás no estaba. Sin embargo la silla donde lo había visto estaba quemada. Me acerqué y había una frase escrita en el respaldar. Existo y estoy presente. Existo en aquellos que se leyeron esta historia. Tú que lees esto, lo sabes.