domenica 4 agosto 2024

Un venezolano en Palermo (Borrador)

Un suramericano en Palermox



Soy venezolano, descendiente de la diáspora italiana y llegué a Palermo en abril del 2022. El mundo estaba renaciendo después de la pandemia, y millares de jóvenes volaron a Palermo a vengarse de los años de encierro, de abstinencia y de celibato. Yo no vine a reponerme ni del encierro, ni de la abstinencia, ni del celibato, pero vine a reconvertirme profesionalmente, existencialmente y quise hacerlo  descubriendo la tierra de mis ancestros. Con mi formación de sociólogo no puedo dejar de darle una cierta historicidad a la nimiedad de mis decisiones desesperadas y noto que soy un miembro de la diáspora que regresa, y eso, en aquel entonces, me producía una cierta emoción.  Por fin vería cómo era la tierra de la que me hablaba la nonna, abuela en italiano . Y vine a renacer aquí porque me había topado con un fracaso económico estruendoso en Camerún, que siguió a una crisis profesional y existencial en Inglaterra. Y todo lo anterior siguió, a su vez, una crisis política de Venezuela, tras la cual 7 millones de personas, incluyéndome, dejamos al país donde me tocó nacer, crecer, estudiar. Porque también soy uno más de esa diáspora. He aquí la historia de mi llegada a Palermo, Sicilia.
Desde el avión que me traía de Inglaterra vi cómo se desplazaba Europa desde la ventanilla del avión y no tuve dudas cuando empecé a ver los Alpes. Somos millones en el mundo los que sabemos que parte de nuestros genes vienen de este país en forma de bota, hasta su forma es preciosa. Italia y su belleza empieza a deslumbrar ya desde la ventanilla del avión. Me embargaba la alegría, la esperanza y una sensación de certeza, de que me levantaría otra vez. Estaba arruinado como resultado del efecto combinado de una separación, un cáncer, una pandemia y un engaño comercial que me llevó a arruinarme en Camerún. Pero no me importaba,  también me sentía heredero de la fuerza de Marco Polo, de Colón y de tantos que salieron de esta península a explorar el mundo. 

Llegaba a Palermo, no me canso de repetirlo,  arruinado, pero optimista porque me sabía  con un bagaje cultural y una experiencia profesional que estaba seguro que me serviría para levantarme. Había llegado a Inglaterra, 20 años atrás,  sin nada, y  haciendo mías todas las fortalezas de la diáspora italiana, me abrí camino  en aquel país formidable pero frío. Apenas tres años después de mi llegada improvisada a Inglaterra,  trabajaba como “adviser” y “advocate” de refugiados, solicitantes de asilo y migrantes irregulares. Si lo hice en Inglaterra, con más razón, en Italia.  Italia, un país que nadie duda que es más acogedor que Inglaterra, haría algo parecido. O mejor.

Y a diferencia de mi accidentada llegada a Inglaterra, en Italia tenía claro qué iba a hacer. Ante todo, iba a escribir una novela que contaría la historia del fiasco de la revolución bolivariana.  Mientras escribiría, trabajaría en el campo profesional que me había forjado en Inglaterra: trabajaría con refugiados y solicitantes de asilo. Simple. Echaría mano de mi conocimiento de la Compañia de Jesús, una congregación religiosa a la que me siento unido espiritualmente a pesar de no tener ni una gota de fe, de no definirme cristiano y de ser filosóficamente ateo. Pero los jesuítas de Venezuela confiaron en mí porque estudié con ellos y me llamaron para llevar adelante proyectos difíciles, y lo hice con éxito. Así que manos a la obra. 

Llegué a Palermo a un hostal en el cual tenía una reservación por una semana, gracias a una amiga adorable, Kasha, de la cual hablaré en otra historia. Me recibió el dueño del hostal, que para proteger su privacidad llamaré Giovanni. 

Don Giovanni se interesó inmediatamente por mi. Al conocerlo, la diferencia entre Italia e Inglaterra se me presentó de frente, cara a cara. Para él era normal interesarse por mi, por mis circunstancias personales, mis motivaciones. En Inglaterra, una conversación con el dueño de un  hostal hubiese sido ante todo del clima, el famoso “weather”. Y hubiese estado cargado de temas con poca implicación personal, sin política, sin religión, sin datos personales. Me hizo sentir que había llegado a Italia, a la Italia del estereotipo, la Italia de la nonna, y en este país me levantaría de mi fracaso en Camerún y donde sería una persona, nuevamente.
Don Giovanni se mostró muy interesado en ofrecer su ayuda. Y yo, además de apreciar su ayuda, sentí que estaba en un país donde se valoraba lo que soy. En efecto, se impresionó al saber que fui a Camerún invitado por un proyecto que intentaba atraer inversiones en la zona este de aquel país, que es la zona más pobre. Le conté detalladamente de lo que hice cuando recorrí aquella parte del occidente del África ecuatorial. Por encima de todo, me entusiasmaba notar que Don Giovanni parecía apreciar que el proyecto naciera de una necesidad sentida de la diáspora camerunesa que desea contribuir con su país. Para mi siempre ha sido importante reconocer la identidad de los pueblos que queda olvidada tras la cultura dominante, y él presentó algunas analogías con la realidad de Sicilia.  El se explayó confirmando que aquel proyecto fracasó, no porque la idea fuera mala, sino por el simplismo de la empresaria de aquel proyecto, y me contó anécdotas de historias parecidas.  Yo sentí que formaba parte de aquel país de Don Giovanni porque por una vez sentía que alguien entendía mi sensibilidad. He llegado al país correcto, al país de la nonna.
Le expliqué a don Giovanni que por ahora, y probablemente por muchos años, mi proyecto en Africa estaba engavetado. Aquí en Italia me concentraría en apoyar a organizaciones que respaldan a refugiados y, en mis ratos libres, me dedicaría a escribir una novela que había empezado en Inglaterra, una novela con el trasfondo de Venezuela. De mi partida. Y del suicidio de Ana. Le conté con detalles y el me apoyaba diciendo que también tenía que agregar la experiencia que fuera construyendo en Sicilia, mi retorno a Italia.
Inmediatamente Don Giovanni se puso a la orden para ayudarme. Me encomendó que fuera a un centro de atención a refugiados que estaba cerca del hostal.
- Pero no tengas prisa en ir. Me impresiona tu historia. Tómate unos días de vacaciones, así te quitas de encima el gusto amargo de tu experiencia en Camerún.

Seguí su consejo y visité la ciudad como turista por unos pocos días. Y finalmente fui al Centro Astalli, una joya europea de recepción de refugiados. Y mi primera impresión fue buena a más no poder. La primera persona con la que hablé fue encantadora. Era guapa, enérgica. Se interesó por mi de un modo personal, cuando hablaba hasta me tocaba el brazo y me tocaba la mano.  Me recordaba el modo como yo me interesaba por mis usuarios cuando yo trabajaba en el Refugee Council, en Inglaterra, aunque yo jamás le hubiese tocado un hombro o un codo a uno de mis clientes.  Me sentí fascinado. Estaba en Italia. Corazón y cerebro estaban de acuerdo. Y hablando con ella me di cuenta que ese modo mío, que tanto me criticaban en Inglaterra, de interesarme por la gente, de involucrarme, no es más que expresión de mi cultura italiana. Que orgullo.
Pocos días después hablé con el director, que me recibió en su despacho. Un sacerdote mayor, jesuíta,  que me escuchó con atención y cortesía. Le conté de mi participación en Fe y Alegría, en Venezuela. Allí fui profesor de historia, promotor comunitario y luego me vinculé a proyectos de investigación educativa, pero sin perder algunas horas de dedicación a Fe y Alegría, la organización Católica que empezaba sus proyectos “donde termina el asfalto”. Pensé que al contarle que había sido director de un proyecto que llamamos Escuela de Gerencia Comunitaria se entusiasmaría conmigo. Y no era para menos. En efecto, aquella escuela trataba  de crear herramientas para que las comunidades tomaran las riendas de su propio desarrollo. Fui el fundador de esa escuela, y trabajé en ella con mi gran amigo, otro jesuíta, Joseíto Virtuoso. Y pensé que ahora sí podría ejercer todo mi talento, mi capacidad de entusiasmar. De pronto el jesuita me interrumpió.
- No tenemos cargos para ofrecerte - me dijo. Y siguió con un discurso más o menos burocrático, hablando de las muchas necesidades que tienen que atender y los pocos recursos con los que cuentan. Me contó de cómo surgió el centro…e insistió:

- No tenemos cargos para ofrecerte.
Cuando ya entendía por dónde venía su discurso quería decirle: “oye cabrón no estoy buscando cargos, te puedo apoyar para que puedas atender a más gente, puedas contratar a más gente. Verga, que no necesito cargos, los cargos los puedo crear yo, no joda, y yo puedo ayudar a buscar el financiamiento”.
Por supuesto no dije eso, no es mi estilo. “Me dije,  para él eres un sudaca y ya. No importa lo que has hecho, lo que cuenta es que te ven como un mendigo que busca trabajo. Punto”. Y pensé en llamar a un amigo de Joseíto, también conocido mío, que yo sabía que había sido llamado a trabajar en Roma y tenía una posición importante. No lo hice.  “Olvídate de vergas”, me dije. “Tengo que conseguir mi camino, como un migrante más” pensé.

 Volví al hostal. Hablé de nuevo con Don Giovanni. El me hizo entender que Italia está tomada por una generación de viejos anquilosados, empegostados a los engranajes institucionales y no los dejan funcionar. En Italia los que tienen ambición e iniciativa se fueron, y estos viejos se quedaron. Y oprimen a los jóvenes. Recordé a la chica maravillosa que conocí el primer día, que llamaré Antonella,  y me dije que tenía que abrirme puertas entre los jóvenes. “Ve y busca a Antonella”, me dije. Busca a los que son como ella. Pocos días después volví al centro.

Así que fui al Centro Astalli y seguí el procedimiento regular de cualquier migrante, aunque fue un poco raro porque tengo un pasaporte italiano, tengo ciudadanía italiana. Igual seguí el procedimiento, tengo que entender cómo funcionan las cosas. Y siguiendo procedimientos pasaron unos días

Y mientras los días pasaban me dediqué al turismo, a hacer amistades con los jóvenes del hostal, con quien me sentía muy a gusto. Me uní a sus fiestas y paseos, adonde siempre me invitaban, en parte por la simpatía que había entre el ucraniano y yo. Y cuando ya estaba registrado, entrevistado y demás en el centro Astalli, me decidí a buscar a  Antonella…

-Donde está Antonella?.- le pregunté a alguien.

-Se fue, no trabaja más para nosotros. 

Se había ido. 

Volví frustrado al hostal, y allí me conseguí a Don Giovanni. Me preguntó, y escuchó con atención mi cuento. Me dijo que así es Italia: Los jóvenes con talento tienen las puertas cerradas, y terminan por irse.

Pero recuerda que Sicilia es una tierra grande.  El se sentía grandioso, hablaba de modo solemne, expresión de la historia de la isla. 

-Aquí estamos los sicilianos desde el inicio de la civilización. Por aquí estuvieron fenicios, cartagineses, griegos, romanos, árabes, bizantinos, normandos, españoles e italianos. Todos. De aquí no salimos a construir imperios, a conquistar y someter a otros pueblos. Aquí valoramos la vida y la cultura. Nos conquistaron pero los conquistamos el corazón de nuestros conquistadores y lo hicimos con la cultura así que tu eres bienvenido a Palermo por mi. 

-Yo te ofrezco que escribas aquí en mi hostal. 

- qué quieres decir?

-que te puedes quedar aquí a escribir

-Me encantaría pero es muy costoso vivir en un hostal.

-Y quien dijo que tienes que pagar?

 El orgullo de ser italiano no me cabía en el pecho. Soy venezolano, ya lo dije, pero descendiente de italianos, y por una de las líneas de la familia materna de mi familia paterna, también tengo ancestros sicilianos. La verdad que los ancestros son tan lejanos que es casi mentira. Pero uno echa mano de los ancestros que le da la gana, cuando anda buscando identidad. Me sentí parte de la historia. Toda la solemnidad con la que me hablaba Don Giovanni me me metía en el cuerpo, alimentando mi ego.  Sentí que el mío era un retorno triunfal. El descendiente de los que se fueron se consiguió con el descendiente de los que se quedaron. Aquí construiré algo. 

Pero sabía que no me podía dejar atrapar por tanta emoción. No podía aceptar tanta generosidad sin dar nada a cambio. 

-Qué puedo hacer? Cómo puedo contribuir contigo?.- le pregunté a Don Giovanni.

- De ningún modo, insisto. Es mi prerrogativa y mi privilegio. Yo te ayudo y me siento orgulloso de ser italiano, siciliano. Te ayudo y es como decirme a mí mismo que hubiese ayudado a Pirandello, o haber ayudado a Goethe cuando vino a escribir a Palermo. 

Me impresionó la conexión que Giovanni sentía con la historia, la literatura, y la literatura producida en Sicilia. Y eso me ayudó a aceptar su generosidad, pero aún así no dije ni sí ni no. Era mucho.

Pero al día siguiente vino lo más sorprendente. Giovanni se me acercó y me dijo:

-Te recomiendo que te tomes unas vacaciones. Te toca disfrutar. Te dieron una paliza en Camerún, te fuiste de mal modo de Venezuela, te discriminaron en España. Ahora toca escribir. Escribe en paz. Y para estar en paz, disfruta del verano, ve a la playa, descansa, goza, diviértete. Y luego, con la mente en paz, con tranquilidad te pones a escribir tu novela. 

Yo no estoy acostumbrado, obviamente, a que alguien sea tan generoso conmigo sin esperar nada cambio. Creía en su bondad, en su orgullo de ser siciliano, pero igual me sentía que tenía que darle algo a cambio. Y recordaba que mi mamá me decía: “il pesce dopo tre giorni puzza”, que se traduce como que el pescado yede después de tres días, y que básicamente quiere decir que no hay que abusar de la hospitalidad, porque el anfitrión se cansa, y el huésped también. No podía estar en ese hostal un año entero, o dos, escribiendo una novela, sin dar nada a cambio.
Así que decidí decirle la verdad a Giovanni, y explicarle que era demasiado generoso, que eso me ponía en una situación de vulnerabilidad.

-Oye, en esta situación te vas a cansar de mi. Me convierto en un parásito. Al final te cansarás de mí, porque no hago nada por ti. 

Me miraba con señal de simpatía pero desaprobación. Y yo seguí:

- tu dejas de disponer de un espacio del hostal para alquilar a tus clientes, y yo escribo. 

Pero él lo tenía todo pensado. Me dijo:

- Traes demasiada cultura anglosajona en tu cabeza. Estás en Sicilia, yo quiero ser tu mecenas. Pero para hacerte feliz te digo que tu presencia aquí es positiva. Traes un buen ambiente. Le das un toque intelectual al hostal, que me beneficia, porque mejora el espíritu del lugar, me evito los borrachines que vienen de inglaterra para conseguir cerveza barata. 

  • Igual me gustaría hacer algo más tangible.

Pero igual me pareció muy cierto lo que decía. En los días que estuve, fui a la playa con los chicos, sali a beber cocteles, echaba cuentos de Camerun, Inglaterra y Venezuela…y los comentarios online del hostal eran cada vez más positivos. En fin, sí estaba dando algo a cambio de mi alojamiento.

Y surgió de la conversación sobre hacer algo más tangible. Poco a poco maduramos la posibilidad de crear un coworking para que el hostal atrajera al creciente público de la economía digital. Esto sí que me daría un trabajo, un empleo formal mientras escribía la novela. Creo una rama nueva al negocio del hostal, no solo el intangible del ambiente. Y a Don Giovanni le encantó la idea.
-Mientras tanto, ve y disfruta de la playa, de la presencia de los jóvenes en el hostal. Ya he visto que le gustas a los muchachos, y te gusta rodearte de jóvenes. Yo también adoro a los jóvenes.

Al día siguiente Giovanni estaba hablando con obreros, abogados, arquitectos y hasta autoridades del gobierno local: estaba iniciando su proyecto de extender el hostal y hacer de una parte de él un coworking del cual yo sería el responsable.

Cuando le comuniqué a mi familia la oferta que me hizo Giovanni, todos en mi familia pusieron el grito al cielo. 

-Suena bien, papi, me dijo mi hija. Pero fuiste a Camerún lleno de ilusiones y fue todo un espejismo. Tu estabas convencido que Claire era una persona honesta, y yo te decía que solo quería dinero, que te echaría por la borda cuando no te necesitara. Y así fué. Cómo hacemos para confiar en ti? No tienes buen criterio para juzgar la bondad de las personas. Qué quiere Don Giovanni de ti?

Queria un rol en la historia, queria sentirse siciliano, y quería que sus clientes estuvieran contentos en su hostal. Para mi estaba claro. Así que, por ahora, pensé, tengo que aprovechar lo que tengo enfrente de mi. Y convencido de que me había ganado una especie de lotería al conocer a Giovanni, me dediqué a ir a la playa, a salir con los jóvenes la noche, en fin, viví una adolescencia casi llegando a los 60. Disfruté del Palermo de los turistas, fui a la playa cada vez que pude, me hice asiduo visitante de capo Gallo, de donde partían mis expediciones a nado hasta la grotta del olio.  Viví toda clase de aventuras con los jóvenes y tambien tuve aveturillas con las chicas, muy pocas veces románticas y casi nunca eróticas. Mis experiencias quedaron cinceladas en la memoria y algunas las recogí en las anécdotas de unos cuentos que recogí luego en mi libro historias del maldito migrante. Y sobre todo, este periódo de segunda adolescencia me permitió concebir algunos cuentos, aún no publicados.
Había un joven que gerenciaba el hostal, Ucraniano. Hice amistad con él y estaba contento conmigo, jamás se sintió amenazado por mi cercanía con Giovanni. A cierto punto me contó que, gracias a mi, el hostal había adquirido un estilo nuevo, más alegre. Y yo me sentía complacido de saber que divirtiéndome, viviendo “la vie en rose”,  creaba el ambiente que hacía que el hostal tuviera más y más comentarios positivos en internet, a pesar de sus limitaciones de higiene. Además me inventé tareas nuevas como ir a comprar las cosas del desayuno para los clientes, sin tener el compromiso de hacerlo. Pasé así el verano más divertido de mi vida, que prácticamente se extendió hasta el invierno. Los procedimientos que seguí en el Centro Astalli no se volvieron en un frustración grave pues tenía paseos y conversaciones con los turistas jóvenes que llegaban al hostal, siendo mis favoritos los descendientes de italianos que venían a descubrir la tierra de sus ancestros o las chicas que daban pie para algún flirteo. Y a mi edad, un flirteo superficial nos rejuvenece mas que una historia romantica real, que nos compromete y quita libertad. Pasó el verano, y  al final del invierno empecé a preocuparme porque no veía los avances del coworking, el área que me tocaría gerenciar. Los días de playa eran económicos, pero las noches de cocteles mucho menos. Mi tarjeta de crédito daba para mucho, pero no para tanto. Sabía que pagaría esta deuda cuando fuera gerente del coworking, pero no podía acumular una deuda demasiado grande. Y la solución llegó del cielo. 

El milagro de la bicicleta.
Me había comprado una bicicleta, para no gastar en bus cuando fuera a la playa. Pero el mismo día que la alquilé, un turista alojado en el hostal me preguntó si le podía alquilar la bicicleta. Por supuesto le dije que sí. Y ese mismo día compré una segunda bicicleta, una para alquilar, otra para mi. A los dos días  apareció una copia de enamorados que me quisieron alquilar las dos bicicletas. Y compré una tercera. Así que poco a poco fui comprando bicicletas con los beneficios que me daban las bicicletas alquiladas. Y monté mi pequeño imperio de 10 bicicletas más la mía. No es que ganara mucho dinero con las bicicletas, pero me permitía aguantar a la espera de los trabajos que había que hacer para acondicionar el espacio para el coworking…

Una mañana me robaron todas las bicicletas, cuando apenas había reunido el dinero que había usado para comprarlas. Fui a la policía, puse la denuncia. Volví al hostal y me conseguí a Don Giovanni.

-Como se te ocurre ir a la policía? Por qué no me dijiste a mi primero? Nunca mas llames a la policía sin consultarme primero. 

Don Giovanni estaba furioso. Yo no entendía. Me roban las bicicletas y es extraordinario poner la denuncia? De verdad que no entendía, y todavía no lo entiendo bien.

-Te consigo las bicicletas y vas y retiras la denuncia.

-Qué vas a hacer?

-Déjamelo a mi.

No sé qué ocurrió, pero pocas horas después aparecieron las bicicletas, algunas con una silla o un volante distinto al que tenían. Pero aparecieron todas. 

Mientras tanto el ambiente del hostal se enrareció. El hermano del gerente había vuelto y trajo una atmósfera muy negativa, llena de chismes. Una de las víctimas de sus chismes fui yo. Y pocos días después me robaron todas las bicicletas de nuevo. Los ladrones estaban filmados en las cámaras y Don Giovanni me dijo que esta vez no los podrían conseguir. 

No fui a la policía. Hay cosas que no sabes, no entiendes. Mejor compro otras bicicletas, esta vez todas juntas y empiezo a montar un negocio. Un negocio de verdad. Y aquí vino el golpe mayor a la tarjeta de cŕedito. Compré diez bicicletas usadas, que las usaba una empresa que las alquilaba, así al menos sabía que no eran robadas. Al menos así, con las bicicletas, podria esperar al incide de las actividades del coworking sin caer en una deuda aún más grande.

Con la presencia del hermano del gerente, el ambiente siguió deteriorándose y yo traté de tomar distancia. Compré unas bicicletas nuevas,  y mantuve mis vínculos al mínimo con los clientes del hostal, solo como para alquilar las bicicletas. 

Y de pronto el día de la verdad llegó. Don Giovanni se me acercó y me soltó:

  • No voy a invertir en el coworking. -Así no más me dijo Giovanni-. NO puedo, no vale la pena, lo siento.

Me golpeó mucho la situación. Me sentí vulnerable y con ese estado de ánimo dejé de interesarme en los muchachos y sus aventuras. El efecto fue inmediato: dejé de ser funcional al hostal. Y cinco días después Giovanni me dijo tenemos que hablar.
Ya no traes buen ambiente al hostal. No eres funcional.

De pronto me di cuenta lo vulnerable que era. MI sobrevivencia, en este momento, dependía de este hombre que llevaba el hostal. NO había buscado trabajo, no había terminado de montar el negocio de las bicicletas. No tenía vivienda. No era libre.

- Prefiero que te vayas. - y la imagen que tengo de ese momento no se ha borrado de mi mente.
-Cuándo?

-Mañana.

Y fue así que de pronto me encontré sin casa, sin dinero, sin crédito y con diez bicicletas. Sin techo. Pero me iba con tres historias que contar: la de Candela, una mujer maravillosa, bella, encantadora y libre a más no poder. Ella inspiró un personaje de la novela que estoy escribiendo basada en mi vida en Palermo.. Claire, cuyo nombre está cambiado aquí para proteger su identidad, y sus miserias, a la cual  también le cambié el nombre cuando inspiró mis personajes del cuento de Celine, ya publicado, que representa todo lo que hay de equivocado en el feminismo y feminidad moderna. Y Celine, que expresa todo lo que hay de certero en la feminidad y feminismo moderno. Y también mi última amante. Estos personajes animan este cuento que publiqué en historias del maldito migrante.
Con mis historias, mis tres maletas y mis deudas me fui a dormir por última vez en el hostal. Y esa noche dormí bien. 

Y al día siguiente empecé mi vida como indigente. Eso sí, el único indigente con once bicicletas.


De sin techo a empresario de bicicletas. 


Estaba asustado, triste, desolado; pero al mismo tiempo, me sentía afortunado. Ahora sí sé lo que es empezar de abajo. No tengo casa, ni amigos, salvo el ucraniano. Vivo en una ciudad ajena, soy extranjero. Apenas unos pocos cientos de euros de crédito en una tarjeta de crédito a punto de explotar. Tengo una deuda que me llevará años en pagar.  Pero me digo: la situación podría ser peor, porque lo que podría estar mal era el ánimo, o la salud. Y ya el cáncer lo tuve y lo superé. Ya superé la separación y el divorcio. Ya superé el despegue de mis hijos. Esto es pan comido. Fuerza Fabrizio, que aún tienes el alma fuerte y la salud perfecta.

Dormir no será un problema, me dije. Es una ciudad de playa, he sido niño privilegiado, así que he dormido muchas veces en la playa, mirando el cielo, especulando sobre el universo, y seduciendo alguna chica. Vamos, Fabrizio, fuerza. Me decía y me repetía este razonamiento:  los recuerdos más lindos los tengo tirado en la playa de Cayo borracho, en pleno mar caribe, con mi queridísima Cristina, especulando sobre la inmensidad del Universo. Y luego con Kathiana, en la misma playa. Y luego con otras. Y en esa misma playa tengo el recuerdo que mas aprecio, con Anabel, de quien me enamoraría enloquecidamente, y luego me casaría.

Claro, esta vez no sería el Caribe. Esta vez sería distinto. No tendría compañía. No estaría ni abierta ni secretamente enamorado. Esta vez no sería un chico privilegiado y aventurero, seduciendo a nadie y disfrutando de la compañía de una amiga, ni de amigos.  No. Esta vez sería de indigente. “Pero arena es arena, lo demás en una construcción social”, pensaba, un constructo social que se mete en el cuerpo y se vuelve psicológico. Pero la “arena es la arena, come’on Fab”, me decía también en inglés, mi segunda lengua. Tengo que vencer a los significados sociales construidos, constrúyete otros, me dije. En fin, será por unos días. “Sobrevivirás y lo contarás. Sobrevivirás y lo escribirás. Sobrevivirás y darás testimonio que uno se puede levantar de lo más profundo del abismo. Algún día alguien me leerá y no habrá caído más bajo. Y si me levanto, lo ayudaré a que se levante. Fuerza Fabrizio”.
Cuando pensaba que tenía que dar testimonio de mis fracasos y que algún día escribiría y le daría mi ejemplo a alguien me llenaba de fuerza. Hasta de ánimo. Y hasta sentía orgullo. “Que privilegio, pues, andar tirado de indigente en la playa en frente de Palermo”, me decía, ironizando con mi capacidad de inventarme cuentos.

“Manos a la obra, pues”. El primer paso para ponerme en pie era organizar el negocio de las bicicletas y tener donde dejar las maletas. Dormir de noche era lo de menos, estaba decidido: la playa. Para las maletas dejé algunas cosas en casa de una vecina del hostal del que era amigo, y otras con el ucraniano. Yo no sabía qué sería lo más dificil. La higiene e ir al baño. Identificar los baños adonde poder ir fue toda una inversión de tiempo, y los sitios son realmente pocos. Incluso identifiqué los escondites en parques adonde liberar algunas de mis necesidades. Y por supuesto aprendí a hacer pupú en el mar. Todo fue muy humillante. Todo me hacía cuestionarme mi sanidad en el juicio. “Eres un imbécil Fabrizio. Quien más cae en esto sino los tarados, que además de ser poco inteligentes son odiosos y no tienen una familia que los apoye”.

 Las bicicletas las encadenaba, y para eso conté con el apoyo de una gran amiga que siempre está presente cuando estoy en los líos más grandes, Kasha, que me envió dinero para las cadenas de moto que fue lo que pensé que tendría que hacer continuar el negocio de las bicicletas.

 La primera noche en la playa no pude dormir, mirando el cielo. La segunda muy poco. Y los días eran un sufrimiento total. Me metí en una biblioteca a montar la página web de la bicicletas, porque no podía contar con el público cautivo del hostal. Mi hija insistió en pagarme unos días en un hostal distinto. Un poco lo hice, un poco me gasté lo que me mandó en el negocio. Y me fui a la playa otra vez. 


Dejar las bicicletas encadenadas todas juntas me pareció imprudente porque era invitar a que me las robaran (o me las decomisara la policía) así que empecé a dejarlas regadas por la ciudad. Pero pronto descubrí que no se podía. Los tenderos me decían, no pongas esa bicicleta allí, me quitas el paso a los clientes, me tapas el negocio, etc. En fin, ellos toleran una bicicleta una horas, o una noche, pero después esa acera es suya. Así que tenía que rodar las bicicletas de un sitio a otro. En fin, durante el día me la pasaba moviendo bicicletas de un lado a otro, anotando donde estaban. Y así cuando alguien me alquilaba una bicicleta, yo buscaba la más cercana al hotel de la persona que me llamaba. El esfuerzo por gerenciar una pequeña empresa de bicicletas si no tienes donde guardarlas es inefable. Todo implicaba trabajo adicional, pasar trabajo, lo que en italiano se llama “faticare”. 

Entonces, me rendí. Me rendí y acepté que no se puede estar bajo las estrellas y el sol. Me rendí porque no sabía dónde ir al baño. Me rendí porque mi hija, al telefono, me hizo entender que no soportaba la idea de que fuera indigente en Palermo y me mandó dinero para un hostal, temporalmente, a condición de acceder a ayuda social.  Y me rendí  porque estaba solo y fui a la oficina del gobierno municipal y allí les expliqué mi estado de emergencia. Ellos ya sabían de mí porque me había presentado en una ocasión anterior para hacer unos trámites de salud de los cuales no cuento nada en este relato.  Entonces, allí me entrevistaron y me refirieron inmediatamente a un centro, a un dormitorio para indigentes, un dormitorio que presta servicios temporales. Allí estuve dos semanas. La verdad es que me impresionó mucho el dormitorio.

Los dormitorios

Estuve dos semanas en ese dormitorio que, en los aspectos físicos, era de una calidad impresionante. La cama estaba limpia y hecha, los colchones eran buenos, el cuarto estaba limpio, la ducha estaba limpia, había jabón y champú. Era casi como estar en un hotel. Lo único malo, que era muy significativo para mí, era que tenía que salir temprano en la mañana a las 7 y volver a las 7 en punto de la noche. Llegar con un poco de retraso significaba perder el cupo. Y no podía dejar cosas en la cocina, de manera que tenía que organizar mi almuerzo fuera de ese sitio, mientras corría de un sitio a otro para entregar una bicicleta, recibir otra y sobre todo, cambiar los lugares donde las encadenaba. En mis pocos ratos libres iba a la biblioteca a montar mi negocio…

Era un lío. Estaba todo el día corriendo de una bicicleta a otra. Yo que soy desordenado, y que puedo perder las llaves dentro de mi habitación, tenía que organizarme para no perder diez bicicletas regadas por la ciudad. Cada bicicleta con dos cadenas y dos candados (una para atar la bicicleta y una rueda, la otra para la otra rueda). Cada bicicleta con sus dos llaves pues. Veinte llaves para confundirme, para aclarar. Mas las llaves de repuesto. En fin, qué hace un sin techo con cuarenta llaves?

Una de las mayores dificultades era la puntualidad, es decir, la impuntualidad de los clientes. Si eres pobre todo termina costando mas caro, se sabe. Pero si eres indigente, aún peor. Todos los inconvenientes se multiplican. NO solo el baño, la higiene, todo. También alquilar las bicicletas. En fin, hablando de puntualidad,  hasta los alemanes son impuntuales si usan su teléfono para reservar una bicicleta online. “Nos vemos en la esquina de “Quattro Canti” a las 8:00” y, el client, aunque fuera de la Suiza alemana, aparecía a las 8:20.

La impuntualidad no es un inconveniente si tienes un local y esperas otra gente. Pero si tienes que salir disparado de una biblioteca, recoger una bicicleta quien sabe donde y aparecer en Quattro Canti, entonces esos 20 minutos te hacen pensar que no vale la pena el esfuerzo. “No será mejor conseguir un empleo y ya?”. Eso lo pensaba y entonces me corregía, si me voy a buscar un empleo, entonces me voy al Norte de Italia, o me regreso a Inglaterra, o me voy a Suiza. Así que terminaba corre que te corre or toda la ciudad, cargando por supuesto con mis cuarenta llaves y el morral donde cargaba desde papel toilette, laptop y cables para seguir escribiendo la novela, o corrigiendo cuentos. Y me preguntaba si García Marquez o Dostoievski alguna vez pasaron por tantos percances. 

En fin, para evitar tantos enredos, terminé escondiendo las bicicletas. Pero cuando estás enredado y eres indigente, todos se complica, ya lo dije, pero como no tenía donde dejar nada, terminé dejándolas  en una iglesia abandonada a la que se le estaba cayendo el techo y estaba clausurada, esperando restauración desde que fue bombardeada en la segunda guerra mundial. Y como de costumbre, las cosas no eran tan sencillas, había alguien que se había apropiado ya del espacio y terminé pagándole 100 euros al mes a un mafiosillo local, no me decía nada por dejarlas ahí, ya que él estaba encargado, dice él,  de cuidar ese lugar que solo era visitado por su gato. 

Terminé por aceptar que lo mejor que podía hacer estando en ese dormitorio era no hacer nada con las bicicletas. Simplemente esperar a mi dormitorio definitivo, y seguir escribiendo la novela en la biblioteca. En el dormitorio nuevo hablaría con algún trabajador social que seguramente simpatizaría con el hecho de que quería crear una empresa para ser independiente, autónomo, crear mi propio empleo, y a lo mejor algún día emplear a alguien. Mientras tanto, en este sitio, lo mejor que podía hacer era dormir y comer, y mejorar un poco la página web que hice, y escribir. Y eso fue lo que hice. Esperé 15 días sin que ocurriera nada significativo, solo aprendí a no hacer nada, a esperar. 

El sapo en el agua tibia, el Centro San Carlo.

Pasaron los 15 días y por fin fui al Centro San Carlo, el mejor de todos los dormitorios, y ciertamente  la calidad del dormitorio era muy buena. Éramos unos 5 o 6 personas por habitación, con literas. Había varios dormitorios. Ofrecía un desayuno italiano, es decir, un dulce y un café. Había que salir a las 8 de la mañana, pero al  mediodía se podía entrar a comer y después había que volver a salir. Una semana cada dos se podía quedar en la tarde para la siesta de dos horas, pero si entrabas a la siesta te tenías que quedar mas tarde para unos cursos y talleres.  En cualquier caso, siempre  se podía volver a entrar en la noche, creo que a las 6 de la tarde. Me dije, “este sitio es muy bueno, la calidad es muy buena: adaptate.”Llamé a mi hija y a mis amigos fuera de italia. “Llegó la hora que me pongo a escribir”, era el mensaje que les quería transmitir.

-Un angel te protege, - me dijo un amiga- Es como que Dios quiere que escribas esta historia, que des testimonio. Estoy segura. Lo que estás viviendo es único, y la gente que lo vive no tiene tu capacidad o tu disposición a escribir. Serás el Dickens del siglo XXI

Yo no creo en ángeles, ni en intervenciones divinas, ni en fuerzas teleológicas del universo dirigidas hacia uno. De lo que estaba cierto es que mi situación nueva era perfecta para llevar adelante mi proyecto de las bicicletas. Estando allí hubiese podido administrar el proyecto de las bicicletas, un poco como hacía en el hostal, sin tanto ajetreo, y seguir escribiendo la novela que llevaba años escribiendo. Mi vida estaba resuelta. Era cuestión de tiempo, pero no mucho, antes de montar un negocio de bicicletas que me permitiera alquilar un apartamento y ponerme a escribir.

Mi ángel se quedó dormido, o mejor dicho, empezó a hibernar otra vez. Un primer operador del centro me lo dijo claro:

Este es un lugar para indigentes y no para montar un negocio. Las bicicletas, afuera. Tu idea es buena, pero aquí no puedes tener las bicicletas. 

Por unos días intenté, pero corretear por toda la ciudad por más que fuera  aparatoso, y además tenía que pagar los 100 euros para pagar el nuevo local. Me di tiempo para hablar con otro operador, Y con otro. Y con otro. Ya hablaré con la directora del centro. 

Tomaré nota. Algún día alguien me preguntará cómo monté la empresa de bicicletas. Y sin inconvenientes la historia no es interesante. Correteé por la ciudad, y me fui adaptando al San Carlo. Empezó a ser normal para mi vivir allí. “Solo espera a hablar con la directora del centro. Es universitaria, es sensible. Entenderá-”

NI pensarlo.- me dijo.


El proyecto de bicicletas comunitarias

Qué triste. El sueño de crear una empresa estaba destrozado. No solo había fracasado yo, sino que también comprendí lo difícil que es para otros que caen en desgracia y dependen de la ayuda caritativa. La palabra "caritas", que algunos repiten en latín como si así se limpiara de la perversa dependencia que reproduce, quedó mancillada en mi cerebro. 

“Quiero levantarme desde cero, crear una empresa, y no pude. ¿Cómo es posible que la institución que me da un lugar para dormir sea la misma que no hace un pequeño ajuste para ayudarme a ser autónomo e independiente?”, pensaba mientras caminaba por las calles de Palermo, buscando un baño o una bicicleta. Me daba rabia que las normas se aplicaran a rajatabla, impidiéndome avanzar en mi proyecto. 

"¿No se dan cuenta de que traicionan los principios cristianos y la sensibilidad de los que pagan los impuestos que les permiten trabajar? No, claro que no", reflexionaba mientras caminaba por la vía Maqueda, llena de turistas y atracciones. Pasé frente al lugar donde había dejado mi bicicleta favorita, frente a un local de comida bangladeshi. 

Me la robaron, coño. -Otra bicicleta más robada. ¡Otra más! Qué rabia.

“No pasa nada, Fabrizio, algunas te las van a robar. Por eso compraste esas super cadenas para motos. Pero ¿aquí?, en la avenida más transitada durante la noche? ¿Por qué?”, me pregunté. "Seguramente porque molesta a los que venden comida india enfrente. No les gusta que ocupe su espacio, al igual que los negocios de los sicilianos. Seguro que se contactaron con los rateros de la zona y alguien en Ballaró tiene la cizaña especial para romper esos candados. Fabrizio, aprende. Todos los días tienes que cambiar la posición de las bicicletas, de las nueve que te quedan para alquilar y la que usas para circular". 

Reflexionaba sobre el hecho de que nunca en mi vida me habían robado tantas cosas como ahora, cuando soy más pobre que nunca. La pobreza te hace más proclive a ser víctima de todos los delitos posibles, está claro. La pobreza hace que el agua sea más cara o que tengas que pasar mucho trabajo para acceder al agua gratis. Todo cuesta mucho esfuerzo, todo es vulnerable. “Malditos sean los de Caritas, coño, que no me dejan guardar las bicicletas en el patio donde no hay nada o en la iglesia abandonada de al lado, donde solo hay escombros. ¡Escombros!" Y me decía: “que bueno sería creer la historia del ángel, que solo me está dando la oportunidad de escribir sobre las inclemencias de la pobreza”.

Pensé en venderlas. Fui a la via Divisi, un callejón con varios negocios de bicicletas, donde iba a repararlas. “Así es Palermo, lo siento”, me dijeron. Me di cuenta de que solo las podía vender al precio de bicicletas robadas. En fin, iba a ganar, por 10 bicicletas, no mucho más de 150 euros. “¿Qué hago?” Y las cadenas y los candados antirrobo, pues esos no tendré cómo venderlos, a pesar de que me costaron más que las bicicletas. Otra vez, la pobreza y su círculo vicioso. “El ángel le pone empeño en que aprenda”. Si tuviera casa, guardaría las cadenas en un rincón cualquiera, pondría un anuncio en Facebook y esperaría. Pero en la calle, no. Todo es más complicado. “No me quieras tanto, angelito.”

La vida premia al movimiento y a la iniciativa. “Seguiré esforzándome y encontraré la solución. Siempre consigo una solución”, pensé. Intenté conseguir aliados entre los operadores del centro, y ciertamente fueron solidarios con sus palabras. Cada vez que alguien se mostraba comprensivo, me hacía ilusiones, imaginando cómo finalmente levantaría mi negocio de bicicletas. Pero de allí a desafiar la autoridad sacrosanta de las normativas del centro para dejarme guardar las bicicletas en un lugar seguro, no.

La directora del centro, siempre simpática y comprensiva, fue enfática: ni hablar. "Ten paciencia", me dije. "Al final entenderán que mi proyecto es diferente a los que están acostumbrados. Ellos piensan que para salir del dormitorio hay que conseguir un empleo, no montar una empresa. Pero ya entenderán. Tengo que presentarles mi proyecto de bicicletas más adelante, explicárselo poco a poco. Ten paciencia, deja pasar unos días."

Y algunos días pasaron, mientras me acomodaba a la rutina del centro y a la locura de alquilar bicicletas a los pocos turistas, correteando para entregarlas a alemanes que aprendían a ser impuntuales, cambiarlas de sitio, llevando las cadenas y navegando por el tráfico enloquecido de Palermo.

Hice numerosos intentos para que entendieran que mi proyecto era un emprendimiento microempresarial. Hablé personalmente con cada uno de los operadores, dedicando más de un día a cada plan de comunicación. Les mencioné el programa de promoción de microempresas que tuvo tanto éxito en Venezuela y en la India. Mientras era una conversación de café, todos entendían. Pero cuando intentaba concretar mis planes, se topaban con el mal del “nosepuedismo”, una enfermedad que pareciera afectar a los italianos al entrar a trabajar en organismos gubernamentales. Y siempre me iba con la impresión de que había algo más que su ignorancia impidiéndoles entenderme, quizás el “nosepuedismo”.

En fin, hablé nuevamente con casi todos los operadores del centro, buscando aliados, pero siempre llegaba al punto del “aquinosepuede” y “estoessicilia”. Hasta que solo me quedaba la directora del centro. Nada. Pasaron días. Llevé más bicicletas, las até, corrí por el centro de Palermo. Nada.

No me dejé desanimar por la indiferencia de quienes no querían entender. Esperaba a los operadores en la tarde o en la noche. Por las mañanas, me iba a un café en la vía Maqueda que parecía ser el único auténtico, no hecho para turistas. Allí, tomaba un café y me conectaba en línea. Me dedicaba a escribir la famosa historia de Sofía, que llevo años escribiendo. También hacía cosas online por las bicicletas y, cuando me llamaban, salía disparado a entregar una a algún alemán aprendiendo “la dolce vita”.

En esas vueltas extenuantes por el centro histórico de la ciudad, ni siquiera recuerdo bien cuando,  conocí la biblioteca de la Calsa. Era un sitio fantástico. Por el callejón que cruza el centro histórico, bordeando edificios añejos y balcones que muestran muchos estilos arquitectónicos complejos y contradictorios, propios de una ciudad antigua, bajando por la plaza Maggione y andando por calles adoquinadas, se pasa casi sin notar al lado de un portón insignificante en una ciudad donde todo parece mágico y antiguo. Al abrirlo, vi un jardín que es como un gran patio, un vergel, que ni siquiera se entiende bien qué es. Hay ruinas con columnas cuyo origen desconozco, árboles de naranjas, mandarinas e higos. Es bellísimo. Apenas lo vi, pensé: “Aquí podré combinar mi existencia rudimentaria en el dormitorio con una vida de escritor. Quizás no tenga que convencer a nadie en San Carlo para llevar adelante la idea de las bicicletas.”

Ese jardín-patio era parte de un convento. Tras una movida política entre vecinos, convento y municipio que no vale la pena detallar, un colectivo terminó administrando la biblioteca y el vergel. El edificio adjunto, que da al jardín, fue modernizado recientemente como una biblioteca. Es la biblioteca comunitaria más linda que haya visto. Tiene una habitación grande con libros para niños y  bean-bags para que los usuarios se acomoden, incluso se acuesten. Todo en un ambiente limpio, ordenado y decorado con un estilo minimalista pero acogedor. La zona de la biblioteca cuenta con otra sala pensada para un público adulto, con un gran mesón para reuniones. No tiene una gran cantidad de libros, serán, cuando mucho, unos mil, mucho menos de los que tenía en mi casa de Caracas. Pero eran libros típicos de lo que una persona con mi sensibilidad ha leído en su adolescencia y edad universitaria: literatura de izquierda, sociología, ciencias políticas, de orientación izquierdosa.

“Esta es mi Italia”, me dije. Estando adentro se me olvidaba que me había vuelto un indigente con bicicletas. “Aquí vendré a escribir. Aquí terminaré mi novela. Aquí conoceré a la gente que necesito para empezar mi vida de nuevo.” El primer día que fui, no me encargué de las bicicletas, ni me preocupé por ellas. Me puse a ojear los libros que tenían.

Lo primero que vi fue un libro de Ítalo Calvino, uno de mis autores favoritos. Y vi tantos autores que leí cuando era estudiante de sociología. Llegó el momento de ir al baño; soy viejo y tengo que ir con más frecuencia de lo que quisiera. Ir al baño es mi frustración más grande cuando tengo ataques de admiración hacia Palermo: siempre hediondos, siempre con una mancha negra en el fondo porque no los limpian bien. Dan asco. Pero este baño estaba pulcro, brillante. Y tenía un baño en el piso de arriba y uno abajo, extraordinariamente limpios. “Se acabó la sufridera para conseguir un baño fuera del dormitorio”. Por supuesto, no pude leer nada por más de pocos minutos. Estaba emocionado. Había encontrado un espacio que obviamente fue construido por gente como yo.

En el piso de abajo hay una oficina grande, con una mesa redonda donde la gente se sienta a trabajar. Y una cocina, muy grande, con microondas, lavaplatos, nevera. Una habitación donde hay objetos que se pueden pedir prestados, como licuadoras, destornilladores o aspiradoras. Lo llaman la biblioteca de los objetos. Y en ese mismo edificio hay algo que llaman ciclofficina, es decir, un taller de bicicletas.

El ambiente era tan acogedor en esa biblioteca que podía avanzar significativamente en la novela, que trata temas escabrosos, deprimentes, que me retrotraen a Venezuela y a la perdida de nuestra democracia. Pude escribir el capitulo que describe la tortura de Sofía, inspirado en la historia de Ana. Solo en un ambiente así podía escribir algo tán escatológico sin matarme de la depresión. “Definitivamente aquí terminaré los cuadernos de Sofía”.

Aunque tenía la intención de conocer a la gente detrás del proyecto, no me di prisa. Por algunos días me dediqué a escribir, sin enterarme mucho de lo que pasaba. Pero un día me enteré por internet que había un proyecto de bicicletas comunitarias, allí mismo.  La gente puede venir aquí a reparar sus bicicletas, a intercambiar cosas con otros ciclistas. Qué maravilla. Qué orgullo de pertenecer a esta cultura. “Aquí me instalo, éste es mi punto de partida”. El ambiente se sentía lleno de gente joven, alternativa, fresca, alegre. “Aquí conseguiré gente como Antonella, aquí descubriré gente con mi misma sensibilidad, pero que creció en otro país. Por fin, la tierra de mi nonna.”

Me dije, “¿qué importa, Fabrizio, si vives en un dormitorio? Cuántos escritores y artistas talentosos vivieron en la pobreza? Soy pobre, sí, pero tengo el privilegio de la inteligencia y de una educación privilegiada. Esto me permite aprovechar todo lo que la vida me regala, cosas que pasarían desapercibidas para otros, como la maravilla de esta biblioteca. Aquí harás amistades, construirás las relaciones sociales que perdiste en Venezuela, aquí escribirás la novela de Sofía, te convertirás en el escritor que quieres ser y dejarás atrás la mediocridad de la vida burocrática. Aquí a lo mejor conocerás la mujer de la que te enamorarás, una amante italiana, que maravilla.  Pasearás en ese vergel, comerás esas frutas, contribuirás con esta gente y, como no me conocen, me daré a conocer. Mostraré que detrás de mí hay un luchador que contribuye a construir un mundo mejor, alternativo.”

Y tuve una gran intuición: “Voy a empezar dando el ejemplo, voy a donarles todas mis bicicletas sin condiciones. O mejor dicho, voy a pedirles como única condición que las presten a gente que las devolverá y las cuidará. Cuando vean de qué madera estoy hecho, formaré parte de sus proyectos.” Empecé a fantasear con la idea de la donación de las bicicletas y la gestión de la ciclofficina.

Entraba al salón de lectura y un poco trabajaba en la novela, y otro poco estaba pendiente de mis bicicletas. Me dejaba llevar por ensoñaciones, mi gran desgracia. Pensaba: “Quizás pueda alquilar una bicicleta o dos o tres; así ganaré algo de dinero mientras escribo. Creo que no podrán resistirse a una propuesta tan buena, tan positiva. Será buena para ellos porque podrán usar las bicicletas, prestarlas, hacer crecer su proyecto de la ciclofficina, y será bueno para mí porque alquilaré dos o tres bicicletas al día, ganaré mis 20-30 euros que necesito y retomaré la escritura.” Me dejaba llevar por ensoñaciones y no me cabía duda de que podría traer aquí el espíritu del proyecto que quisimos desarrollar en Venezuela, en el proyecto de Catuche, con Joseíto.

Recordé la biblioteca en Catuche, el sistema de bibliotecas de Venezuela antes de que Chávez las destruyera politizándolas. Recordé las bibliotecas en los proyectos donde trabajaba en Fe y Alegría, que eran sitios donde se cocinaban los proyectos de desarrollo de la comunidad. “Pues ahora yo les haré esta propuesta, les hablaré de Catuche, de los proyectos que llevé adelante en Venezuela y seguramente podré construir aquí una vida.” Me entregaba a ensoñaciones de cómo sería mi recepción, y la recepción de mi experiencia. “La verdad es que vivir en un dormitorio dependiente de la caridad pública es lo de menos; lo que importa es empezar a reconstruirse.”

Miré las carteleras y los afiches en las paredes, y vi que hablaban e invitaban a eventos sobre migrantes, la migración de África, la solidaridad, el derecho, los derechos de las mujeres y la violencia doméstica. En fin, me di cuenta de que había llegado a un ambiente político afín con el cual podía comunicarme fácilmente. Vi libros de Gramsci, Coletti, Bobbio. ¡No cabía duda de que había llegado al sitio correcto!

Mientras mis proyectos con Caritas no avanzaban, seguí yendo a la biblioteca y escribiendo mi novela, a pesar de las interrupciones de ir y venir con las bicicletas por la ciudad, un esfuerzo considerable por mi necesidad de cambiarlas de sitio. El esfuerzo por esconderlas, moverlas, entregarlas y recibirlas de los clientes seguía siendo inmenso. Tengo que ser realista: no puedo administrar el negocio de las bicicletas desde el San Carlo.

Finalmente, tomé el valor de bajar del segundo piso, donde estaba el salón de lectura, y hablé con la persona que parecía ser la responsable del centro.  Mi idea era simple. Yo recibiría una entrada por administrar algunas bicicletas para alquilárselas a los turistas, mientras que la comunidad podría usarlas para pasear. Y la gente misma de la biblioteca, los que trabajaban allí, podrían disfrutar de las bicicletas. Hasta me había imaginado que podría salir en bicicleta y ir a la playa con ellos, hacerme amigo de la gente de la ciclofficina.  

 Le dije:

—Tengo diez bicicletas, se las quiero regalar.


—¿Por qué me las quiere regalar?


—Bueno, me gustaría que formaran parte de un proyecto y de alguna manera estar vinculado a ese proyecto de la biblioteca. Quizás puedo tener algunos ingresos con el alquiler de algunas bicicletas, pero fundamentalmente quiero que las bicicletas se queden aquí con ustedes, para ustedes, y que se las presten a la comunidad. El modo habŕa que verlo luego, lo decidirán ustedes.  Basta que las cuiden. Que se las presten a quienes las devuelvan. Y que esto se convierta en un nosotros, y nuestras bicicletas en una bicicleta de la comunidad.

Era difícil hablar con ella porque decía que no con la cabeza desde el principio. Hasta que me interrumpió:

—No, no se puede.

—¿Pero por qué?

—No se puede, porque esto no es para negocios.

—No, bueno, no es un negocio —le respondí—. Se trata de tener un proyecto que vaya de acuerdo con la cicloficina, con lo que veo que es el espíritu de esta biblioteca comunitaria.

—Sí, pero no se puede —me interrumpió.

—¿Pero por qué? Esto está dentro de la filosofía de lo que he leído en la página web.

—No, no se puede, porque es un negocio. Esto es una iniciativa sin fines de lucro

—Vale, pero no es una idea con fines de lucro, solo quisiera que no fuera con procedimientos de pérdida, yo hablaba y ella negaba con la cabeza, con expresión de horror.-  Lo importante es que les quiero dar la oportunidad de tener un proyecto donde la comunidad pueda usar las bicicletas y a los turistas se les puedan alquilar, y el alquiler a los turistas...

—Mira, ahora no tengo tiempo para hablar —me interrumpió—, pero esta es una idea loca, no se puede. Simplemente es un negocio, tu negocio, y esto es una organización sin fines de lucro.

En fin, su espíritu rígido impidió que esa fantasía se llevara a cabo. Me enfurecía su típica hipocresía de la izquierda pudorosa. Yo no podía dejar de notar que la organización es sin fines de lucro, pero ella seguramente recibía un sueldo por ser bibliotecaria. Su salario sí, mis ingresos no. “Culpa tuya, Fabrizio”, me dije. “Es obvio que iba a pensar eso, no están acostumbrados a ideas microempresariales. Me ve como un comerciante más. No entiende el espíritu de mi proyecto, no entiende quién soy, qué represento.”

Fui al día siguiente, otro día, no recuerdo bien, a hablar otra vez con ella, pero nuevamente encontré las puertas cerradas. Me dijo:

—Mira, yo no puedo cambiar las reglas de este sitio, esto es un colectivo. En todo caso, le puedo mandar la petición al colectivo, pero van a decir que no, porque esto no es un negocio, no tiene fines de lucro, no insistas.

Traté de explicarle que yo no era un negocio. Traté de ganarme su solidaridad exponiéndole mi situación Le dije la verdad:


—Soy un indigente, soy un migrante latinoamericano y me quiero instalar como escritor. Empecé el negocio de las bicicletas por pura casualidad, porque estaba en un hostal pero no tengo recursos y se presentaron circunstancias que me permitieron empezar con lo de las bicicletas. Pero las bicicletas en realidad no me interesan, son solo una excusa para tener algo de dinero para sobrevivir. Lo que quiero es escribir, soy escritor.

Menos mal que no me preguntó qué había escrito, porque todavía no he publicado nada, y a mis 60 años ser escritor y no haber escrito nada no suena bien. Pero no se interesó por eso, me lo estaba esperando, pero también pensaba que al decir que era un escritor, o uno que intentaba escribir, un latinoamericano en Palermo, inmediatamente atraería su simpatía y solidaridad. 

Nada despertó su solidaridad. Quizás lo hubiera hecho si yo hubiera sido una mujer, o si hubiera sido joven y guapo, pero un viejo que viene con unas bicicletas y que anda todo destartalado no genera interés, o al menos eso es lo que yo sentía. ¿Por qué no se interesa? ¿Por qué si tienen un proyecto de bicicletas ella no se interesa en mi propuesta? Pensé y recordé toda la gente que está dentro de los proyectos comunitarios, sociales, humanitarios, que en realidad no tienen la vocación para estar en esos sitios, que simplemente han sido atraídos por la vanidad de los proyectos, pero que siguen teniendo esa mentalidad capitalista, explotativa, rapaz, burocrática. 


—Lo que tengo que hacer es circunvalar su autoridad con acciones —me dije—, lo que tengo que hacer es crear una crisis. La gente que ideó este proyecto estará entusiasta con la idea, tengo que pasarle por alto. 


Entonces fui un poquito más agresivo. Le dije:


—Mira, yo te voy a dejar las bicicletas aquí adentro.


—Bueno, nosotros no las podemos tener aquí adentro.


—Bueno, yo igual te las voy a dejar aquí adentro, las voy a encadenar, te voy a dar las llaves y tú decides si las quieres botar.


—No, no es así, nosotros no podemos botar las bicicletas.


—Bueno, yo tampoco las pienso botar.


—¿Por qué no vendes las bicicletas?


—Porque no las quiero vender. No quiero ganarme 150, 200 euros y que no tenga sino para mí un beneficio muy pequeño, resolverme solo unos días de vivencia y después, ¿qué hago? Sigo aquí sin nada. Entonces prefiero dejar las bicicletas y que haya un proyecto y formar parte de ese proyecto y comprometerme con los proyectos de ustedes, escribir mi novela. Las bicicletas son secundarias, son un recurso para vivir, yo no vivo para las bicicletas.


—Bueno, igual no se puede —insistía.


Esperé a que se instalara en la oficina con la cabeza metida en la pantalla de su computadora para llevar a cabo mi amenaza. Entré al vergel con las bicicletas, una por una. Las até todas dentro de una casita que había detrás, donde estaban las cosas para reparar las bicicletas, en la parte de atrás del patio, y ella vino a reclamarme. Me dijo que no se podían dejar allí porque era un “edificio pericolante”,  no sé como se dice en español, , que no se podía entrar. Sin embargo, había cosas adentro porque era obvio que lo utilizaban para algunas cosas, había herramientas. Pues ahí puse las bicicletas, le di las llaves y le dije:

—Hablamos mañana.


Pero el mañana nunca llegó. Fui muchas veces a la biblioteca. Creo que por más de un año fui el visitante más asiduo de la biblioteca. Y por algún extraño motivo, todos se hacían amigos entre ellos, menos yo. No sé por qué. Supongo que porque soy viejo, ya llegué a los 60. Los italianos jóvenes son víctimas de los italianos de mi edad, y de los mayores. ¿Será eso?

Las bicicletas siguieron allí por meses. Hubo otros intentos de conversación que no vale la pena recordar. Hubo hasta una propuesta de ella de que firmáramos un documento donde las donaba y me comprometía a no alquilarlas, que acepté. Me dijo que me enviaría la propuesta por email. Nunca ocurrió.

No podía llevar adelante el proyecto de las bicicletas. Cada vez se hacía más obvio que encontraba restricciones en todas partes. En la Biblioteca de la Calsa, para mi sorpresa, no me las habían recibido, y aquí en el San Carlo tampoco me podían dejar tenerlas. Poco a poco otras oportunidades se fueron presentando, y como siempre, aprovecho lo que la vida me ofrece. 


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