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martedì 18 giugno 2019

Crimen sin castigo (cuento de la serie el maldito migrante)



Después de matar a Charlotte me tuve que plantear el problema práctico de qué hacer con el cadáver. Obviamente no lo puedo dejar podrirse pues el olor alarmaría a los vecinos, quien sabe con qué consecuencias. Y fue allí, cavando la fosa en medio de la noche, que apareció mi hija, Fabiana, que casi se desmaya del susto. Y no es para menos.
-Pero papá, qué haces?
-Lo que ves. Una tumba. Es una puta rata inglesa. Qué quieres que haga. Le reventé la cabeza y se le salieron los sesos. Alli tiene su brexit.
-Ay Dios-.Dijo estupefacta.
Y que se note que Dios no es una invocación frecuente en mi familia desde hace generaciones. Mi hija es atea, yo también, su madre fue perdiendo la fe; mis padres furibundos ateos  y creo que dos de mis abuelos, por no mencionar un bisabuelo que fue excomulgado.
-Ay Dios.- Repitió, y miró al cadáver.
-A todo cochino le llega su sábado. Y a esta rata inglesa también.-  Le dije
-La mataste así no más?- dijo horrorizada. -Te has vuelto racista, además.
-Se llamaba Charlotte,- y le di un palazo en la cabeza, le dije para fastidiarla.
Hay cosas más importantes que contar en esta historia, pero mientras voy cavando un hoyo en el jardín para enterrar el cadáver, me pasa de todo por la cabeza y es que ya es la segunda vez que me acusa de racismo. Y me da rabia. Igual me pregunto si mi racismo es igual al de los blancos ingleses porque ocurre en una estructura de poder donde estoy en el polo dominado. En fin, ser racista cuando eres de la raza dominante es justificar una estructura de poder, ser racista y estar segregado y explotado es otra cosa, pienso. Y lo pienso de nuevo y me digo que racismo es racismo, no importa lo demás, ser víctima no justifica ser victimario. Los violadores fueron víctimas de abusos sexuales de niños, se sabe, pero muchas víctimas se hacen resilientes y bondadosas, así que el racismo retaliativo no vale, está mal, no se justifica, pensaba, mientras  terminaba el hoyo rápidamente.
 Llegó una ráfaga de viento frío, maldito clima inglés, así que empujé el cadáver al hoyo, no me ocupé de taparlo. Me metí en casa y me devolví al sofá, mi lugar de reflexión preferido. Recostado horizontal en el sofá, con la cabeza en un posabrazo y los pies sobre el otro, que es como toca acomodarse para reflexionar después de haber hecho algo trascendente, sobre todo, después de haber acabado una vida, por pequeña y irrelevante que fuera. Y me puse a pensar en el asunto.
Traté de recordar donde empezó lo del racismo, y no fue de pronto. Ocurrió poco a poco, pero el día del referéndum por el Brexit fue un momento crucial. Aquella mañana, cuando supe los resultados del referéndum, salí a la calle, quería dar una vuelta por el centro de la ciudad, y no podía evitar clavar mi mirada sobre cada viejo que aparecía a mi vista. Si era gordo, había votado por Brexit. Ese era mi estereotipo de los que votan por Brexit, son viejos gordos y diabéticos. Y brutos. Pero poco a poco fue cambiando mi paradigma, ampliándose el rango de los brexiteros hasta que cada inglés blanco que veía era un votante de Brexit. Y que quede claro,  para mí un votante de Brexit no es una categoría social o una etiqueta sociológica sujeta a verificación empírica. No. Para mí un votante de Brexit es un bicho que votó para que yo me vaya de este país, para que no moleste su vista con mi presencia, para que no trabaje aquí, para que no cobre por mi trabajo, para que no califique a los trabajos que él quiere, para que no haga la cola en el médico, ni en el supermercado, ni ante la luz roja del semáforo. En fin, el Brexit se convirtió en la negación de mi existencia y en consecuencia convirtió mis fracasos y frustraciones personales en rechazo y odio. Y seguía en el sofá, recordando.
Antes, cuando tenía un buen trabajo, iba camino a mi oficina a Leeds, y siempre me topaba en la estación de tren con las portadas del Daily Mail, un periódico con pocas simpatías hacia los extranjeros, excepto en su tiempo por Hitler y Mussolini hasta que entraron en guerra.  Yo en mi camino al trabajo miraba los titulares de ese tabloide con la frialdad del analista social y no con la pasión del explotado. Como un biólogo mira la lucha entre una araña y una avispa, no más. En ese diario, un día leías un titular que decía que los extranjeros eran unos vagos que vivían de la seguridad social y al día siguiente el titular era que los extranjeros le roban los trabajos a los ingleses aborígenes. Extranjero es malo, trabaje o no; simplemente, por existir. Y tomaba nota de la disonancia. Pero para mí el Daily mail no dejaba de ser algo más que una mera curiosidad antropológica.
Pero alguna vez tragué el anzuelo. Y no es para menos. Todavía recuerdo un titular que me obligó a detenerme a leer de que se trataba. “40 millones de polacos iban a venir a Inglaterra, y no caben”. Vi el titular apenas bajé del tren y me sacó de mis ensoñaciones matutinas. Yo pensé que había habido una explosión nuclear en Rusia, o algo así, y ya empezaba a pensar cómo hacer para arreglar un cuarto para recibir mi cuota de refugiados polacos. Me detuve en el siguiente kiosko y leí el texto de la noticia: resulta que Polonia ingresaba a la Unión Europea, y según el periódico, era el fin del país, pues 40 millones de polacos vendrían a aprovecharse del sistema. Vaya si son exagerados! 
Y yo, con la frialdad del analista político, me preguntaba si tendría lectores ese periódico que promovía una idea del mundo en el cual la raza humana se divide en dos, los que tuvieron la suerte de nacer en Inglaterra y las hordas salvajes que esperan la oportunidad para residenciarse en la campiña inglesa a costa de los trabajadores británicos. Con el tiempo descubrí que sí tenía lectores, y vaya que si no. Pero seguía viendo la noticia con el humor y la frialdad que permite la distancia.
Pero los años fueron pasando. Los trabajos profesionales fueron desapareciendo para mi, quedé desempleado a los 50 años, que no es fácil.  No me quedó más alternativa que ir a trabajar a una fábrica, como obrero fabril, sin calificaciones. Tuve que aprender a disimular que sabía varios idiomas, que tenía un título y demás, porque los empleadores detestan a los sobrecalificados.
Y aprendí a cortar uvas a toda velocidad. Un transportador trae unas cajas con racimos de uvas y yo tengo que recoger la caja, de unos diez kilos, bajarla del transportador, ponerla en la mesa, que debo haber previamente limpiado o mantenido razonablemente limpia, abrir la caja, quitar los papeles de protección de las uvas, echar el papel en los pipotes de papel reciclado, tomar unas tijeras que están incómodamente atadas con una cadena a una mesa, levantar un racimo de uvas, recortarlo. Tengo que tomar unas cajitas de plástico, y si no hay cajitas irlas a buscar en un extremo del galpón, abrir la caja y traer las cajitas, despegarlas, porque las muy malparidas a veces están pegadas, tomar una cajita, meter un racimo de cuatrocientos gramos dentro de la cajita de plástico, pesarla, esperar que un medida diga si pesa lo correcto, well done, indica si pesa bien, y si pesa mas de de cuatrocientos gramos, quitar uvitas, y si pesa menos, agregar uvitas, pero máximo tres racimos, porque ese es el criterio de calidad.  Y finalmente meter la cajita de uvas en un transportador que a veces está lleno con otras cajitas que han sido llenadas por otros obreros, en fin, esperar, como si esperar fuera fácil en esa corredera, y luego meter la cajita con los racimos de cuatrocientos gramos, empujarla en el  transportador y finalmente tomar las cajas grandes de uvas que están vacías y ponerlas en otro transportador. En fin, toda esa tarea de lograr que una cajita pese cuatrocientos gramos se debe lograr en algo así como 20 segundos. Y todo esto para que unos viejos mañosos se coman las uvas que vienen metidas en cajitas de plástico que solo sirven para contaminar el ambiente. Y los viejos mañosos, para rematar el colmo de los males, tal como vine a saber después, votarían por Brexit tiempo después, para que yo no existiera.
Con todo y eso, el primer día en aquella fábrica estaba feliz y asustado. Feliz porque por fin podría pagar los costos de mi existencia, incluyendo una temible tarjeta de crédito. Pero al ver la velocidad de los operarios entré en pánico pues pensé que jamás podría ser tan veloz como ellos. Son jóvenes y yo viejo, así que aprenden todos esos movimientos de la mano y el ojo a una velocidad que no puedo reproducir, mucho menos durante tantas horas.
El primer día estuve varias horas tratando de descubrir el algoritmo de la máquina para lograr que mi velocidad fuera mayor. Tenía que hacerlo o perdía el trabajo, otro trabajo y terminaba mendigando en el metro de londres o de París. Échale pichón Fabrizio. Cosas sencillas como trucos de movimiento para poder contar dos veces la misma cajita, cosa que solo tendría que hacer cada 5 cajitas, según la cuenta que saqué no si dificultad, para mantener el promedio de velocidad aceptable. El momento de cambiar las cajas era el momento adecuado para la doble contabilidad. Estuve experimentando, y funcionaba.
Pero igual miraba a los otros operarios y quedaba maravillado con la fluidez de sus movimientos comparados con mis torpes procedimientos para tomar las tijeras, cortar, contar y demás. Claro, pensaba, ellos se dedican a trabajar y no a pensar cómo hacer trampa. Soy un ejemplo de profecía que se cumple a sí misma, pienso que no voy a poder sobrevivir, y en lugar de aprender, observo, me acomplejo y busco hacer trampa, educación venezolana, en fin, también observo y busco ser eficiente, también educación venezolana, y qué voy a hacer en el metro de paris si no se cantar, y mientras pienso y tomo decisiones retraso mis movimientos así que voy lento, luego me muevo a toda velocidad para compensar, no como estos operarios que se mueven con desenvoltura robótica a la velocidad de las máquinas, pobre de mí, pensaba, no voy a poder pagar la tarjeta ni las cuotas de nada, pero  pensaba y observaba más y es que también notaba que son más jóvenes, por eso son tan ágiles, es como aprender un deporte de viejo. Tranquilo Fabrizio, que los viejos tenemos menos inteligencia fluida pero mejores estrategias metacognitivas, así que tengo que pensar bien, de algo debe haber servido haber estudiado tanto y en fin, seguía observando y noté que la máquina sacaba el promedio de la velocidad pero no hacía los ajustes necesarios para descontar el tiempo perdido porque la máquina se detenía a cada rato. Y se detenía al menos cinco minutos cada media hora porque se atascaban las cajitas en alguna parte. Coño, como voy a ser tan veloz si la puta máquina se detiene?. Qué abusadores los putos ingleses! Así que hice el amago de recoger algo en el piso, me agaché y miré los cables debajo de la mesa y noté donde estaba el enchufe y el interruptor así que si la pesa se apaga, saca la cuenta de la velocidad de nuevo, que es como reducir el denominador de la ecuación del algoritmo, y Eureka, cuando se atasque la maquina se me cae un guante, recojo algo del piso y santo remedio. Santo remedio! Eso mejoró mi promedio. Qué bien.  Puedo trabajar aquí, pagar la tarjeta y la comida. y nada de ir a cantar el alma llanera en el metro de París.
El segundo día trabajando allí fue cuando vi por primera vez a la gerente de casco rojo que me haría la vida imposible, Charlotte. La muy perra. Yo estaba concentrado en lograr la velocidad requerida para cumplir con la meta que los cascos blancos exigen de los cascos verdes. No es fácil concentrarse pues los casco blanco caminan por los pasillos donde están las mesas de los cortadores de uvas y gritan y gritan. Las fábricas del siglo XXI no son tan distintas a las del inicio de la revolución industrial. Los capataces desdentados gritaban y gritaban. Hoy, los maquinistas, de casco blanco, gritan que hay que apurarse, gritan “hurry up”, gritan “come on” guys, vamos muchachos. El que grita manda, el que está debajo, obedece y calla.  Y el único indicio de que no estamos en el siglo XIX es que de vez en cuando te dicen “well done”, obviamente resultado de los cursitos de motivación que deben tomar, y yo me pregunto si los que dan esos cursitos habrán estudiado algo de psicología de la personalidad, o teorías cognitivas, supongo que no.   A mi el puto well done me humilla más que los gritos, sobra explicar el porqué, por qué va a ser? Porque me recuerda adonde estoy. Andaba yo pensando en este tipo de cosas cuando apareció Charlotte, la super generala, la que mencioné antes que me hizo la vida imposible. Caminaba a paso lento, como para reafirmar que le bastaba una mirada para notar los errores de nosotros los idiotas de casco verde. A un lado caminaba un supervisor de casco azul, y al otro un casco blanco, aterrados de lo que pudiera descubrir la generala. Se detuvo un segundo frente a mi mesa, miró mi promedio, que por supuesto estaba infladito gracias a mis trucos criollos, me dijo, you are good, well done.
Mi respuesta fue obvia.
-“You are good”, un coño, pendeja, que si yo valgo algo no es por cortar las uvas sino por bacilarme tu maquinita de medición de productividad.- me provocó decirle, pero yo no soy ni remotamente así de grosero, ni mucho menos así de ágil con la palabra, simplemente no se me ocurrió nada, mi respuesta, la única que pude dar,  fue solo osar mirarla una fracción de  segundo, o menos, ya que un segundo después ella ya había terminado con su supervisión de mi mesa y había iniciado su paso triunfante hacia otra mesa, frente erguida y mentón levantado, en pose mussoliniana, como para asegurarse que mirar desde arriba a los más altos, que eran muchos y de países nórdicos de los que nunca había oido nada como Estonia, Lituania.
Aliviado por haber pasado la prueba de la velocidad promedio revisada por un casco rojo, la máxima jerarquía de la fábrica, ya me podía dedicar a mi siguiente objetivo en este trabajo, a saber, conservar mi maltrecha salud mental. Y por supuesto, mi destartalado cerebro necesita recordatorios de que estoy escribiendo la novela de Sofía, basada en la historia real de mi amiga venezolana que pidió asilo aquí, en este país que desprecia a los extranjeros, en fin, que cada experiencia me dice cómo pudieron ser sus experiencias. Me autoimpuse la tarea de contar la historia de la diáspora venezolana, al menos de lo que me tocó ver, y por más que corte uvas, aquí estoy, echando el cuento. Miré cuidadosamente al trabajador que seguía concentrado en frente mío. El seguramente era más rápido que yo, pero su promedio, el pobre, era apenas suficiente para sobrevivir. Igual quise aprovechar la oportunidad para saber qué clase de gente pudo conocer Sofía en su estadía en el mercado laboral. Estaba listo pues para mi entrevista en profundidad, sociología en acción. Listo para entender la vida del camarada obrero de enfrente. Busqué una frase para romper el hielo.
-Hard job.- Dije alto y me le quedé viendo.
Subió la mirada, me miró y no dijo nada.
-Hard job,- repetí,- Isn´t it?
Me miró otra vez.
-How long have you been doing this job.- dije, intentando otra vez abrir una conversación.
-Me coming tomorrow, -me dijo muy seguro de si -Me English,no English. Me coming tomorrow, no English, me sorry.
Las dificultades comunicativas no mejoraron con mis siguientes intentos de hablar, así que me puse a reflexionar, en medio de la cortadera de uvas, agarradera de cajas y demás, en fin, pensé que tenía que practicar técnicas específicas para mejorar la velocidad de mi trabajo, eso me permitiría tener conversaciones más fructíferas cuando alguien hablara inglés y así entrevistar gente, aprender de sus vidas y demás. Pero más que mejorar la velocidad para satisfacer la empresa lo que ocurrió fue que recordé a Bandura, de cuando estudié procesos de aprendizajes,  y me vinieron a la mente sus  procesos de automatización cognitiva, así que me quedó claro que si automatizaba movimientos eficientes entonces tendría la mente libre para pensar, como cuando se maneja un carro. Y por más que cuando uno aprenda a conducir y anda hecho un lío con embrague, luces de cruce, no cruzar los brazos, frenar, poner velocidades y demás, cuando los procesos se automatizan se puede salir a pasear en carro. Sí se puede, tranquilo Fabrizio, vendrás a trabajar y cobrar por pensar en tu novela, que escribirás después. Y lo más importante, nada de ir a declamar el alma llanera en el metro de Londres. A la literatura pues.
El primer paso para escribir la novela es tener tiempo para pensar y lo primerísimo pues aprender a tirar las cajitas sobre los transportadores. Así ahorro unos segundos. Empecé a tirarlas desde un centímetro, luego dos, luego tres, luego cuatro. Ya al final de la noche del día siguiente podía tirar, desde la mesa, la cajita llena de uvas con la fuerza exacta para que cayera en el transportador sin derramar nada. Todo un arte. Lo que hay que hacer en esta vida.
Igual hice con el arte de agarrar las cajas del transportador. Aprendí a tomarlas al mismo tiempo que las abría con los pulgares, con la fuerza mínima para que cayeran en la mesa en el lugar exacto donde las necesitaba. Horas y horas de práctica. También aprendí, con el mismo procedimiento a tirar los papeles en el pipote de reciclaje. Más horas y horas de práctica, no sin cierta intelectualización del procedimiento. Y lo más importante de todo, aprendí a reconocer, de solo verlo, el tamaño de un racimo de uvas de cuatrocientos gramos. Eso me tomó una semana entera, porque los racimos son a veces más frondosos, más ralos, las uvas con más agua pesan más que las más fibrosas, en fin, aprendí un montón de pistoladas que a nadie le interesan pero que me permitieron cortar las uvas con más precisión y velocidad que los futuros robots japoneses que vendrán a dejarme desempleado.
Fue así que por fin logré ser el cortador más rápido que se haya visto en la historia de de aquella fábrica. Aplicando la combinación de mis trucos criollos con la super eficacia que había estado ensayando podía ser tan rápido como los que hacían trampa descaradamente pesando varias veces la misma cajita. Solo que a ellos los descubrían y la combinación de eficiencia y viveza me hacían imbatible. 
De pronto pasó otra vez la generala con el casco rojo, Charlotte, con su pose mussoliniana que parecía decidida a hacerme la vida imposible. Se detuvo a ver cómo trabajaba. Yo sé muy bien que con el poder de su voto puede acabar con mi vida y con el poder de su cargo puede despedirme por cualquier minucia. Y allí estaba tratando de ver por qué era tan rápido. Se quedó casi diez minutos mirando mi velocidad. Imbatible, por supuesto. Los trucos criollos los usaba para tener algunos reposos, pues lo había ensayado todo, si crees que soy pendejo te equivocaste chirulí, y allí estaba ymantenía la velocidad promedio record, a la velocidad que lograba con eficiencias sin trampa. Estaba protegido para que no me descubrierarn. Y así fue. Se quedó allí  y el indicador estaba firme.  3,6 cestas por minuto. Me miró a la cara y me dijo. Muy bien, muy rápido, well done.
Pero llegó un lote de uvas nuevas. Era un lote que se había medio podrido. Y ahora no solo había que cortar sino que quitar las uvas con moho y cortar las podridas. Obviamente había que poner más atención y como consecuencia cortar más despacio. Obvio digo yo, que no soy inglés pero otra cosa pasa por la mente de la gente que pesa en libras, piedras y onzas.
Pasó un casco blanco, mesa por mesa, a decirnos que tuviésemos cuidado, que las uvas con moho había que quitarlas. Que revisaramos bien, que lo importante era la calidad. Yo tomé nota y empecé a mirar con cuidado para hacer lo que me pedían y dejé de prestarle atención al medidor de velocidad. Al rato pasó otro, de casco azul, y gritaba que había que ir más rápido. Pues empecé a ir más rápido, al igual que los otros trabajadores. Al rato pasó mesa por mesa otro de casco anaranjado, que así se trajean los controladores de calidad, mostrándonos a todos un racimo de uvas recortado y listo en su cajita, con moho por todas partes. “Inaceptable”. Yo no podía estar más de acuerdo, así que le puse más atención a que no pasaran las cajitas con uvas putrefactas, mohosas y envenenadas. No pasaron ni diez minutos que vino otra vez el casco azul a decirnos que fuéramos más rápido. Yo le pregunté si estaba consciente que el casco naranja nos había pedido poner más atención. El me dijo que claro que había que poner atención e ir más rápido. Frente a la disyuntiva decidí ir más rápido porque al fin y al cabo la velocidad la miden y la atención no. Pero volvió a pasar el de casco blanco a decir que le pusiéramos atención a la calidad de las uvas, que las uvas podridas no se pueden vender, son inaceptables. Yo le hice caso, ya fastidiado, y le dije que su jefe pasaba por aquí pidiendo más velocidad. Me dijo que sí, que ambas cosas. Seguí trabajando a toda mecha. Pero luego pasó otra vez el casco anaranjado a regañarnos por la calidad inaceptable. Iba mesa por mesa preguntando compraría ud unas uvas como estas? En tono pedagógico preguntaba que es más importante la calidad o la cantidad? Decidí hacerle caso, pues, ya es un tema de ética. Pero volvió a pasar el de casco azul, esta vez con una variante, pues decía con tono de quien arrea ganado, que había que mantener los estándares de velocidad si se quiere conservar el trabajo. Vale, la ética pal carajo, ya me botaron de bastantes lados por andar haciendo lo correcto, así que le hago caso al casco azul, pero no pude resistirme. Le dije, oye, pero se tienen que poner deacuerdo, o vamos rápido o ponemos más atención. El tipo respondió que ambas cosas. Yo, para entrar que razonara, le pregunté, si manejas y ves una señal de conducir con cuidado aumentas o disminuyes la velocidad? El me dijo que el pone más atención cuando va rápido.   La noche iba pasando entre los arreos de unos y los regaños de los otros. A cierto punto el casco azul vino a mi mesa y me preguntó:
- qué tal? o como sea que se traduzca como what´s up. Creo que estaba fastidiado de que le hubiese hecho el comentario, a lo mejor lo entendió varias horas después, qué se yo.  Pero no pude resistirme y le dije que si querían que quitáramos las uvas malas, debían aceptar que tendríamos que trabajar más despacio. Rebuznó y dijo algo en el típico dialecto yorkshire y a la distancia vi que no tan lejos caminaba la generala. Tiempo de acabar con este absurdo, pensé.
Le hice el amago a Charlotte, la generala, que quería hablar con ella. Me miró sorprendida y miró rápidamente al casco azul como quien dice “qué querrá este plebeyo?” Le comenté que estábamos recibiendo instrucciones contradictorias, unos nos pedían de trabajar con rapidez y otros con cuidado, más lentamente. No me terminó de escuchar. Le preguntó al casco azul qué pasaba, como si yo fuese incapaz de expresarme.
Casco azul  hizo su resumen ejecutivo, esto es, le dijo que yo no quería seguir las instrucciones. Así que yo intenté explicarle que las instrucciones no eran claras pero la generala me interrumpió y me repitió exactamente el discurso del casco azul. Le dije que sí, que no tenía problema en ser rápido y quería añadir que sin embargo no podría poner la atención que pedían, pero no pude terminar la frase pues me interrumpió otra vez para decirme que tenía que escuchar, no que hablar, que tenía que seguir las instrucciones, no que andar respondiendo y siguió con el discurso, repetido, que tuve que oír obedientemente. Luego le pregunté, cuales instrucciones, las de ahora o las del casco blanco, quería decir, pero no pude porque me interrumpió y con toda la insolencia me pidió que la siguiera.
Y la seguí por pasillos y mas pasillos con propaganda institucional, instrucciones de cómo limpiarse las manos, índices de productividad, empleados del mes, fotos de los jefes sonriendo, que solo sonríen en esas fotos, por cierto, porque en el trabajo solo gruñen y arrean ganado, pasé por mas pasillos, subí escaleras, vi mas instrucciones de cómo se lavan las manos, hasta que llegué a la puerta, la puerta para salir. Le pidió al portero que llamara al representante de la agencia que me contrata y al jefe mayor del almacén. Hizo una llamada por teléfono y el portero me comentó que cada vez que la generala llevaba a alguien hasta allí y llamaban a los jefazos era para botar a alguien.
-Cada cuanto pasa? Pregunté
-Un par de veces por semana,
-Ok, estoy botado, que carajo. 
Cuando el jefe de los jefes de casco rojo llegó, la generala le explicó brevemente que yo no seguía instrucciones, ni quería hacerlo. El jefe de los jefes la escuchó impaciente y me dijo que si no quería seguir instrucciones no podía trabajar en la empresa. Traté de explicarle algo, pero me interrumpió para repetirme el discurso de la generala. Traté de decir algo, pero no pude porque me pidieron que hiciera caso.  Luego el representante de la agencia se hizo visible, creo que estaba tras de mi, y me repitió el discurso de la generala, reforzando que no podría trabajar allí, y que tenía que aprender a escuchar y yo con ganas de decirle que los había escuchado a todos decir lo mismo pero ellos no me habían escuchado a mi, pero no dije nada, todavía, simplemente no conseguí el espacio.
Ya me veía yo incrementando otra vez el debito en mi tarjeta de crédito, jodido con todas las cuentas por pagar, buscando trabajo a diestra y siniestra y sin ninguna esperanza de poder defenderme en este juicio sumario en la puerta de la empresa. Ya el jefe de los jefazos de casco rojo me indicaba la puerta y le hizo el amago al representante de la agencia para que hiciera el papeleo y logré decirle algo.
-Puedo hacer una pregunta?
Se me ocurrió hacer una pregunta podría permitirme hablar, y así fue. El jefe de los jefazos, en tono magnánimo me dijo que por supuesto, como cree que no puede preguntar nada.
Qué instrucciones debo seguir si un jefe me dice una cosa y el otro jefe me dice lo contrario?
Que quieres decir? Me preguntó mientras Charlotte rebuznaba con desprecio e incrementaba su expresión mussoliniana.
Pues unos me piden que vaya rápido y otros me piden que ponga atención a las uvas podridas. Los del casco naranja y blanco son muy serios cuando nos piden que trabajemos con cuidado.
El jefe de los jefazos se volteó a mirar a Charlotte, la generala, y esta que se había puesto casi tan roja como su casco. Inmediatamente respondió:
-Es que eso no es lo único, es que este trabajador es el más lento de todos, nunca logra mantener el ritmo.
-No es cierto -dije firmemente- y puedo mantener la velocidad alta y eso está registrado en el sistema.
Charlotte, la generala, movió la cabeza de lado a lado y me pidió que no le gritara.
El agente de la agencia también me dijo que no gritara, que aprendiera a respetar.
Y el jefe de los jefazos me dijo que tenía que respetar pero que por esta noche me podría quedar si mantenía la velocidad mínima. En fin, no me botaron. Y por fin vi la cara de la derrota en Charlotte, la generala.
Volví al almacén de las uvas. Mantuve la velocidad firmemente por encima del máximo, casi el triple de lo normal y, gracias a todos mis experimentos, todo fue sin hacer trampa. Terminó la noche y fui a casa. Victoria.
Pero la venganza de la generala vendría después. Otro cuento. Por lo pronto ese día volví a casa y Fabiana, mi hija, estaba despertándose para ir quien sabe adónde. Estaba aterrada porque había vuelto a ver un ratón que se metía en nuestra cocina. Tenemos un gato que no se molesta en atraparlo porque sale corriendo cuando lo ve. El ratón se ve inofensivo y hasta simpático. Pero toca atraparlo porque se pasea por toda la cocina y quién sabe si se mete entre los platos. Esa noche le conté a Fabiana lo que me había pasado con la generala y ella bautizó al ratoncito como  la rata Charlotte. El apodo lo maldijo, al pobre, y lo maté de un escobazo por la cabeza y lo enterré en el jardín, para evitar los malos olores. Y allí fue cuando mi hija me llamó racista.

giovedì 13 giugno 2019

Uvas y desventuras { 1 } (Cuento de la serie el maldito migrante)

Conrad Felixmuller, workers returning home. Pinterest
Uno de los aprendizajes más curiosos que he tenido en Inglaterra ha sido identificar un racimo de uvas de 400 gramos. Soy venezolano y esto es lo que me toca. Cortesía de Chávez y Maduro, los venezolanos nos esparcimos por el mundo aprendiendo oficios para los que no nos preparamos y andamos despilfarrando el talento que cultivamos en nuestro país. Y con el humor del que me dotó la vida, se me impone decir que  a mí me tocó, entre otras cosas, reconocer racimos de uvas de menos de medio kilo. Miro al racimo y de solo verlo lo sé, y no importa si las uvas son grandes o pequeñas, o si los racimos son frondosos o ralos. Simplemente lo sé. Sé si el peso es correcto, así como un dietólogo sabría que hay sobrepeso de solo ver un ser humano y la forma de su panza. Yo descifro si un racimo pesa 400 gramos.
En fin, es cierto que no escogemos las circunstancias de nuestra vida, como decía un filósofo famoso, que repiten por todos lados los twitteadores y blogueadores de perogrulladas. Pero también decía el mismo filósofo, que ya nadie cita porque es pavoso, que aunque no escojamos las circunstancias, sí escogemos los modos de enfrentarlas, y a mí se me antoja confrontar las circunstancias mías echando el cuento, y por supuesto, siguiendo con mi plan de escribir la novela, la historia de Sofía, una refugiada venezolana en Inglaterra. Sería mejor escribir sobre otra Sofía, profesora de física en Caracas que terminó como prostituta en Quito, pero yo nunca la conocí, y solo puedo contar sobre la Sofía que conocí, que no se llamaba Sofía y que sí tocaba violín, y que por caer tras las garras de los subalternos de Diosdado  se vino a Inglaterra a sufrir la indiferencia de este país arrogante y sabelotodo.
Eso es lo que me toca, pues. Contar historias, en fin, eso es lo que me queda, porque eso es lo que hacen los viejos desde que el mundo es mundo. Y, sobre todo, escribir un libro y contar historias es lo que uno hace si uno es un emigrante educado y fracasado, esto es, para decirlo en criollo, si uno no la pega profesionalmente. O abre un negocio, como hacen otros migrantes. No es casualidad que las comunidades de extranjeros terminen montando tiendas adondequiera que vayan, los pakistaníes en Inglaterra son un ejemplo, los vietnamitas en Estados Unidos, otro. Y los portugueses en Venezuela, cuando la gente venía a nuestro país, son más que un ejemplo en nuestro país de cómo los migrantes terminan dominando un negocio. Mi país, ahora foragido, donde panadero y portugués era casi equivalente, hasta que llegaron los paramilitares colectivos y acabaron con las panaderías, los panaderos y el pan.
En fin, que yo para sobrevivir a la indignidad a la que nos condenan los ingleses, cortesía del chavismo,  me refugio en la literatura, así que sigo y sigo con la novela, y ahora agrego esta serie de cuentos, la serie del maldito migrante, porque tengo que descargar lo que siento desde que los ingleses votaron por el maldito Brexit. Sigo y sigo, por más que las circunstancias me sean adversas, por más que las uvas me maten, en fin, por más que me humillen unos ingleses desdentados y monolingües, algún día echaré el cuento de Sofía y los cuentos míos. Y así como Dante salvó del olvido a los poderosos de su tiempo mandándolos al inferno, yo salvaré a los monoglotas ingleses de pasar desapercibidos en mi destartalado país y su creciente diáspora, y alguien se reirá de su orgullo por haber tomado un curso de forklift driver que vale más que una licenciatura lationamericana, más que muchos años en la Universidad Católica Andrés Bello, más que las consultorías, más que promover proyectos comunitarios con Fe y Alegría, mas que mis suscripciones a revistas de renombre, mas que todo. Mi único título valido aquí es el de conducir, y eso porque me lo saqué aquí. No importa. No me importa un coño. Yo aquí a seguir escribiendo, y a seguir viviendo, y seguir contando.  Y si las circunstancias me han sido adversas, vaya que si no, y si no salgo de un lío para caer en otro, como si existiera dios y la tuviera cogida conmigo, por más que se me atraviesen todo tipo de monstruos, yo seguiré contando. Pero todo se convierte en material de una narración, unas veces lo escribo, otras lo cuento, y otras me lo callo. Y aquí me descargo con cuentos, con fantasías con cosas que no pasan, que no pasan yo te aviso chirulí, todos saben que nunca Inglaterra vivió de traficar con esclavos, que nunca envenenó las vacas del mundo volviéndolas locas con prones, no nunca jamás, nunca vivió de seguros que no pagan lo que deben, ni le prestó fortunas a gobiernos que no fueron legítimos, nunca jamás, nunca yo te aviso chirulí, jamás armaron hasta los dientes a torturadores y tiranos de toda clase.
En lo que a mí me toca,  el año anterior a mi incorporación al gremio de los cortadores de uvas tuve que sobrevivir a la estafa y destrucción de mi casa por parte de los granjeros de mariguana, que no fue fácil, y que está relatado en otro cuento, que no es cuento nada, pero ya publicaré. Y el que quiera entender como Inglaterra se volvió en el epicentro del lavado de dinero de las mafias del mundo, que empiece por allí antes de seguir a Saviano. Y luego tuve que sobrevivir al año de intensas terapias para enfrentar mi cáncer de vejiga y las dificultades que esto acarrea para echar una simple meada. Y aprendí a disfrutar las galletas de mantequilla. Pero es que además a mí me tuvo que pasar todo esto en la ruina, pelando bolas, habiendo perdido varios trabajos y llevando mi deuda en la tarjeta de crédito hasta la estratósfera, y el rollo es de 6000 libras en una tarjeta y 2000 en otra. Y por eso tuve que aprender a identificar racimos de uvas de 400 gramos, y ya verán el porqué, y cómo se vincula a mi deuda en la tarjeta.
“Fabrizio, cómo puedes endeudarte tanto con la tarjeta, una persona inteligente como tú” oigo decir a mis amigos y familiares. Bueno, no los oigo, pero estoy seguro que lo piensan, que es lo mismo o aún peor… Yo no me molesto en rebatirles nada, obvio, dirán mis lectores, como les vas a responder a lo que crees que piensan, pero no les respondo en mis pensamientos porque allí también estoy seguro que tienen la respuesta y ellos saben qué habrían hecho en mi lugar, en lugar de endeudarse con la tarjeta. Yo, en cambio, cuando me botaban de un trabajo o de otro, tuve que sobrevivir varias semanas sin ingresos. Mis despidos, algunas veces vinculados a mis escapadas al baño debido a mi vejiga maltrecha o a mi intestino destartalado, me obligaban a estar sin ingreso pero aún tenía que vivir y gastar.
Y nuevamente mis pensamientos se pueblan con familiares y amigos que me preguntan: “no hay protección en Inglaterra si tienes cáncer o tienes una discapacidad?” Qué ingenuos! Claro que hay protección en la Ley, y hay un montón de ONGs, y todas tienen sus gerentes que cobran suficiente para esquiar en los Alpes, pero la Ley se cumple para los ingleses y otros privilegiados no para los polacos, eslovacos y otras razas inferiores que trabajan en los almacenes de producción, como yo, que nos afanamos en cumplir los objetivos que “la computadora” establece para nosotros en las fabricas. A ver si me explico, si no hago todo a la velocidad de la máquina, no me llaman para trabajar mañana. Y con el Brexit, me dan una patada por el mismísimo culo.
 Y esto me pasa a pesar  de que mi exilio fue distinto al que padecen otros venezolanos que salieron corriendo, como le pasó a las dos Sofías, a la de Cúcuta y a la de Bradford.  Yo no salí corriendo. A mí no me perseguían los colectivos, ni el SEBIN, que ni existía. Yo a los colectivos los vi actuar antes de que se hicieran famosos y sabía lo que venía, eso sí, porque me tocó conocer a algunos. Y salí del país por la puerta grande, legal, y llegué en mejores condiciones que la diáspora que me siguió, pero poco a poco me fui hundiendo en un círculo vicioso de fracaso laboral. Así que me voy asentando a la realidad de que me he convertido en un obrero manual, sin otra habilidad que articular el ojo, la mano y una máquina. En fin, un proletario por vocación, ejerciendo la libertad que me ofrece el capitalismo de ser libre de ser consecuente con el precio de proletarizarme, que siempre es mejor que terminar en un Gulag o en un campo de concentración camboyano.
La historia de las uvas empezó el día que llegué a una empresa grande, Morrisons, una de las mayores cadenas de supermercados británica. Tenía que presentarme en un galpón. Y allí fui. La llegada fue un poco traumática porque nadie te recibe y te explica cómo funcionan las cosas, tal como me imaginé que las cosas serían en un país tan organizado como en Inglaterra. En fin, en el primer mundo. Vi que los obreros entraban por una puerta lateral y entré por esa puerta. Ya están lejos los tiempos en que ni notaba que había puertas laterales, pues solo usaba las principales. Caminé por una cantidad de pasillos llenos de propagandas y afiches de la empresa, tablas de eficiencia de los trabajadores que nadie lee. Yo seguía la marejada humana. Luego pasé por una cantina donde le venden comida a los empleados, comida infame de cafetería inglesa, unas vainas que durante la Venezuela saudita le darían solo a los presos en cadena perpetua. Pasé más y más puertas, y al finalizar los pasillos llegué a una especie de vestuario lleno de lockers que después me tocó descubrir que son solo para los privilegiados que tienen un contrato permanente. En el vestuario uno se imagina que allí hay que cambiarse. Yo no podía, porque no tenía el disfraz de trabajador. Y el primer asunto a resolver fue lo de los cascos. Yo, tal como me tocó descubrir después, soy un obrero de los temporales, es decir, de los que usa un casco verde con capucha blanca, pero lo de la capucha lo descubrí mucho después. En aquel momento yo solo veía al enjambre de humanos convirtiéndose en piezas del engranaje productivo poniéndose cascos y batas verdes y blancas. Yo observaba cuidadosamente para tratar de identificar la señales de lo que tendría que hacer. En ese vestuario con lockers para la casta de los trabajadores permanentes, los operarios se protegen con cascos verdes y unos pocos blancos. Muchos verdes.

Allí en el vestuario llegó la hora de averiguar, no de observar. Le pregunté a uno que otro qué tenía que hacer, porque era nuevo, pero mi primer interlocutor no hablaba inglés sino polaco, “me english no good”, decía, otro lituano “me no english, me sorry”, y otro yo que sé, quizás húngaro. Busqué uno que no fuera blanco, en fin, un pakistaní, que ese seguro que habla inglés. Este me respondió que tenía que buscar el gerente del día, hasta allí la asesoría. Y como la mayoría tenían cascos verdes, pensé hablar con alguien de casco blanco, que habían desaparecido y obviamente tenían un status superior. Y por fin conseguí a una mujer con casco blanco y efectivamente hablaba inglés, si es que a ese dialecto se le puede llamar inglés, y respondía a las preguntas. Me enteré que no era gerente, sino empleada de limpieza, y allí fue que pensé que el casco blanco solo significa que es una empleada fija, una especie privilegiada, una casta superior a la mía. Estaba en lo cierto en la superioridad de la jerarquía, por la autoridad con la que me hablaba, pero aún estaba lejos de descubrir que yo estaría aún por debajo de los obreros de cascos verdes y blancos, pues yo tendría una casco verde con capucha blanca debajo y los cascos verdes superiores tienen una capucha azul. “Sigue adelante, eres lo más bajo, pero todo esto será un cuento, el de Sofía o uno de los tuyos, pensaba, sigue adelante”. En fin, gracias a un poco de intuición sociológica y humor orweliano pude inducir que los cascos blancos están a dos escales sobre mí. Ella, la del casco blanco, me pidió que la siguiera y después de mucho caminar por más pasillos con mas lockers, mas afiches, más propagandas y más gráficos con información de esa que los gerentes y departamentos de recursos humanos creen que le interesan a los empleados, en fin, como venía diciendo, ella me llevó hasta donde un hombre de un estatus aún mayor, algo así como un general, pensaría quien lee esto, pero era un inglés y desdentado que tenía casco azul, casi un mandarín comparado conmigo, un supervisor, alguien que hay que ver con gran respeto y reverencia. El señor del casco azul, primer inglés que me tocó ver, me dijo que me iba a explicar el trabajo y me hizo caminar por más pasillos, subir más escaleras, caminar más pasillos, todos con sus afiches y demás parafernalia empresarial, bajar escaleras y un largo etcétera hasta que llegamos a una sala con una televisión para ver un vídeo. El video. Y me dejó allí, instruyéndome, mirando en el vídeo los detalles de mi rol. Cómo es fácil de adivinar, mi trabajo tiene que ver con el asunto de los racimos de uvas de 400 gramos. Pero todavía no sabía lo que vendría después.
Sabía que lo que vendría sería duro. Ante todo me cuestan mucho las tareas simples, y mientras más simples más me aterran, porque me aburro y las hago mal y lo que es peor, porque sé que lo que viene es alguien a decirme cómo hacerlas. Y a mí se me ocurren otras maneras de hacer las cosas, eso me pasa desde el kínder. Y, en efecto, en eso consistía el vídeo, detalles de cómo se corta un racimo de uvas de una manera perfecta, con la tijera, de cómo no cortarse las manos, en fin, un montón de instrucciones para hacer algo que ya la gente sabe desde el kindergarten o antes. Pero así es Inglaterra, te explican todo. En los baños explican cómo lavarse las manos con dibujitos para saber cuáles son las partes mas sucias de las manos, en fin, perfecto para un marciano. Y seguía viendo el video, aburrido como la peor clase de matemática con dolor de cabeza, y sin el consuelo de poder dormirme, porque el video había que verlo de pie. Al gerente de casco azul, se le olvidó poner el volumen suficiente para que pudiera oir, lo cual fue una suerte, porque si entendía todo sería aún mas aburrido. Solo me atemorizaba la idea de que me volvieran a poner el video con un volumen normal.  Y apenas terminó el video, esperé solo un instante hasta que apareció de nuevo el operario de la mayor jerarquía, esto es, de casco azul, que vino a buscarme, me invitó a preguntarle aclaratorias, si no entendí algo, no me obligó a que viera el video otra vez y así tuve mi primera victoria en mi batalla por preservar mi salud mental. El casco azul  me llevó al galpón de trabajos forzados, o al menos a mi me recordó un campo de de exterminio nazi. Allí hay unas ventanas desde donde salen unos transportadores automáticos donde, como un trencito, llegan unas bandejas llenas de cajas con racimos de uva que van a ser distribuidas por toda Inglaterra. Y encima de esos transportadores hay otros transportadores automáticos que se llevan las cajas vacías.
Mi trabajo, al igual que el de otras 70 personas con cascos verdes, consiste en agarrar una de esas cajas de los transportadores, ponerla en una especie de las mesas muy pequeña que están bajo los transportadores y sacar racimos de uva que sean más o menos del tamaño de un envase de plástico donde van a ser metidas para que los consumidores ingleses consuman uvas metidas dentro de cajitas transparentes de plástico. Yo no sé por qué los ingleses no pueden comprar las uvas en racimos, tal como vienen bellamente preparados por la naturaleza sino en racimillos metidos en cajas transparentes de plástico. En fin, pienso, no todo lo que llaman desarrollo es desarrollo. A lo mejor cuando recién llegué de Venezuela hubiese pensado “guao, que civilizados compran uvas en cajitas de plástico”. Pero ahora no tengo duda que algunas cosas que parecen de país desarrollado son pajuatadas totales. Veo con terror cómo todos están trabajando disciplinadamente y me pregunto si seré capaz de hacer ese trabajo. Sobre todo cuando recuerdo que cada cajita tiene que pesar 418 gramos. 18 gramos pesa la caja vacía. 400 gramos las uvas. Me sentía incompetente aún antes de empezar.
Por supuesto, los racimos naturales no son del tamaño de las cajitas rectangulares concebidas por mentes cuadriculadas y por lo tanto hay que quitarle unos pedazos a los racimos para que las uvas quepan en las cajitas. Allí, por supuesto, es donde empieza el problema porque cuando mochas los racimos quitas demasiadas uvas, o demasiado pocas, y luego cuando pones la cajita en un peso se prenden unas luces de colores que te indican si la caja es muy pesada o muy liviana. La vaina tiene que pesar 400 gramos en uvas, como ya dije. Y el margen de error es una uva. Y para poner la vaina más jodida, la pesa no pesa en gramos que puedes ver sino en unidades de luces, que es lo que uno ve, y las luces son de colores pedagógicos, porque todo está diseñado para gente sin habilidades numéricas y yo, en este exilio absurdo, me pregunto para qué carajo habré aprendido logaritmos e integrales o la demostración del teorema de Pitágoras.  Por lo pronto, con el tiempo, se me ocurre, podré coordinar las lucecitas con los movimientos míos, mi memoria kinética se ajustará, sigo pensando, y dejo de preocuparme por el hecho de que a cualquier trabajador que veo noto que es mucho más rápido y eficaz de lo que yo puedo aspirar y de alguna manera los de los cascos blancos se deben dar cuenta si uno es rápido o no con lo cual me quedo sin poder pagar los intereses de las tarjetas, el alquiler y demás. Y si pierdo todo eso me quedo sin casa, sin trabajo y me botan del país con esto del brexit y me tengo que ir a mendigar a Francia o me devuelvo a Venezuela a morirme por falta de medicamentos. En fin, tengo que alcanzar las mismas destrezas de cortar a toda velocidad y satisfacer las expectativas que el general  del casco azul, que no deja de verme con desprecio por mi evidente falta de competencia. Y en menos de una hora descubriré que aún mas importante es satisfacer las expectativas de los del casco verde, capucha azul, que tienen derecho de gritarnos a los imbéciles de casco verde y capucha blanca y acusarnos por nuestra falta de competencia.
Uf. Y esa no es la única complicación. La mayor complicación es la calidad del trabajo. “You have to keep the standards”. Y ésta no es seleccionar las uvas buenas y ricas, ni poner juntas las que estén igual de maduras para que cada cajita sea homogénea para satisfacer a un cliente que sabe adivinar si un racimo es bueno o no, como yo. No. Nooo! La calidad consiste en que sólo se pueden poner un racimo grande y dos racimitos pequeños. Y los racimitos pequeños pueden tener hasta dos uvas. Dos. Y por supuesto los jefes te están mirando si por alguna casualidad quieres hacer trampa y meter o quitar uvita por uvita, para que la vaina te cuadre bien y te salga la luz que dice “well done”. La operación se repite cada minuto unas dos o tres veces y cada minuto se repite 60 veces por hora y cada hora se repite 12 veces durante la noche. Sí, el trabajo es de doce horas diarias.
Estoy tentado de decir que es una ladilla horrorosa, pero la verdad es que el trabajo está lo suficientemente organizado y cronometrado como para que sea estresante. Mientras meto las uvas invento vainas para descubrir cómo engañar a la máquina y que contabilce más paquetes de los que hago, para cambiar la velocidad, así como pequeñas tácticas para lograr lo mismo con menos esfuerzo. El ambiente es frío, el termómetro siempre en 11 grados, la mayor parte de la gente habla idiomas que no entiendo y quizás eso es una suerte porque se me pegan las malas mañas del inglés malhablado. No me da tiempo de deprimirme porque apenas pienso en algo se me olvida que tengo que voltear los racimos de manera que se vean las uvas desde la parte de arriba de la caja, otro de los criterios de calidad.
Todas estas tareas, por supuesto, las miden con un reloj automático que dice cuántas cajitas haces por minuto, y como se podrán imaginar yo tiendo a hacer todo a una velocidad por debajo del promedio. El primer día, durante los primeros 10 minutos estaba requete convencido de que no podría durar ni siquiera una hora en este trabajo, pues traté de identificar cómo medían la velocidad de mi trabajo que por supuesto tiene que ver con la cantidad de veces que la pesa titilaba su "well done". Pero la hora pasó y pensé que en la próxima vendría mi inminente despido, y ya había pensado mecanismos para pesar dos veces la misma cajita, pero no sabía cuál usar sin hacer mi trampa evidente y mejorar mis chances de supervivencia. Y las dos horas las sobreviví pero igual estaba convencido que no llegaría al final del día, sobre todo considerando que la jornada, es decir, la noche laboral es de 12 horas. A cierto punto noté que venía un supervisor y anotaba el indicador de velocidad así que ya sabía que miden mi productividad con los números que veo y no con una vaina escondida que tiene un gerente en su computadora. Empecé a experimentar cómo pesar dos veces la misma cajita para mejorar el indicador y también a observar con cuánta anticipación tengo que hacer trampa confundiendo al algoritmo de la máquina para que yo parezca eficaz cuando se aparezca de nuevo el supervisor. Por supuesto lo tengo que hacer con cuidado, quitando el racimo grande y pesando la cajita con los racimos pequeños y poniendo el racimo mayor arriba para que parezca al ojo ingenuo que simplemente estoy arreglando la estética cuando lo que estoy haciendo es pesando dos veces la cajita hasta llegar al peso correcto. Y ya aprendí a hacer eso practicando el arte de ser bizco pues tengo que mirar con un ojo a ver si me descubre el supervisor mientras con el otro ojo veo lo que estoy haciendo. No puedo creer que haya desarrollado esta habilidad extraordinaria. Pero es que tengo que conservar este trabajo hasta que tenga uno nuevo y si me botan no puedo pagar la deuda de la tarjeta y me muero sin medicamentos en Venezuela. Pasaron las horas del primer día y me di cuenta que de nada valía hacer trampa, lo único era aprender a visualizar un racimo de 400 gramos a ojo, y fui desarrollando esa destreza tan peculiar.
Pero llegué al final de la noche y el único entretenimiento extra laboral que tuve fue leer el texto que me mandó Leila, mi hermana, y que logré ver por el WhatsApp, durante la media hora de receso no remunerado al que tengo derecho. Me contaba de las finanzas familiares y me quedó claro que nuestros progenitores se las arreglaron para quebrar otra vez. Tengo que apretar el culo y sobresalir en este trabajo mientras consigo otro, y la novela irá más lento. Lo siento, Sofía, quería acompañarte un rato más en tu aventura, pero yo sigo aquí atrapado en esta desventura. Me prometí ponerme a buscar un trabajo profesional con urgencia y en lugar de eso me puse a escribir este post, no sé, porque necesito saber que tengo una habilidad más allá de identificar el peso de los racimos de uvas que es mucho más eficiente que buscar el modo de vencer los  algoritmos con los cuales la empresa mide la productividad.

venerdì 24 aprile 2009

La barriga (cuento)



Esa mañana fue la primera vez que noté que mi barriga había crecido. Siempre me he visto a mi mismo como un tipo delgado hasta que, de pronto, al levantarme, noté una barriga y sentí que era un objeto extraño, distinto de mí: la barriga. Fastidiado, al salir un poco de mi asombro, pensé que ciertamente tenía que hacer un poco de ejercicio y olvidar la mantequilla y los chocolates. “Cómo me ha podido crecer esta cosa de pronto, no sé”. Me miré al espejo y sentí cierta repulsión. Ni remota idea del problema verdadero.
La magnitud del lío lo empecé a notar al ponerme los pantalones y la camisa. El día anterior había usado el mismo pantalón, y ahora no me lo podía abotonar. Y la camisa me la había puesto la semana pasada, y estaba bien. “Raro”. Tuve que salir con la camisa más grande que tenía, desabotonada, y con el pantalón sujetado con el cinturón. Antes de ir a mi oficina, tuve que comprar ropa nueva. Al llegar al trabajo tuve que soportar lo que mi hermana llama los típicos chistes enlatados de la gente sin creatividad: “se te nota la buena vida eh….”y cosas por el estilo. Me parecía muy raro que todo el mundo notara mi barriga nueva de pronto. Pero ante esta dificultad no me quedó más remedio que hacer lo que hago frente a las dificultades. Mi lema era “reflexionar, y luego actuar firme”.
Bueno, eso fue hasta que apareció la barriga. Y en efecto empecé bien, pues al llegar a casa traté de recordar un texto de psicología evolutiva que leí en una de las asignaturas electivas en la Universidad. Recuerdo haber leído algo allí sobre el proceso de envejecimiento y la aceptación del mismo, según los niveles de éxito personal, pero no recordaba para nada de cambios repentinos de los que uno se daba cuenta de un momento para otro. Traté de no seguir pensando en lo repentino del cambio, ni en su volumen antiestético. Esto se resuelve con gimnasio y ya, me repetí.
A la mañana siguiente la barriga era muchísimo más grande. Gigante. Al levantarme no podía ni siquiera ver mis pies... Llamé al médico y pedí cita. Urgente. “ ¿Por qué es urgente?” “Un problema en la barriga.
Y le duele mucho”, me preguntó.
No, es que me ha crecido rapidísimo, de un modo anormal, esto es una locura…” E iba a seguir justificando mi hipocondría cuando el médico me cortó tajantemente: “la semana que viene
En ese momento se reventaron los botones de una de la camisa nueva y salieron disparados contra la pared. Todavía estaba al teléfono hablando con el doctor cuando noté que a la barriga le estaban saliendo unos dientes, se le estaban formando unos labios y se le estaba abriendo un hueco, como si fuera una boca. “doctor, me estoy volviendo loco. Veo una boca en la barriga”.
Venga mañana a las diez”.
Reflexionar y actuar. No era fácil porque nunca antes me había sentido loco. Me senté en el sofá para reflexionar acerca de mi nuevo estadio de enajenación y no podía dejar de sorprenderme al ver el tamaño gigante de la barriga y, sobre todo, la especie de boca que se estaba formando. Me parecía curioso que estando loco pudiera observar objetivamente mi alucinación y pudiera reflexionar racionalmente acerca de mi estado de locura. “Esto es una locura temporal y específica”, pensé. “Todo sigue normal alrededor mío, no hay nada raro en el ambiente, seis por seis son treinta y seis, puedo calcular, puedo conversar con el médico y reportarle mi locura. Debo haber comido algo podridísimo, estoy intoxicado. Será que llamo a una ambulancia? No. Si después me internan me dejan allí… Mejor voy a comprar una ropa nueva, porque esta se rompió y algo hay de cierto en esto”. Pensé que en la calle, bajo la presión social, recobraría el juicio. Eso es, la interacción social me va a obligar a recobrar el juicio. Me arreglé como pude la ropa y salí por ropa nueva.
Vivía en Chacao, en pleno casco urbano de Caracas y decidí caminar hacia la tienda. En plena acera, de pronto oí una voz ronca que me llamaba. Volteé y nada. Me llamó otra vez. Nada. Finalmente escuché que era la barriga que me decía: “es contigo estúpido”.
“Verga. Esto es lo que me faltaba”, pensé. “Ahora sí es verdad que estoy loco de a bola”. La barriga seguía llamándome y yo decidí no hacerle caso, lo cual, por supuesto, es la política más racional si oyes que la barriga te habla.
Hazme caso de una vez, o atente a las consecuencias”, me decía. Yo trataba de mantener la calma pensando que algo me había desatado una especie de crisis esquizofrénica y sé perfectamente bien que hay gente con ese tipo de males que escucha voces y me imaginé que eso era lo que me pasaba, así que dejé que la barriga hablara sola.
Esquizofrénica ella”, me dije. Sin embargo la gente se daba cuenta que mi barriga parecía hablar y reaccionaba volteándose a verme, mirándome, riéndose. “Raro”.
Y aquí empezó la peor parte. Entré por fin a la tienda de ropa y al ver a la vendedora, me le acerqué corriendo. La barriga también vio a la empleada, y le dijo: “Este señor quiere una camisa nueva para que yo no pueda ver. Me ha venido coartando mi derecho de expresión todo el camino. Yo demando mi derecho a ser libre y ahora, mi derecho a ver, así que, por favor, tenga la amabilidad y no le dé la camisa que le va a pedir. No me pueden negar mi derecho de observar el mundo”. Traté de conservar la calma ante una situación tan insólita y al reflexionar pensé que el discurso estaba demasiado bien hilvanado como para provenir de una barriga sin cerebro. En fin, como el único con cerebro soy yo, ese discurso no podía ser real, sino producto de mi imaginación. Tenía frente a mí, pensé yo, una prueba evidente de mi locura.
Y aquí viene lo bueno. ¡La vendedora empezó a hablar con mi barriga! En efecto, cuando la barriga terminó su discurso acerca de sus derechos, la vendedora me dijo: “disculpe señor, no quiero ofenderlo, pero tiene Usted un sentido del humor muy raro y no entiendo”.
Que no es él quien habla”, le dijo la barriga.
La empleada estaba visiblemente confundida, notando que la voz venía, efectivamente de abajo.Pero no estaba más aturdida que yo, por supuesto, ya que en ese momento empezaba a pensar que la barriga tenía que tener vida y consciencia propia, de lo contrario no podría hablar con la empleada. O a lo mejor estaba yo volviéndome loco de una manera inentendible y más allá de mi capacidad de controlar mis alucinaciones. Decidí que era demasiado complicado entender mi locura y mejor interactuaba con la empleada del modo más natural posible.
Señorita. Sufro de una enfermedad muy rara. Por favor no le haga caso a mi barriga que está loca. Por favor tráigame unas camisas grandes que me tapen la barriga bien, y unas camisetas negras. Bien negras”.
“¡Negras no!” Dijo la barriga.
No se preocupe, dijo la empleada, que yo hago lo que diga la boca de arriba.”
¿”Cómo podría la empleada saber que la barriga tiene una boca?” Ella dijo claramente, “le hago caso a la boca de arriba”. Yo no le había dicho nada de la otra boca, y si se lo dije, yo no soy tan inteligente como para montar un discurso que no oigo ni pienso pero que termina generando una interacción social con sentido y me confunde. En fin, pensé, “ una locura más inteligente que yo no puede existir, porque el cerebro es el mio, ergo la barriga existe y piensa”. Mi lógica cartesiana era irrefutable: “la barriga me jode luego piensa; piensa luego existe”. Bueno, Descartes no lo habría hecho así, lo habría hecho más sofisticado, pero así, en un apuro, comprando la camisa, hubiera llegado a conclusiones filosóficas parecidas a las mías. “Joder. A lo mejor no. La empleada dijo boca de arriba. No más. A lo mejor la voz era mía y yo la proyectaba ventrílocuamente de una manera que desconozco”. Que lío.
Salí tan pronto como pude de la tienda. Caminé a lo largo de la avenida Francisco de Miranda, en plena Caracas, meditando sobre cómo aplicar los principios del positivismo lógico para falsar hipótesis de la existencia de una barriga con consciencia independiente. No es posible. Nada me puede prevenir contra mi observación sesgada de los datos. No puedo demostrar mi cordura. Mientras yo hacía reflexiones epistemológicas, la barriga decía: “eres un abusador”…como se te ocurre comprar una camiseta negra. Desconsiderado. ¡ Sádico !”. Unos transeúntes me miraban y se reían. Otros apuraban el paso y me evitaban. Los niños les decían a sus madres que me vieran y las madres trataban disimuladamente de evitar que me diera cuenta que los niños me veían. Y yo seguía caminando. Y la barriga protestando.
De pronto vi una pelota de tenis en el suelo y pensé que esta era la solución para callarla. Por primera vez le hablé a la barriga: “Ahora si te voy a joder yo a ti”. Levanté la camiseta y la barriga me dijo: “como me metas la pelota en la boca, te muerdo y te destrozo el hígado”. “¡Coño! Mejor no arriesgarse”, pensé. Y después de un ardua negociación terminamos acordando un pacto de no agresión física. Ni te pongo pelotas en la boca, ni tú me muerdes. Trato hecho.
Obviamente la barriga no podía tener el mismo nivel de experiencia política que yo y traté de convertir el trato de no agresión en un programa de coexistencia pacífica. Había llegado a la plaza Altamira. El resto del país estaba pendiente de las protestas de los militares contra Chavez mientras yo, completamente ajeno a los líos del país, decidí razonar con la barriga y me senté.
Ok”, le dije. “Veamos qué quieres…
Sin titubear, la barriga me dijo: “El poder. Poder sobre las decisiones. Hasta ahora tú has gobernado el cuerpo. Pero este cuerpo no te pertenece. Soy yo, la barriga, la que lo alimenta. Las condiciones materiales de existencia del cuerpo no existirían si yo no procesara toda comida que tragas”.
Me armé de fuerza y le respondí: “No me salgas con ese marxismo barato, barriga, mira que esto es un cuerpo …Es que no puedo ceder el poder de decisión. Tengo que ir a trabajar, no es tan sencillo”.
La barrigas, se sabe, son tercas. Y la mía no se iba a rendir fácilmente, así que me respondió: “Tu no haces nada. Los que trabajamos somos nosotros, tus órganos. Yo la barriga, los represento a todos como vanguardia consciente. Y nos hemos puesto de acuerdo en que eres superfluo. Te vamos a eliminar.
“Mi cuerpo no se puede sublevar contra mí. ¿ Qué soy yo?”
“Nada. No existes. Eres un producto social irrelevante e innecesario. Otras barrigas nos hemos reunido y hemos acordado la dictadura revolucionaria del barrigariado que es una fase de transición hacia una forma de democracia superior”.
La conversación siguió un buen rato y me di cuenta que la gente iba depositando dinero. En fin, los transeúntes de la plaza Altamira pensaban que había montado un show político mientras hablaba con la barriga, y me pagaban. El público era muy propenso a reírse cada vez que la barriga hablaba de los derechos del barrigariado. Y al final de mi conversación política había reunido muchísmo dinero.
Pensé que quizás podría ganarme la vida discutiendo con la barriga. Al fin y al cabo no iba a poder trabajar en un trabajo de oficina nunca más, pues nadie me aceptaría con ese escándalo. Así que me fui a casa tranquilo, a dormir, aunque a barriga protestara.
A la mañana siguiente me desperté ante las airadas protestas de la barriga que estaba aburrida. Nada más y nada menos. Vi que todavía estaba a tiempo para desayunar en calma e ir al médico, pero cuando fui a la cocina noté que a la barriga le salieron manos. Luego pies. Llamé al médico y me dijo que era normal pues a la gente de cuarenta años a veces le da esta crisis, demencia abdominalis, pero después se estabiliza el tamaño de la barriga y la persona cambia de personalidad, convirtiéndose en muy práctica. Es un síndrome que la ciencia no ha logrado entender bien.
Confirmé que iría a las diez y al colgar el teléfono noté que a la barriga le salía una especie de espalda. Poco a poco me fui encogiendo y me volví en la barriga. Desde entonces soy la barriga de mi barriga, que se convirtió en un cuerpo. No sé que hace la barriga con el cuerpo, porque no me entero de nada. No tengo ojos, ni boca para protestar. Logré escuchar al médico que le decía la barriga convertida en cuerpo que ya me había dicho que todo volvería a ser normal.
Yo traté de organizar una especie de contrarrevolución e intenté comunicarme con los riñones y a los pulmones para revertir la situación pero no me hicieron caso. El hígado entonces me respondió: es que todos los políticos son iguales.

venerdì 10 aprile 2009

Conversación con el Demonio (cuento)



Al despertarme, lo primero que noté es que Satanás ya no estaba. Miré bien, y nada.
De niño la idea del demonio me resultaba aterradora. Pero con la edad uno cambia, y hasta da vergüenza que un día a uno le dieran miedo esas cosas. Yo por lo menos me hice ateo y siempre estuve convencido del carácter social y alucinógeno de este tipo de apariciones.
Pero lo de anoche fue distinto….
Antes de contar eso debo decir que mi abuela se estremecía solo al nombrarlo y la vecina decía que no había que nombrarlo ni siquiera. Mi abuela, italiana, decía “il diavolo” y ponía voz ronca. A mí me entraba un escalofrío que me subía desde la columna hasta el cuello. Y oía.
Anoche supe cómo era…
Entre los cuentos de mi abuela y quién sabe cuál película, me aterraba la idea que me robara el alma para llevarla al suplicio eterno. Había algo que me daba más miedo que la muerte o la tortura eterna. Era la idea de no gobernar mis ideas, de estar poseído.
Pero lo de anoche iba más allá. No fue ficción bíblica. Era el demonio, tal cual. Y después de lo de anoche me quedó claro lo que ya sospechaba, esto es, que el demonio se le aparece a cada quien de la forma más personalizada, a la medida. Para algunos será una experiencia terrible, terrorífica. Y aunque esto está escrito en un blog, en internet, tengo que aclarar que esto no es para todos. Y tengo que contarlo poco a poco, sin seguir con estos merodeos misteriosos que ya esto se está pareciendo un texto de los evangélicos.
Una aclaratoria. De niño también le tenía terror a Dios. “Es muy bueno”, me decía mi abuela.
Mi abuela tenía una biblia para niños, con dibujos fantásticos. Y cuando me contó la historia de Abraham, yo no lograba entender cómo podría ser bueno un Dios así.Recuerdo los dibujos coloridos y vivaces de esa biblia para niños en la escena en la que Dios le pidió a Abraham que matara a su hijo para mostrar su amor a Dios por encima de todas las cosas. Y recuerdo esta conversación:
Abuela, ¿no te parece cruel matar al hijo?
No tenía que matarlo, solo mostrar intención de obediencia.
Abuela, pero la intención de matar muestra crueldad.
Hijo, claro, pero tenía que demostrar obediencia.
En este punto, tenía miedo de mi abuela. ¿Qué tal si se le ocurría que Dios le decía que me matara? Un ser misterioso dominaba su alma y era capaz de cualquier cosa. ¿Qué tal si el demonio se le disfrazaba de Dios?
"Dios no permitiría eso, hijo". Y le dije: "Pero permite cosas mucho peores, como el terremoto".
"Hijo, permite el terremoto porque es hora de que algunos vayan al cielo. Pero no permite que el diablo se disfrace de Dios. Eso no".
Y allí estaba equivocada mi abuela. Muy equivocada. Se viste de Dios, de virgen, de santo, de arcángel. Dicta libros sagrados. Inspira. Anoche esas cosas quedaron más claras.
Recuerdo que le dije….
Abuela, sí, pero si yo sé que Dios es bueno y me pidiera que te matara, yo sabría que Dios no pretende eso. Y sería tonto que aparentara obediencia para engañar a Dios. Además sería una falta de respeto que me creyera que Dios fuera tan malo. O sea que Abraham era tonto. Dios es enrevesado.
Hijo, tal cual. Pero mejor no pensar en esas cosas. Lo más sencillo es ser bueno y portarse bien. Ayudar a tu mamá, estudiar mucho y no molestar a tu hermanito. Y nada de tirarle piedras a los pajaritos.
Pero abuela, si es mejor no pensar en eso…entonces ¿para qué está escrito? No podía Dios escribir un poco más claro o al menos hacernos suficientemente listos para entenderlo?
Esa fue la conversación con mi abuela, muchos años atrás. Más o menos, claro. Tampoco me puedo acordar de los detalles. Pero ese era el sentido, estoy seguro. Y la idea quedó allí. Presente.
Y el demonio lo sabía. Y después de muchos años de ateísmo, anoche retomé, de algún modo, esa conversación. Pero no con mi abuela. Ella se murió hace años y ahora soy yo el que me estoy muriendo. Anoche debió ser la última. El hígado ya lo tengo reventado. Me faltaba la respiración. Estaba moribundo, me tomé las benditas medicinas, todas, me acosté y allí fue que apareció el demonio. Estaba sentado allí, como si nada, en una silla cerca de mi cama. Cabizbajo.
Me preguntó: "¿y entonces te vienes?"
¿A dónde? ¿ quién eres? le pregunté.
Conmigo, soy el demonio. Se te acabó el tiempo en la tierra. Tienes derecho de hacerme una pregunta, una sola, para decidir si te vienes a padecer conmigo o te vas a la vida eterna a disfrutar de la paz obedeciendo a Dios.
Yo estaba confuso. Ante todo la tranquilidad de funcionario del demonio. Nada de cuernos, colmillos o expresiones horripilantes. Normal. Como un funcionario de aduana. Ver al diablo no podía ser así, tan normal, como conseguirse a un enfermero en un hospital. Pero bueno, lo sorprendente no era la forma, al fin y al cabo todos sabemos que la forma es variada y tiene muchas caras. Lo raro era el comportamiento, el estilo.
Más extraño aún es que me ofreciera las opciones. Un demonio liberal. Debo admitir que las opciones eran confusas: Paz eterna parece muy aburrido, pero dijo “disfrutar”; y padecer es equívoco: si el padecer es inconstante entonces hay disfrute y posibilidad de alegría. Yo padezco mucho en esta vida pero la disfruto y, por otra parte, una vida eterna de obediencia suena a una vida eterna de esclavitud…..Pero es el demonio, así que ¿cómo creerle?
Yo trataba de poner un poco de orden a las ideas. El momento era para mí muy intenso. El demonio levantó un poco la cabeza, y bostezando me dijo: "No eres de los que gritan y se persignan, son muy pocos como tú. Pero igual conozco a los de tu clase y me los conozco bien así que pregunta bien y no te tardes".
Yo estaba tranquilo, a pesar de todo. Me di claramente cuenta que el demonio me daba una opción y no se apoderaba de mi, y de mis pensamientos, como en mis temores infantiles. En fin, me di cuenta que el demonio no es tan poderoso. Y, si es poderoso, por algún motivo no ejercía su poder. Había algo que me hacía fuerte, inconquistable. Quizás la confianza en mi juicio, y este era mío, no suyo. De lo contrario ya estuviese perdido; él hubiese decidido por mí.
Después vi que las cosas no eran tan simples, pero eso vino después. En aquel momento pensé: soy dueño de mis pensamientos y yo siempre me he inclinado por hacer el bien. Así que la batalla comenzaba. Y el demonio no podría ser una peor compañía, pero me intrigaba el hecho de que fuera él, y no Dios, quien me diera la opción sobre el estilo de vida después de la vida. Me planteé la cuestión pero pensé que esa no podía ser la mejor pregunta que le podía hacer al demonio.
"No, no es la mejor", me dijo.
Uff. Me lee los pensamientos,pensé. Pero también me di cuenta que me respondió una pregunta que no le hice pero que me planteé. Así que la situación es grave, pero no desesperada, pensé. Me lee los pensamientos, pero no los controla. En fin, que estoy desnudo, pero no desarmado. Por otra parte me responde preguntas que no le hago, con lo cual puedo acceder a más información de la que podría, solo pensando en una pregunta.
"No te creas tan listo", me dijo.
Coño. Es difícil discutir con alguien que te lee los pensamientos. Pero ese comentario también me demostraba que no estaba mal la cosa para mí. Me lee los pensamientos y solo me dice que no me crea tan listo para desanimarme pero con pensar bien tengo. Que se entere de todo, qué mas dá. Lo que no puedo es engañarlo. Pero soy libre.
"Sí, eres libre", me dijo Satán. Cruzó las piernas, se volteó, miró por la ventana y dijo otra vez. "Eres libre pero no tan justo como crees".
A qué te refieres? Quise preguntarle, pero sabía que pensar la pregunta era suficiente para obtener una respuesta. Y en efecto me dijo:
Me refiero a que yo respeto la libertad. Es Dios el que es un autócrata. Se pone furioso cuando no lo adoran y veneran. Es como ustedes los humanos. Os pica una hormiga y matáis el hormiguero completo. Yo en cambio respeto la libertad de elegir por él, y además no soy tan injusto. Bueno, en estos últimos siglos se ha puesto más tranquilo, tolerante. Dios ha madurado.
Me resultaba difícil debatir eso. Por otro lado estaba confundido por esa actitud tan superior del demonio. Allí seguía, sentado en el sillón, con las piernas cruzadas, analizando a Dios como un psicólogo analizaría a un paciente cualquiera. Hasta osaba opinar sobre cómo Dios había madurado, Solo le faltaba un cigarrillo, y echar humo por la ventana.
"No fumo", me dijo. Y se rascó la cabeza mirando hacia arriba, con la expresión que tienen los devotos cuando rezan.
Me inquietaba que me respondiera a esta inquietud tan trivial. Preferí interrogarme a qué se refería con eso de que Dios ha madurado y recordé el visible cambio de ánimo entre el Dios del viejo testamento y el del nuevo, más amigable, con la figura de Cristo, más humana, invitándonos a amarnos los unos a los otros. Sí, yo también había notado una mayor madurez en el Dios del Evangelio comparado con el del viejo testamento. La pregunta, en fin, es sin duda interesante, pero considerando las circunstancias del caso, no me pareció oportuno hacerla.
Sí, Dios ha madurado. Las historias bíblicas son lo de menos,me dijo el demonio. He disfrutado un montón apareciéndomele al Papa, por ejemplo. Y lo tengo muy confundido. No me cuesta nada confundir a este Papa, ni al anterior. Son un par de idiotas. También aparezco como el arcángel Gabriel. Es divertido.
Sus respuestas continuaban mis propios pensamientos. No era fácil la situación. No me sentía poseído pero me intrigaba mucho algo muy curioso: a mi no me engañaba, y aparecía como lo que era. El demonio. "No te puedo engañar. No a ti, no puedo. No eres como la mayoría de los humanos, que al llegar a este punto y me ven, creyendo que soy Dios, me siguen. Todo ocurre porque Dios pretende adoración y es terriblemente celoso. Dios es un enfermo. Yo, en cambio dejo que me sigan creyéndome Dios, solo para burlarme de su abyección. Pero solo busco espíritus libres".
El demonio no puede ser tonto, y la frase anterior lo prueba. Traté de defenderme, argumentándome a mí mismo. Oye, tú me estás engañando, está claro. Es cierto que Dios pretende adoración absoluta, y eso me resulta una petición bastante rara, casi que un capricho de un sátrapa del desierto. Nunca entendí ese capricho de Dios y por eso me hice ateo. Pero ahora la situación cambia. Tu existes, ergo Dios. Y entonces vienes y apareces como el hombre maduro, que acepta las críticas y las diferencias y dejas a Dios como un histérico dictadorzuelo criado bajo el sol inclemente del desierto. Pero Dios tiene otros mandamientos, más comprensibles y sanos. Como el no matar.
No te engañes, me dijo. Dios inventó la muerte. Y Dios inventó la vida eterna para aquellos que le entregan el alma y pierden su condición humana de distinguir el bien del mal. Yo existo desde el inicio de los tiempos y perdí el control y por eso fui yo el que os di de comer del árbol de la sabiduría. Yo los hice humanos con capacidad de amar y odiar. En realidad yo soy Dios. Y se hizo Dios.
Me di cuenta que no era posible distinguir Dios del Demonio. Pero también me di cuenta que no me interesa saber quién es quién. Lo mejor parecía ser seguir la máxima de mi abuela, y hacer el bien.
Fue allí cuando le hice la pregunta:
Existes?
No te voy a responder, me dijo. Ya lo sabes.
No sé bien qué pasó luego. Miré hacia la mesita de noche y recordé que me tomé un montón de jarabe con codeína para dormir en paz y después me tenía que tomar los analgésicos. Se me olvidaron los analgésicos así que me desperté.
El cáncer sigue allí y me va a matar. Ya casi no puedo respirar. Tengo que tomarme todas esas pastillas para terminar todo de una vez. Lástima que al morirme no tenga sueños eróticos en lugar de discusiones con el demonio. Quizásla próxima vez deba tomar un poco de viagra y vitamina E.
Dormí otro poco.
Me desperté, miré por todos lados y Satanás no estaba. Sin embargo la silla donde lo había visto estaba quemada. Me acerqué y había una frase escrita en el respaldar. Existo y estoy presente. Existo en aquellos que se leyeron esta historia. Tú que lees esto, lo sabes.