Muchos años
después, cortando las uvas, todavía recuerdo aquella tarde de Julio, cuando
salía de la oficina, completamente convencido que mi farsa habría terminado
durante ese fin de semana. Lo que no me imaginaba era en qué tipo de lío estaba
metido, y mucho menos su extensión. Me imaginaba lo obvio, que me habrían
descubierto, pues. Había mentido para conseguir el trabajo, y ahora me tocaba
pagar con la mayor de las humillaciones: la deshonra.
Aquella
tarde, que aún recuerdo como si fuera ayer, andaba con la mente extraviada y
reflexionaba sobre cómo había llegado allí. A mí que me da ansiedad cualquier
cosa, hasta ver una película donde el protagonista inocente puede ser
malinterpretado y arriesga una discusión con su amada esposa. Me dan palpitaciones y apago el televisor
para no sentir esa angustia. La detesto.
Y en aquella tarde de Julio, cuando sentía que la mentira con la que conseguí
el trabajo saldría por fin a la luz se me trancó el pecho en plena vía quedándome
casi sin respirar. Primero sentí las palpitaciones, luego el conato de infarto,
como me toca desde que me volví hipocondríaco y finalmente sentí que el corazón
se me salía por el pecho, cuando casi me ahogo. Pensé que para calmarme tenía
que asumir que la farsa podría llegar a su desenlace y lo que único que tenía
que hacer era reflexionar. “Cuándo
me convertí en un farsante?”, pensaba. Sé muy bien qué día fue, fue cuando escuché al
asesor, al chino, a ese asesor de refugiados que hablaba como si supiera todo.
Efectivamente,
fue ese chino que me convenció que una farsa era el único camino. En fin, no me
quedaba otra que ser un impostor, un poquito impostor pues, pero farsante al
fin. Pensaba y pensaba y no notaba si el día era soleado y maravilloso, cosa
rara en Inglaterra o si el día era otro más de esos con la sempiterna llovizna inglesa. Qué iba a
notar yo nada! Estaba tan absorto en las pesadillas que soñaba despierto que se
me olvidó por cuál lado circulan los carros en Inglaterra y al cruzar la calle
casi me mata una furgoneta que venía conduciendo de modo perfectamente normal, y, por supuesto, por el lado que le toca.
Escuché sus insultos británicos, nada que ver con las groserías y mentadas de
madre venezolanas, pero seguí adelante porque el conductor no lograba proferir
un insulto decente que me sacara de mis pensamientos y temores, y tampoco me amenazó con matarme, que también
hubiese sido una solución.
Yo no soy
estrafalario por vocación, que conste. Mis circunstancias lo son, y me adapto.
Todos lo que me conocen saben que básicamente yo he sido siempre una persona
correcta, o mejor dicho, lo había sido, excepto una excentricidad por aquí,
otra por allá, nada mayor. Y todo empezó cuando hablé con el chino, bueno, ni
tan chino era, eso es otro cuento, el era otro farsante, el mismo me lo dijo,
pero eso lo cuento otro día. El chino, que por cierto no era chino, me dijo que
aquí en Inglaterra no cuenta lo que seas capaz de hacer, lo que hayas hecho o
estudiado en tu país. Eso me dijo, y eso yo de alguna manera lo había empezado
a entender. No a entender como lo entiendo hoy, porque conocer un país es un
proceso largo. Pero ya había superado esa fase inicial, donde uno conoce al
país como un turista, es decir, como alguien que cree que entiende todo y todo
está más o menos bien.
No era muy
largo el camino del trabajo a la estación de tren, pero de algún modo se me
hizo largo entre infarto hipocondríaco, atropellamientos reales, insultos
británicos, pesadillas soñadas despiertas, recuerdos de la conversación con el
chino, y las miradas inquisidoras de los
transeúntes que estaban fuera de sospecha pero que ya parecían acusarme de ser
el gran farsante. Me ponía las manos en el bolsillo para palpar el celular, porque
el celular de la oficina era el medio de mi destrucción, para ver si por suerte
no lo tenía y me lo había imaginado todo, pero allí estaba, en el bolsillo. Y
podría sonar en cualquier momento. Y mi incapacidad de resolver el problema me
iba a delatar. Y la verdad se sabría. Quien me manda a aceptar un trabajo que
no puedo hacer por falta de competencias. Quien más se puede meter en estos
líos, yo y mi vida estrafalaria. Qué
dirían mis panas venezolanos si supieran en lo que me he metido aquí en
Inglaterra, mejor que no sepan.
Y el chino tenía razón, pero yo todavía no
había vivido lo suficiente en este país para entender la profundidad de sus
aseveraciones. Pero había sufrido lo suficiente para entender que tenía razón y
tenía que vivir la farsa, la gran impostura, si quería progresar y seguir
adelante. De lo contrario seguiría con trabajos a destajo sin cualificación,
con sueldo mínimo y demás, así que tuve que hacerlo. Tuve que mentir. Mis
habilidades de Venezuela no servían, así que tenía que reinventarme. Y eso
hice.
La verdad
es que, pensándolo bien, cualquier persona razonable aceptaría una pequeña
mentirilla, si por lo menos escondiera alguna verdad detrás. Algo así como
decir que uno tiene experiencia de trabajo con un programa de computadora pero
en realidad tiene experiencia con otro parecido y conoce el programa en
cuestión. Una mentirita, pues. Pero la mentira que tenía que decir es la
mentira más grande que se puede decir en Inglaterra. Tenía que decir que
entendía el inglés. Vaya, peor no se puede. Pero yo me las arreglé para que
fuese peor, claro.
Aclaro que
sí entendía cierto inglés, pero solo el inglés lento, culto y pausado de los
extranjeros, no el inglés vivaz, cotidiano y con acentos locales. También
entendía, a medias, el inglés escrito,
científico, latinizado. Pero cómo iba yo a entender este dialecto de Yorkshire,
Lancaster o Liverpool. Ese inglés no lo
entendía para nada, en fin, no entendía el inglés verdadero. Solo entendía el inglés
de curso de inglés intermedio, pues. Poco más del inglés de bachillerato
venezolano, de a dos horas por semana, y que además lo metían como un descanso
entre las clases serias, demandantes y cansonas de física, química y demás. Maldije
mil veces mi educación venezolana. Y es que en Venezuela en el colegio aprendemos
a pasar exámenes en inglés, algo de gramática, algo de ortografía. Un par de
meses de Centro Venezolano Americano me soltó un poco y todos tenemos el reto
de aprender algo en algún momento, aunque sea viendo películas con subtítulos.
En el postgrado algo aprendí cuando nos daban bibliografía en inglés.
Diccionario en mano las lecturas las hacía, sin importarme para nada como se
pronunciaban las cosas.
En fin,
podía leer, escribir algo, decir algunas cosas. Y hasta podía entender al chino
que no era chino, que resultó ser vietnamita, podía entender a un alemán, o a
un ruso, pero no a un inglés. Cada dos frases de un inglés verdadero contenía
una palabra que me despistaba, justo la palabra mágica para entender el todo. Y
eso era cuando tenía suerte. Cuando la suerte me desfavorecía, entonces no
entendía nada de nada. Ni siquiera entendía donde terminaba una palabra y donde
empezaba la otra.
Fue así que
cuando conseguí la planilla para entrar al Refugee Council, en la sección de
idiomas, descaradamente puse español, además de inglés. Como iba a llenar una
solicitud de trabajo y escribir algo así como que por cierto, no entiendo el
idioma de este país pero vale la pena que me contraten igual. Me daba risa
pensar que el jurado que evaluaba las solicitudes, si es que había un jurado,
se desternillaría de la risa con semejante nota. Me los imaginaba gritando:
este quiere un puesto de ingeniero pero no sabe restar ni entiende de
ecuaciones. Vaya pendejo.
Me estudié
cuidadosamente la descripción del cargo así como el perfil del candidato que
buscaban. Anoté todas las posibles preguntas que me podían hacer. Y me aprendí
las palabras claves, no para entender las preguntas, tarea imposible, sino para
poder atisbar posibles respuestas ante los temas de las preguntas, sin aspirar
propiamente a responder. Con algunas palabras claves me las arreglaría, pensaba
yo. Todo eso lo hice, no porque sea
particularmente osado, sino porque el chino me había recomendado que lo
hiciera. No para obtener el trabajo, por supuesto, sino para ir aprendiendo a
usar el vocabulario de la entrevista. Luego poco a poco aprendería a descifrar
el inglés y podría hasta tener un trabajo de portero en una organización con el
calibre y reputación del British Refugee Council. Poco a poco me insertaría y
algún día podría hasta a aspirar a ser consejero para los refugiados. Vaya
plan.
Y fue así
que introduje mi solicitud de empleo y competí por la posición de portero que
me pareció un paso razonable. Como puedo ser portero sin entender ni pío, eso
se verá. Ya me imaginaba que alguien me preguntaba dónde estaba el buzón del
correo y yo le respondía que los sábados estaba cerrado, que desastre. “Pero
por ahora, basta con entender a los que me hagan la entrevista”. Y luego
aprenderé poco a poco. Fui a la entrevista, respondí a lo que pudieron ser las
preguntas y no me salió el trabajo. Y me fui acostumbrando a la
respuesta…”unfourtunately for this occasion your application was not
successful…Claro, de a bola que no podía ser successful nada.
Pero la
persistencia es una de las claves del triunfo, así que siguiendo la
recomendación del chino, pedí el feedback. Y resultó ser que no tenía nada que
ver con el hecho de que no entendí un comino de lo que me preguntaron, porque
no se sorprendieron por las respuestas, sino que no tenía experiencia porteril
en Inglaterra. Vaya, pues. Necesitaba haber sido portero por dos años en
Inglaterra. Nada más. Como que si todo lo demás no contara.
Pocos meses
después apareció otro anuncio del Refugee Council. Buscaban Project Workers, así
con mayúscula lo escriben ellos, y cuando leí la descripción del cargo era
requete evidente de que no podría ejercer ese oficio, pues tenía que dar
asistencia y apoyo a solicitantes de asilo en Inglaterra. La descripción del
cargo era bien específica, nada que ver con lo que nos dicen en Venezuela, y
estuve fantaseando sobre cómo ejercería ese cargo si pudiera entender bien el
inglés. Algún día será. Pues bien,
decidí enviar mi solicitud. Mi intención era sobrevivir a la entrevista, ir
practicando pues, y así podría tener éxito en mi posición de portero si vuelve
a aparecer.
Para mi
sorpresa me seleccionaron para una entrevista. Una entrevista para un cargo
donde tebdrías que asesorar y abogar por la gente, ¡Qué susto! Después de muchos
titubeos decidí ir, y, por supuesto, fui con el terrible miedo de hacer el gran
ridículo, pero me preparé. Preparadísimo. Fui a hablar con el chino y me
felicitó. Aprendí una palabra nueva, bold, osado. El mundo es de los osados,
todavía pasarán dos años para que trabajes en un sitio como ese, pero por allí
se empieza. Había llenado todas las planillas, escrito con detalle cada
respuesta y por supuesto, mentí otra vez con lo del idioma. Y agregué otra
mentira más, esto es, que tenía experiencia con solicitantes de asilo en
Inglaterra. No es que fuera una mentira absoluta, pero era una exageración
cósmica pues sí, sí tenía una
experiencia muy precaria, era voluntario en una organización para asilados, un
poco para practicar el inglés, pero lo único que hacía allí era limpiar platos
sucios, y solo lo hice un par de meses, y solo un día a la semana, y solo una
media hora. Pero después de algunas reflexiones éticas y filosófica decidí que no
importaba mentir, total el trabajo no me lo darían. Un entrevistador era árabe,
que suerte, a ese lo pude entender. A los otros dos, no. Me hicieron 9
preguntas, entendí solo tres. Las otras las descifré un poco gracias a las
palabras clave y mi estudio de la descripción del cargo y perfil de los
candidatos, todo por internet, que todavía era algo novedoso.
Al llegar
para la entrevista puse en práctica todas mis habilidades histriónicas probadas
solo en el grupo de teatro del colegio. Efectivamente, llegué a la entrevista
diciendo que me dolían los oídos porque estaba en recuperación de una condición
tropical. Los entrevistadores se vieron preocupados pero les añadí en seguida
que no era grave, que solo necesitaba que hablaran despacio porque oía de
manera confusa, pero eso duraría solo 3 semanas. En fin, logré que me hablaran ridículamente
pausado, casi con subtítulos, y de algún modo justifiqué que me repitieran las
preguntas varias veces sin sentirme bobo.
La
entrevista terminó, me fui a casa y me olvidé del caso. Primera entrevista para
un trabajo serio y profesional. Un engaño total, pero había logrado mi
objetivo. Volví a casa tomando el mismo tren que meses después tendría que
tomar en esa tarde de julio cuando reconstruía toda la historia en mente. Recordaba
que cuando llegué a casa me eché a reír. Risa y risa. Pensaba en lo loco que
había sido al presentarme a una entrevista de trabajo sin entender el idioma y
me daban ataques de carcajadas.
Pocas horas
después me llamó alguien. No estaba seguro quién. Decía que era del Refugee
Council. Qué angustia. Me di cuenta que era el entrevistador árabe. No lo
entendía. Pero parecía que me había dicho que me ofrecían el trabajo.
Obviamente no podía ser cierto. Y seguía
hablando. Qué ansiedad. No cabía duda de lo que entendía: me habían
ofrecido el trabajo, cosa imposible. Le dije que iría, porque no entendía lo
que me decía debido a mi dolor de oídos.
Fui. Y sí.
Me ofrecieron el trabajo. Si hubiese entendido lo que me decía por teléfono,
hubiera podido decir que no podía aceptar por razones personales, y ya. Pero no
entendía nada y como un tonto me comprometí a ir para entender qué decía. Y sí,
me ofreció el trabajo. Inmediatamente le dije que no podía porque mi
comprensión del inglés era limitada. Traté de sincerarme pero el esfuerzo por
ser honesto fue en vano pues me dijo que no importaba, que ya se me quitaría el
problema del oído y volví a intentar la honestidad y lo corregía diciendo que
el dolor no era para tanto, que el problema era que no entendía y él me dijo
que si contesté bien entendiendo poco quería decir que tenía las competencias
para el trabajo. No tenía remedio, o era brutalmente explícito con mi farsa o
aceptaba el trabajo. La otra opción era gritar no, no y no y salir corriendo
con las manos en la cabeza y pasar por loco. Tampoco podía hacer eso así que decidí
aceptar mi destino. Y así fue que empecé a trabajar como asesor en un país
donde no entendía lo que la gente decía. Me salté la fase de portero.
Desde el
día que me nombraron Project Worker hasta el día que tenía que empezar a
trabajar pasaron dos semanas. Para poder asistir a los solicitantes de asilo
tenía que identificar qué problema los aquejaba y, siguiendo las regulaciones
del sistema británico de asistencia a los refugiados, recomendar una solución
y, con el permiso del solicitante de asilo, abogar por su resolución ante la
organización gubernamental, privada o caritativa que pudiera ayudar. Así que en
esas dos semanas me aprendí casi de memoria el manual con las regulaciones,
leyes y listado de organizaciones con las que tenía que interactuar. La tarea
no era imposible si hubiese entendido lo que la gente decía, claro. Pero yo no
entendía casi nada, y no servía ni para portero o para atender un teléfono. O,
como ya he dicho, solo entendía a los que hablaban el inglés tan mal o peor que yo. Y así fue como me fui
convirtiendo en impostor profesional.
El dolor de
los oídos y mis dificultades auditivas lo fui extendiendo por la mayor cantidad
posible de días. El entrevistador árabe, que resultó ser mi jefe, me dio un
plan de entrenamiento que básicamente consistía en observar lo que un experto
hacía. Yo asistía a las sesiones, escuchaba al refugiado hablar en su idioma,
en aquella época normalmente kurdo o lingala, una lengua del Congo, un
traductor traducía al inglés, y yo medio entendía. De allí en adelante no tenía
ni idea de lo que pasaba. El project worker contestaba algo que yo no entendía,
que venía traducido al kurdo, idioma que fui aprendiendo también, y luego
ocurrían unas llamadas por teléfono donde el project worker hablaba del
problema con alguien de alguna oficina del gobierno, quien sabe cuál. Yo ni me
enteraba. Cuando tenía suerte, no me explicaban nada. Cuando tenía muy mala
suerte, el project worker me explicaba y yo asentía con la cabeza, como si
hubiese entendido, solo para disimular mi impostura. Que desastre.
Los días
fueron pasando, y estudiando de noche qué podría haber pasado en el día, poco a
poco fui descifrando algo, pero no mucho, de lo que tenía que hacer. Pero llegó
el primer día que tenía que hacer algo solo. Y era por teléfono. Y era en casa.
Y esa fue la tarde que caminaba hacia la estación.
La tarea
era sumamente simple. Si algún policía de Leeds o de otra ciudad de esta región
conseguía una persona indocumentada y potencialmente en necesidad de pedir
asilo, la policía llamaría al teléfono de la oficina que ahora yo cargaba en el
bolsillo. Yo lo único tenía que hacer
era atender el teléfono, llamar a un taxi, de una lista de taxis que estaban
disponibles y darle la dirección de
donde estaba la persona, y el taxi recogería la persona y los llevaría a la
ciudad de Liverpool a pedir asilo. Y al volver al trabajo el lunes, reportaría
el suceso así el taxista venía pagado. En fin, una tontería. Una tontería para
el que entiende, claro.
Así que
mientras caminaba hacia la estación, tras los conatos de infartos,
atropellamientos y demás trataba de convencerme que llamar a un taxi no es una
tarea titánica para alguien que habla inglés por más que no entienda nada. En
fin, sólo tenía que dar la dirección, no pasa nada. Y al final esperar un yes o
un no, tarea no siempre fácil con el sentido del humor inglés, eso lo sabía, pero
se puede sobrevivir a eso. El problema
era entender la dirección que me daba la policía en ese momento de la
prehistoria, hace pocos años, cuando los GPS todavía no existían. Cómo haría?
Nasser, el entrevistador
árabe que resultó ser mi jefe se reía de mí. “Claro que vas a poder, yo también lo hice”. A este punto ya él se
había dado cuenta de que yo entendía muy poco, todavía no sabía que no entendía
casi nada y yo había descubierto que él tampoco entendía mucho, aunque él
entendía mucho más que yo, por supuesto. Se formó una cierta solidaridad de criptosordos
lingüísticos. Pero yo sabía que tenía menos oportunidades que él de tener éxito
en esta tarea que él logró con éxito en sus tiempos. Yo estaba seguro, en parte
por mi suerte, que me tocaba uno de esos taxistas que no se les entiende nada
de nada, y uno de esos policías que todavía no había descubierto los sonidos
consonantes y que gritaba si uno no entiende, en lugar de hablar más despacio y
cambiar las palabras que usa…
Así que
caminando hacia la estación, como decía, pensaba en cómo haría para
sobrevivir y cómo enfrentaría las
eventualidades que podrían pasar. Ya el jefe me había dicho que cuando mucho
llamarían una o dos veces durante todo el fin de semana, y que normalmente no
llamaba nadie. Tocaba el teléfono, estaba allí, y la farsa quedaría al
descubierto cuando se comprobara que no era capaz ni siquiera de atender una
llamada telefónica.
Pasó el
viernes, y tuve suerte. Pasó el sábado y tuve suerte, y empezaba a sentir que
la suerte estaba de mi lado. Y mucha suerte, porque cada hora con ese teléfono
me la pagaban. Vaya.
Y el
teléfono repico el domingo en la madrugada. Respondí con temor. Apenas dije el temido
“good afternoon”, alguien soltó una retahíla de frases que yo sabía que eran en
inglés, pero de haber sido en una película hubiera pensado que era noruego,
danés o algo así. Sólo entendí una cosa y fue un “good morning”, bien
acentuado, después de mi “good afternoon” mañanero , como para recordarme que
todo sale mal a veces. Cálmate, me dije,
y pide la dirección. Lo hice y el tipo subió la voz, como era de esperarse,
pero siempre dentro de los límites de lo que permite el decoro inglés. Emitió
unos sonidos que supuse que significaban lo mismo, con las mismas palabras,
pero seguía sin saber qué me decía.
Ya me había
preparado para esta eventualidad. Ya había investigado cómo se decía que la
línea de teléfono no estaba bien y que hablara más despacio. La frase en inglés
la ensayé varias veces, pero me costó terminarla porque el tipo tenía algo que
comentar, quien sabe qué. Trancó el teléfono y ni me acordé del cuento de los
oídos estropeados.
Cogí aire. “Llamará de nuevo”. Al repicar, contesté
de nuevo y otra vez dijo algo que yo no entendía. Seguramente me preguntaba si
ahora podía oír. Así que repetí que la línea estaba mala, pero que intentara
hablar despacio. Y se me olvidó de nuevo lo de los oídos. Con tono contrariado
dijo algo y cortó.
Tercer
intento, igual. Cuarto. Igual. Al enésimo intento, cuando ya tenía la
autoestima por el suelo, pasó algo diferente. Y no fue que se me ocurrió
recordar el cuento de los oídos destrozados por la lepra, sino que pensé algo
un poco menos práctico. A lo mejor no era la policía, pensé, podría ser un
vendedor de seguros o de planes funerarios, así que pregunté si era la policía.
El policía perdió la compostura, claro, después de todas estas llamadas le
pregunté si era de la policía, y claro, por primera vez oí un oficial de
policía británico soltar el equivalente de una mentada de madre, a su manera, y
luego, según entendí después, me dijo que era de la policía de Hull, una ciudad
en el extremo oriental de Inglaterra. Yo ni sabía que esa ciudad existía así
que entendí que era la policía de wool, lana. Yo no le pregunté por qué habría
una policía de la lana, porque seguramente me diría que cuidaban ovejas, o
algún otro chiste sarcástico, y yo ya estaba que tendría un suicidrómetro en
rojo, si existiera tal aparato, pero no
me quedaba otra que flagelarme con la culpa
y encubrir mi ignorancia como estupidez,
que más remedio, quién me manda a andar de impostor, mejor me voy a otro
país, y demás.
Pero
todavía no había tocado fondo en mi desgracia. Cuando le pregunté a quién tenía
que buscar el taxi, me dijo que eran 18, sí, 18 personas. O sea que tenía que
arreglar varios taxis. Me dio la dirección y fue allí, cuando deletreaba letra
por letra, que entendí que había un sitio llamado Hull. Al terminar la llamada, miré el mapa. Todavía
no existía el google maps así que fue una proeza. Y si, Hull no estaba nada
cerca. Era otra ciudad, y estaba en el extremo oriental del país. Y a los
presuntos refugiados había que llevarlos al extremo occidental. No es que
Inglaterra sea tan grande, que no es, pero una caravana de taxis es demasiado
costosa para estar cruzando el país. Y si contrataba todos esos taxis, agotaría
el presupuesto anual del Refugee Council, o eso pensé. Así que tenía que
improvisar una solución. Mi ascendencia latina me ayudaría. Nada de rigideces
británicas de las que hablaba el chino, ahora sí que voy a mostrar mi
creatividad y mi capacidad de resolver problemas.
Y fue allí
que se me ocurrió que en lugar de un taxi, alquilaría un autobús aunque no
tuviera dinero ni acreditación oficial. Sólo con mi teléfono y capacidad de
persuasión. Cualquiera que conozca Inglaterra sabe que eso es imposible. Hoy en
día ni lo intentaría. Pero la ignorancia es osada así que lo intenté y lo
logré. El cuento entero de cómo logré
hacerlo sería una historia larga como una novela de Tolstoi. Me encantaría
escribir la novela de cómo contraté el autobús, pero estoy escribiendo otra
novela, de una refugiada venezolana, y este relato es solo un pasatiempo. Pero
cuando por fin logré contratar la furgoneta-bus, a avanzadas horas de la noche,
me sentí por fin orgulloso. Todas las
amarguras anteriores se endulzaron y ahora mi vida sabía al fondo azucarado de
un café amargo. Y allí fue que recordé el chino con todo mi agradecimiento.
El autobús
había sido alquilado y a la mañana siguiente temprano arreglaría el papeleo. El
autobús costó menos que dos taxis. No sólo le ahorré el dinero a la
organización de la flotilla de taxis, sino que le facilité el trabajo a la
policía de Hull que no tuvo que mandar una flotilla de patrullas a seguir los taxis.
Así que salí temprano de casa porque no podía esperar la hora para contar mi
victoria al jefe. Tamaña victoria, pues.
Cuando
venía de vuelta, desde la estación de tren hacia la oficina, puse especial
atención al cruzar las calles, ahora si valía la pena preservar la vida. Mi
farsa con la comprensión del inglés se compensaba con mi habilidad de
negociación. Las pesadillas del viernes se cambiaron por fantasías relatando el
cuento de mi éxito. Tenía razón el chino, bastaba fingir hasta hacer valer tu
audacia y profesionalismo. Ya aprendería a entender mejor. El fin de semana fue
un curso intensivo de inglés, pero al final le ahorré a la organización el
valor de un mes de mi salario.
Me sentí tan orgulloso que hasta me puse
arrogante y, ya sin infartos ni sofocos, pensé que al pobre chino le había
costado más tiempo que a mí lograr algo en Inglaterra, pero mi situación no se
podía comparar. Soy un privilegiado.
Pensé en la gran suerte de provenir de una familia italiana culta, con espíritu
empresarial, de haber estudiado en la Universidad Católica y de tener
estándares altos en la vida. Por fin dejé se sentirme como el pobre migrante
que apenas entiende el idioma, sino como el depositario de una cultura
milenaria y tomaba posesión de mi puesto en esta sociedad nueva. Los mismos
pasos que caminé llenos de angustia el viernes, los caminaba a la inversa con
orgullo y plenitud.
Cuando el
jefe llegó, a la hora en punto, le conté la historia y le dio risa, pero entendí
por su expresión que no le gustó. Estaba un tanto confundido. Pensé que a lo
mejor su experiencia en un país árabe, sin compromiso por la eficiencia, le
nublaba la capacidad de entender mi éxito. Hoy, cortando las uvas, me doy
cuenta que fui un racista y me avergüenzo. El jefe me dijo que seguro yo estaba en problemas con su jefa, Margot Cooper,
quien normalmente llegaba tarde a la oficina, con su ropa de gimnasio.
Efectivamente
la jefa llegó a las diez de la mañana. Salió de su oficina furiosa hacia mí,
blandiendo, como si fuera una bandera, la prueba del crimen, la hoja donde
estaban anotados los teléfonos de las líneas de taxi que se suponía que yo
tendría que haber llamado. Me dijo, “no
te dijeron que mandaras un taxi de la lista?” La pude entender gracias a la
gesticulación, la hoja de papel y, como de costumbre, algunas palabras clave.
Así fue que
empecé a entender que el lío en el que estaba metido no era ser un farsante,
sino que la organización donde estaba era la farsante, donde no importaba hacer
las cosas bien, sino hacerlas de acuerdo a las normas. No importaba lo que uno
entendiera, sino lo que uno dijera. No importaba el éxito, sino el
procedimiento. Y la única manera de integrarme era corrompiéndome, cosa que
solo hice a medias, hasta que no lo hice más,
pero eso es tema otros cuentos. Por ahora sigo con Sofía, que es la
refugiada de mi novela.
7 commenti:
Excelente querido Fab, no dejes de escribir. Un abrazo
Fab me encanto, como todos tus cuentos! Sorprende cuánto extrañas a nuestro país! (Es Maite) besitos
Epa chamo .excelente relato .Me reí a más no poder viéndote en esas situaciones . Mándale saludos al chino . jaja . En fin todos los que migramos sea a donde sea tenemos mucho que contar. Un gran abrazo .
Realmente genial. Si te portas bien y calzas dentro de las agendas políticas entonces prosperas. Si te portas mal, Ay de ti. Muy bien. Felicitaciones. Este cuento presenta una realidad dramática con mucho humor. Una gema.
Muy bueno, Fabrizio. Me costará un poco, pero estaré encantada de traducirlo. Espero poder hacerle justicia.
Stella
���� muy bien
Este cuento es lo primero que leo de tu pluma, Fabrizio. Al principio me pregunté por qué destapabas tan rápido tus cartas, dejándonos saber el motivo de la angustia del impostor, pero fue muy bueno el giro final hacia la crítica feroz al sistema. A fin de cuentas, ¿a quién le importan los refugiados?
Un cuento sobre nosotros, sobre los venezolanos, cómo somos, cómo abordamos las cosas, cómo nos movemos en ese como vaya viniendo y luego vemos, aunque también aprecié tus gruesas pinceladas sobre Inglaterra. Imposible no verlas.
Me encantó el ritmo del relato, me hiciste reír muchísimo y tuve sentimientos de compasión y ternura que me recordaron los que me han producido relatos de Fernando Iwasaki, su novela "Libro de mal amor". Humor, vitalidad, sentido crítico, un super mix.
Me dejaste lista para seguir leyéndote. Un abrazo.
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